|
Kirchner lo hizo (o el padre de la crisis)
por Marcos Aguinis |
|
|
El ex presidente consiguió una proeza histórica: unificó al campo que logró adhesión ciudadana, resucitando la dicotomía: civilización (K) o barbarie.
Todavía resuenan en la memoria popular los spots publicitarios que se difundieron poco antes de que el presidente Menem dejase el poder. Se exhibieron muchas obras realizadas por el Estado y también las efectuadas por entidades privadas, todas ellas como resultado de una larga, polémica y multifacética gestión. Sólo se marcaban los hechos positivos, desde luego. Pero la malicia criolla se ocupó de realizar otro balance –nunca perfecto– y añadirle gotas de humor cáustico.
Hoy también podemos decir “Kirchner lo hizo”, porque el material abunda. Pero me limitaré a reducidos aspectos, para no abusar del espacio que brinda esta revista.
En primer lugar, Kirchner consiguió redondear una proeza histórica: unificar el campo. En la línea de nuestra historia, que zigzaguea borracha desde antes de la independencia, el espacio urbano y el rural estuvieron escindidos. Sarmiento y la mayoría de sus contemporáneos consideraban que en el campo prevalecía la barbarie y en las ciudades la civilización. Civilización hunde sus raíces etimológicas en la palabra ciudad. Pero Sarmiento tuvo el genio de asociar los dos elementos con la letra copulativa “y”, no “o”. En la Argentina tenemos ambas, la civilización “y” la barbarie. Ambas funcionan en la ciudad y el campo, últimamente más en la ciudad.
A partir del giro que dio nuestro país en 1853, dejando atrás el lastre de la etapa autoritaria y oscurantista colonial, que ignoraba la agricultura, la democracia y no tendió un solo kilómetro de vía férrea, que sólo manejaba saladeros y sufría un 90 por ciento de analfabetismo, avanzamos a los tumbos por la línea del progreso hasta convertirnos en el país mejor integrado y más culto de América latina. Por si fuera poco –o tal vez a causa de ese ingrediente axial–, nos convertimos en el granero del mundo, estuvimos entre las naciones más opulentas del globo y nuestros salarios superaban los de Francia.
La pampa húmeda –que riega Dios– parecería que recién empezó a recibir agua en 1853. Otra pampa húmeda equivalente, también regada por Dios, no pudo jamás ser granero del mundo, ni siquiera de sus propios habitantes: Ucrania. Mientras la Argentina exportaba gracias a la seguridad jurídica en aumento, Ucrania padecía la autocracia zarista y luego se quemó en hambrunas que segaron millones de vidas por la ilusión planificadora y arrogante de los bolcheviques.
El campo se volvió complejo en el siglo XX. Del arado de madera arrastrado por un buey o un matungo cansado, se pasó a la tecnología, la genética y la informática. La producción cárnea fue acompañada por la cerealera, granífera, láctea, aceitera, frutícola. Nacieron las originales y enérgicas cooperativas agrarias. Los productores se fueron reuniendo en torno de cuatro grandes entidades representativas. Pero entre ellas latía la desconfianza, algunas prevenciones y muchos prejuicios, porque cada una se esmeraba en defender de la mejor forma los intereses de sus asociados. Incrementaron sus vínculos con la modernidad y se entrelazaron con los polos urbanos, al extremo de que ya no es fácil separar cuáles son los genuinos intereses rurales y cuáles los de la ciudad. Las cuatro entidades se manejaban en forma separada, con pocas líneas de comunicación.
¡Kirchner las unió! ¡Kirchner lo hizo!
La intempestiva resolución 125, lanzada con desprecio constitucional hace poco más de cien días, no sólo incrementó la inseguridad jurídica en la que chapalea el conjunto de la sociedad, sino que ligó en un abrazo fraterno a todo el campo. Nunca hubiéramos podido imaginar que un solo hombre, por completo ajeno a la actividad productiva en serio, pudiese conseguir semejante milagro.
Otra proeza de Kirchner es que ya está uniendo a las casi cuatro quintas partes del país. Registra un mérito de titanes. Sólo le bastaron cien días para que la imagen positiva de la Presidenta se derrumbase del 53 al 20 por ciento. Cuatro quintas partes no la votarían de nuevo. En consecuencia, si el adagio popular dice que hay “amores que matan”, el amor de Néstor por Cristina ya puede ingresar con caligrafía audaz en el texto de una tragedia griega.
La inmensa mayoría del país, sin embargo, no quiere cambiar a la Presidenta, sino que siga hasta el final de su mandato, pero que cambie su arcaica forma de pensar. Él no la deja... ¿O es ella la que no puede?
¿Por qué digo que Kirchner está uniendo al 80 por ciento de los argentinos? Porque unió a la oposición y le está arrimando cada vez más sufragios. Aunque la oposición es pequeña, por primera vez forma un bloque racional, articulado. Se le acercan políticos oficialistas, ante el temor de que los votos que recibieron les den la espalda en el futuro si siguen la orden autista que baja desde arriba, en lugar de pelear por sus representados. El oficialismo entró en crisis. Una formidable crisis. Se agrietó el monumental glaciar pingüino... ¡Kirchner lo hizo!
Cuatro quintas partes de los argentinos quieren por lo menos una decena de objetivos inmediatos. Y este deseo se ha vuelto compartido, sólido e imperioso por obra del matrimonio Kirchner, que no los tuvo en cuenta o los ha saboteado, traicionando sus promesas en el tiempo de la campaña electoral.
Desde que se atornillaron al poder dieron bofetadas a diestra y siniestra contra enemigos y fantasmas. La sociedad se cansó de ese estilo, soberbio y rencoroso: quiere mejoras institucionales, más diálogo, más pluralismo, más tolerancia, más apertura cerebral, más actualización. Exige:
- República. Una república afirmada sobre el trípode macizo de tres poderes independientes, con un activo y recíproco control: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Que el Ejecutivo no humille al Congreso quitándole atribuciones y mandándolo a sesionar sólo cuando le conviene por razones oportunistas. Que no manipule a la Justicia amoldando el Consejo de la Magistratura para beneficio de quienes se han encaramado al trono del Estado. Que los organismos de control carguen sus pilas y operen con eficacia sobre la transparencia de la gestión pública. Que el defensor del pueblo no sea jibarizado y puesto en ridículo. Que los jueces no archiven el destino de cientos de millones de dólares que Santa Cruz mandó a pasear por años, en el más turbio de los cruceros.
- Que haya estímulo a la inversión productiva. Desde que Kirchner asumió en el 2003 se dio el gusto de maltratar con un sadismo aplicable a mejores causas a toda empresa nacional o extranjera que no se arrodillase ante su presencia o sus demandas. Sólo consiguió espantar los planes de inversión que venían en carpeta, como lo hizo con la CEO de Hewlett Packard quien, cansada de transpirar la amansadora en la antesala del despacho presidencial, se fue a depositar sus millones en las manos afectuosas del presidente Lula. Otros capitales ya saben que no vale la pena intentar en la Argentina y aterrizan sin pensarlo dos veces en Chile, Uruguay, Brasil, Perú y ¡hasta Bolivia! Muchos de esos capitales son argentinos, hartos del peloteo irrespetuoso al que son sometidos por leyes que cambian según las necesidades de la famosa Caja.
La sociedad se está uniendo en cuatro quintas partes para que haya políticas de Estado verdaderas, con visión estratégica. Esas palabras –políticas de Estado– se hacen flamear desde hace mucho, sin que la gente tome cabal conciencia sobre su importancia vital, la urgencia de consenso y la decisión de hacerlas durar a lo largo de gestiones sucesivas e incluso disímiles. La Argentina las tuvo, y ese recuerdo aún nos hace cosquillas en el inconsciente. Las tuvimos en materia de integración de los inmigrantes, cuyas lenguas eran diferentes, muchos analfabetos o desprovistos de oficio, con una mano atrás y otra delante. En poco tiempo fueron “argentinizados”, con idioma común y una compartida veneración por los mismos símbolos patrios, los mismos héroes y la esperanza en el futuro de ellos, sus hijos y sus nietos.
Otra política de Estado exitosa fue la educación. Nuestro presupuesto educativo llegó a ser el más alto de toda América latina. Nos convertimos en el país más alfabetizado y culto del subcontinente. Fuimos usina de editoriales y modelo universal en el hábito de la lectura. El mapa nacional fue punteado por bibliotecas populares y bibliotecas del aula, los salarios de los docentes primarios, secundarios y universitarios eran dignos y apetecibles, había supervisiones severas. Las escuelas, los colegios y las universidades parecían templos donde hasta había que cuidar la limpieza de las uñas y el decoro de la ropa. Quienes enseñaban se sentían apóstoles y quienes aprendían, bienamados.
La sociedad quiere recuperar valores perdidos, que nunca resonaron en los tiempos del matrimonio K, pese a que tienen los ojos en la nuca. La Argentina se hizo grande merced al fuelle ciclópeo de tres valores que encendieron el fuego de una enorme fragua: el valor del trabajo, el valor del esfuerzo y el valor de la decencia. Se degeneraron poco antes de 1930 y Discépolo escribió su “Cambalache”. Hace décadas que esos valores parecen ridículos. Su lugar fue ocupado por la cultura de la mendicidad y el subsidio –o de la prebenda, o el privilegio, o el derecho sin acompañamiento de obligaciones–, el facilismo que transformó “conquista” en viveza, y la corrupción, mediante la cual no está mal delinquir, sino dejarse atrapar.
Necesitamos mejorar la seguridad y para ello urge convocar a todos los expertos en la materia, abarcando una pluralidad de factores. Ciertos factores podrán solucionarse antes que otros, pero corresponde diseñar un plan maestro con etapas precisas que se cumplirán a rajatabla, de acuerdo con un cronograma de hierro. No basta con atribuir los males a la pobreza y la desocupación. Hay pobres honestos y hay ricos ladrones. Las leyes, el sistema carcelario, la policía federal y las provinciales, los medios de comunicación, las parroquias, las familias, los institutos de enseñanza, los clubes deportivos, todo lo que bulle en nuestra sociedad vale para este propósito omnicomprensivo que es la seguridad. Este plan maestro requiere profesionales serios, experimentados, de dentro o fuera del país. En la Argentina sobran, pero no se los convoca. En su lugar ingresan los amigos y los leales, que poco favor nos hacen. Ahora se quiere otra cosa, se quiere un país más confiable, más creíble, más eficaz. Respecto del crecimiento impetuoso de este deseo también podemos exclamar: “¡Kirchner lo hizo!”.
El latiguillo de la “redistribución del ingreso” suena bello y altruista. Pero quienes tienen dos dedos de frente saben –muchos no se animan a decirlo– que es un latiguillo con trampa. Con trampa porque no es una ley pareja para todos. Si se habla de “ingresos extraordinarios”, ¿por qué no se incluyen los cientos de millones de Santa Cruz, o los millones que produce el juego en manos de un dilecto amigo de la pareja presidencial, por ejemplo? La lista podría extenderse a muchos renglones... También se sabe que la “redistribución” es una excusa para mantener gordita la Caja. No es dinero que se vaya a redistribuir con ecuanimidad, ni siquiera entra en los números de la coparticipación federal. Sí, en cambio, es un bisturí para disciplinar gobernadores, intendentes, legisladores, personalidades de la judicatura, piqueteros y organizaciones de derechos humanos. No disminuirá la pobreza, que en el 2008 ya supera la del 2007. Además, la distribución –que es imprescindible y que debe ser transparente– no debe cometer el pecado de dañar la producción. Distribuir sin generar nueva riqueza lleva al abismo. Es criminal.
También Kirchner –en su tarea de mirar siempre para atrás, porque no le interesa el futuro de la Nación– nos retrotrajo a los tiempos del ominoso “puerto”, el que fogoneó las guerras de la anarquía chupándose la producción del país íntegro. No nos equivoquemos: las famosas retenciones móviles van a la Aduana, que es el puerto. No es un dinero que se vaya a coparticipar a las provincias, no vigorizará el federalismo, no disminuirá la pobreza, sino que profundizará más aún las injusticias. Miremos bien: somos más unitarios que nunca, como durante las dictaduras en las que el poder central decidía el destino de gobernaciones e intendencias. ¡Kirchner lo hizo!
Ante la ausencia de políticas de Estado, la carencia de sueños y de visión estratégica, ante la arrogancia solipsista de la gestión, ante el sabotaje a la productividad y el pisoteo de las instituciones, la enorme mayoría del pueblo argentino grita ¡basta! Y este ¡basta! se lo debemos a Kirchner. “¡Qué grande sos!”
|