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Año V Nro. 356 - Uruguay, 18 de setiembre del 2009
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Ya hay candidaturas definidas para las elecciones generales del próximo 6 de diciembre. La del presidente –que busca su reelección- estaba cantada en cuanto se aprobó la nueva constitución política del Estado. El ritmo de las inscripciones de los ciudadanos en el nuevo padrón de electores –el biométrico- cumple con las expectativas de las autoridades electorales. Aparentemente, todo va sobre ruedas: los bolivianos contaremos con un nuevo gobierno producto de la voluntad ciudadana. Si esta fuera la realidad, tendríamos que estar confiados en que se cumplirá lo de “vox populi vox dei”. Generalmente se acepta que un gobierno electo es, necesariamente, democrático. Se entiende –claro que con una gran dosis de ingenuidad en ciertos casos- que el nuevo régimen cumplirá las leyes, resguardará los derechos individuales, dará las garantías que establece la ley y, al fin, promoverá el respeto, mutuo y convergente, entre la mayoría y las minorías. Lamentablemente, esto no siempre es así. Las elecciones pueden ser instrumentos para entronizar verdaderas dictaduras. Esto no es nuevo: sucedió hace más de medio siglo en Alemania e Italia. Por su parte, las desaparecidas autocracias del llamado bloque socialista, resultaron de la captura del poder por la fuerza, bajo el amparo, en Europa del Este, de las tropas soviéticas de ocupación, al término de la segunda guerra mundial, imponiendo regímenes de partido único, sin lugar a la disidencia o a la alternancia en el poder. Similares cambios por la fuerza se intentaron en América Latina. Pocos países se libraron de la violencia guerrillera. Con excepción de Cuba, las guerrillas urbanas o rurales no lograron el poder. A esto siguió la desintegración de la Unión Soviética, desorientando al extremismo. Fue entonces que los remanentes de la extrema izquierda diseñaron una nueva estrategia para la captura del poder; esta vez usando un instrumento de la democracia: las elecciones. Con moderados discursos iniciales el neopopulismo de izquierda se impuso sobre a las opciones tradicionales. Se sirvió del voto ingenuo para imponer un muy curioso socialismo del siglo XXI, inventado por Heinz Dieterich para dar contenido a la llamada “revolución bolivariana” del presidente venezolano Hugo Chávez. Ahora, bajo la órbita del chavismo, aunque persiste un candoroso afán de votar –a los bolivianos nos gusta votar-, el ambiente en Bolivia no es el más favorable. No sólo se anuncia la “decisión” de los partidarios del Movimiento al Socialismo de no permitir a la oposición que haga campaña electoral en sus bastiones, sino que, desde el inicio mismo, hordas oficialistas en la plaza Abaroa de la Paz desataron su naturaleza violenta contra quienes inscribían las candidaturas de los opositores. Por otra parte, el segundo vicepresidente del Comité pro Santa Cruz, Nicolás Ribera, ha “manifestado… la necesidad de una amnistía política irrestricta, porque, dice, no es posible que la oposición, en desventaja por los encarcelamientos y las persecuciones del Gobierno, no la exija” (Manfredo Kempff Suárez, en "Hay que exigir amnistía política", La Razón, 12.09.2009). Los comicios de diciembre, con estos antecedentes, corren el riesgo de ser la vía para entronizar la continuidad de un modelo autoritario, lo que mostrará, una vez más, que las elecciones, aunque indispensables, pueden ser distorsionadas. Así no son garantía de la democracia en un país. Quizá, en estas condiciones, nuevamente tengamos que preguntarnos: ¿para qué elecciones? © Marcelo Ostria Trigo para Informe Uruguay
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