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Año V Nro. 356 - Uruguay, 18 de setiembre del 2009
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“Si el precio del petróleo se estabiliza, creo que podremos sobrellevar la crisis con un coste limitado en términos de actividad real”. Así describía el 2 de septiembre de 2008 Olivier Blanchard, el recién nombrado responsable del departamento de investigación del Fondo Monetario Internacional (FMI), las perspectivas que se presentaban para el futuro. Pocos economistas se daban cuenta por entonces del grado de fragilidad del sistema financiero. La quiebra de Lehman Brothers sólo dos semanas después y la posterior crisis de AIG, el gigante de los seguros, convirtió la autocomplacencia en terror. El sistema financiero se sumergió en un abismo, arrastrando consigo a la economía. Un año después, ¿qué lecciones podemos extraer de estos acontecimientos? Sobre todo, que los verdaderos garantes del sistema financiero somos nosotros. Según el Informe de Estabilidad Financiera Global del FMI de abril de 2009, la ayuda total que el sistema financiero recibió de los gobiernos y los bancos centrales de EEUU, la eurozona y Reino Unido asciende a 8,955 billones de dólares (6,132 billones de euros) –1,950 billones de dólares en líquido, 2,525 billones de dólares a través de compras de activos y 4,480 billones de dólares en garantías. Estas sumas son precisas pero engañosas. La triste realidad es que los ingresos de los contribuyentes se pusieron a disposición de los acreedores del sector privado. Cuando los ministros de Finanzas y los gobernadores de los bancos centrales del grupo de los siete países más desarrollados del mundo se reunieron el pasado mes de octubre en Washington, decidieron “actuar con contundencia y usar todas las herramientas posibles para ayudar a las entidades financieras relevantes para el sistema y evitar su quiebra”. A grandes males, grandes remedios. Teniendo en cuenta la alta probabilidad que existe de que los grandes grupos financieros quiebren durante una crisis, esto equivalía a una garantía gubernamental sin plazo definido. Lo que hace que la decisión sea tan difícil es que, bajo mi opinión, también era acertada. El riesgo de que se produjera una caída en cascada de las entidades financieras era claro. Teniendo en cuenta lo sucedido tras la quiebra de Lehman, sólo un tonto habría dado pie a esa posibilidad. No somos tan insensatos. Así, la lección que se aprendió del colapso de Lehman fue precisamente la opuesta a lo que muchos habían pretendido el día de su anuncio: que todas las entidades relevantes para el sistema deben ser rescatadas en una crisis. La lección se ve reforzada por el consenso expresado el miércoles de que el rescate, respaldado por estímulos fiscales y monetarios sin precedentes, había dado resultado: el pánico ha desaparecido y la economía mundial se está recuperando. De hecho, podría exponerse que la quiebra de Lehman era necesaria. Sin ella, no había posibilidades de obtener los recursos necesarios para resolver la crisis, sobre todo por parte del Congreso de EEUU. Esto es lo que el historiador de Harvard Niall Ferguson expuso en Financial Times el martes. Es probable que esté en lo cierto. Todo ello, en resumidas cuentas, se hizo con la mejor de las intenciones. Mirando hacia atrás, dejar que cayera Lehman fue lo adecuado, ya que provocó el desastre posterior. Éste obligó al sector público a intervenir para resolver la crisis y enseñó que no se debe permitir que algo así se repita de nuevo. Si estas son las lecciones que hemos extraído, estamos cometiendo graves errores. En primer lugar, no podemos permitir que siga vigente la doctrina de que las entidades consideradas más importantes son demasiado grandes o están demasiado interconectadas como para permitir su caída en tiempos de crisis. Ninguna empresa que busque rentabilidad puede operar sin tener en cuenta los posibles riesgos de quiebra. Por tanto, el presidente Barack Obama lleva razón al apelar por “la reforma más ambiciosa del sistema financiero desde la Gran Depresión”. El comunicado de los ministros de Finanzas del G20 y de los gobernadores de los bancos centrales resume el actual plan de reformas. Es bastante sensato, dentro de sus limitaciones. No obstante, la cuestión sigue siendo si se hará lo suficiente para eliminar los actuales incentivos. Habrá que encontrar una fórmula para cerrar entidades evitando los daños a los que asistimos después del colapso de Lehman Brothers. A esto se le ha denominado “declaración de últimas voluntades”, aunque en mi opinión sería más adecuado llamarlo “eutanasia asistida”. Si esa fórmula resultara imposible de poner en práctica, estas entidades deberían estar sujetas al tipo de regulación que suele aplicarse a las empresas energéticas. En segundo lugar, el gran error potencial es recuperar la vieja doctrina, según la cual, es mejor hacer limpieza después de una crisis que tomar acciones preventivas. Aun así, cuanto más eficaz parezca el actual sistema de limpieza, más posibilidades hay de que los banqueros centrales piensen que, si han sido capaces de sobrevivir a una crisis como ésta, no será necesario aplicar cambios. Esto sería un gravísimo error, como asegura William White, ex economista jefe del Banco de Pagos Internacionales. White, uno de los pocos economistas del sector público en advertir la llegada de la crisis, defiende la idea de que la estrategia macroprudencial, que cuenta cada vez con más adeptos, no puede depender solamente de la regulación. Es prácticamente imposible que ese tipo de regulación compense los poderosos incentivos para la creación de crédito generados por las políticas de expansión monetaria. De este modo, explica White, los “ajustes preventivos” deberían sustituir a la política de “relajación preventiva”. El tercer gran error es asumir que ya estamos en la senda de una recuperación sostenida. Aunque la sensación de pánico ha desaparecido, como debía ser, dada la magnitud de las ayudas gubernamentales, no así los riesgos económicos. La recuperación ha sido posible gracias a los planes de rescate del sistema financiero y a las políticas extraordinarias en materia fiscal y monetaria, sobre todo en países con el mayor índice de apalancamiento del sector privado. Con razón, los sectores privados de estos países serán capaces de ahorrar más y de hacer frente a las deudas de los próximos años. Esto, a su vez, requiere de un importante cambio en el equilibrio entre oferta y demanda de las economías que dependen de las exportaciones. En uno de sus últimos artículos, Blanchard establecía un plan macroeconómico para después de la crisis. En su opinión, debemos volver a “establecer un equilibrio del gasto público al privado” y, en segundo lugar, “encontrar un equilibrio de la demanda total en los distintos países”. Hasta que estos dos objetivos no se cumplan, la recuperación estable no estará garantizada. Permitir la quiebra de Lehman no fue el error más grave. Lo fue permitir que la economía y el sistema financiero fueran tan vulnerables. Además, en el último año no se ha logrado recuperar la salud del sistema financiero ni de la economía. No debemos conformarnos con haber conseguido evitar lo peor. Fuente: Expansión.com y Financial Times
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