En tiempo de elecciones se pueden apreciar en toda su dimensión la amplia gama de vicios, mañas, trampas y delitos en que incurren los movimientos y las personas que aspiran a ser favorecidas por el voto de los ciudadanos. Es como si todo se valiera, desde la oferta de licor y sancocho, hasta la guerra sucia contra los rivales, desde la promesa de un incierto empleo o favor futuro hasta la presión violenta, desde la contaminación del espacio público hasta el maltrato del lenguaje en consignas y frases mal escritas.
En el universo de miles de aspirantes a un cargo de edil, concejal, diputado, alcalde o gobernador podemos encontrar todo tipo de especies, desde el varón electoral que mantiene, no se sabe bien cómo, un redil de votantes, la clientela, una buena cantidad de votos cautivos, hasta nóveles aprendices que se hacen tomar fotos descoloridas de sus rostros asustados, desde los que cuentan con una maquinaria bien aceitada hasta los culiprontos que piensan que basta con una valla y unos cuantos volantes, los hay expertos en armar trincas y hacer leguleyadas, en sonsacar al elector, hasta mamagallistas que hacen que el espectáculo concite la burla. Así es nuestra bendita democracia, llena de oportunidades y de vicios, de virtudes y defectos, tan amplia que todo cabe, tan alcahueta que hasta los pillos la merodean. Hemos elegido fogosos tribunos, auténticos líderes regionales, gamonales, caudillos, narcotraficantes, asesinos y uno que otro estadista. Hay mucha competencia, leal y desleal, con argumentos desabridos y a veces, muy pocas por cierto, con alguna profundidad. La política en Colombia cumple además el papel de servir de canal de ascenso social, pues para muchos candidatos es la oportunidad de acceder a una forma de subsistencia. No faltan los líderes desprendidos, altruistas y filantrópicos, pero también está el pillo, el oportunista, el vividor, el maquinador y por supuesto, compiten los que siempre han medrado a la sombra de los jugosos contratos estatales.
Entre todos los especímenes de aspirantes hay un género muy peculiar. Se trata de personas desconocidas, sin trayectoria alguna, sin méritos en el liderazgo popular, no sabemos de ellos lo que piensan ni lo que prometen, algunos se van abriendo camino y hasta son exitosos, balbucean, actúan, repentizan. Son los portadores de un apellido heredado de padres famosos, son los llamados delfines, los que le deben todo en su vida política al hecho de ser hijos o familiares de un grande, presidente, senador, gobernador, ministro de estado o cuando menos aspirante al solio de Bolívar. Son los delfines, los hijos de Pastrana o de López o los nietos de Rojas o los hijos de Galán o los de Lara, Leiva, Gaviria. Estos vástagos no tienen que hacer el tortuoso recorrido de otros que han salido de la base porque tienen a su favor los kilómetros de ventaja de ser descendientes de alcurnia, nacieron con la ropa puesta, como en la época feudal ocurría con la nobleza. Ser hijo, nieto o hermano o cónyuge de alguien importante, y sobre todo si ese personaje fue un mártir, un asesinado por la mafia o por la guerrilla o los paras, mucho mejor, hijo de tigre nace pintado. Ellos asumen la misión de recoger el legado de sus antepasados y fundan anacrónicas dinastías en tiempos de democracia. Hasta los comunistas, que se suponen enemigos de estas prácticas antiquísimas de las clases dominantes, incurren en ellas, designan a sus hermanos o hijos como sucesores (caso cubano y coreano del norte) y en otros casos los herederos de los dirigentes muertos o asesinados, se lanzan a la arena para recoger las herencia como si los apellidos fuesen palas.
Alguien tiene que gobernar, alguien ha de ser elegido, esa es la lógica que se aplica en la publicidad que nos invita a participar y debería ser la razón para que los ciudadanos de a pie nos volcáramos a las urnas después de un dispendioso ejercicio de selección que impida el triunfo de los aparecidos, de los oportunistas, de los vástagos y de los vividores que mal utilizan los espacios de la democracia. Derrotar estos vicios es una tarea de dimensiones utópicas, expedir nuevas leyes es inútil, lo que debe hacerse entonces es intensificar y mejorar la educación política y cívica de los ciudadanos desde la escuela hasta la universidad para que aprendamos que la democracia es un sistema que hay que cuidar día a día, al que debemos vacunar constantemente como se vacunan los organismos vivientes contra los virus que nunca se acaban, que se transforman y que atacan en todo momento. Ciudadanos educados son la base de una mejor democracia y de certámenes electorales más edificantes.
Medellín, octubre 15 de 2007
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