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Bolivia: Democracia, pero sin disidencia
por Fernando Molina
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Los pueblos americanos recién liberados del gobierno español tradujeron sus ansias de modernización en un avanzado diseño político, que no coincidía con la realidad socioeconómica que vivían. Se inauguró así lo que Octavio Paz llamaría una “mentira colectiva”. Cierta inercia ideológica llevaba a las élites de entonces a proclamar la democracia careciendo, simultáneamente, de la base ideológica de esta consigna, esto es, la creencia republicana en que todos los miembros del grupo dominante poseían el derecho de gobernar. Así aprobaron constituciones –en Bolivia una por cada gobierno de cierto peso– que ni siquiera sus autores esperaban cumplir.
Esta “mentira colectiva” se repitió en otros momentos ulteriores de nuestra historia, incluso cuando la citada carencia ya había sido superada. Aceptada la igualdad política de los ciudadanos, puestas en marcha las instituciones del pluralismo democrático, se supuso aún, pese a todo, que el deber de cada gobierno consistía en concentrar el poder e imponer su hegemonía de forma incontestable. Tenían que ser “gobiernos fuertes”, apabullantes, radicales, sin tomar en cuenta que la democracia es por esencia contraria a este tipo de gobiernos: que ha nacido para limitarlos.
Esta contradicción tiene causas económicas e históricas. Hay dos muy importantes. La primera es la necesidad, permanente en Bolivia, de “cambiar todo”, que se explica porque hasta ahora, en efecto, nada ha funcionado (ni siquiera la estrategia de cambiar todo constantemente). La segunda es la desgana o la imposibilidad objetiva de salirse del marco democrático para realizar experimentos sociales más audaces y directos.
Como resultado hemos tenido poderes “revolucionarios” envueltos en papeletas electorales, regímenes híbridos no del todo democráticos ni del todo contrarios a la democracia. En ellos no es raro que se produzcan casos de represión selectiva en contra de los opositores, justamente como los que en este momento se están produciendo en Bolivia.
Evo Morales ha maltratado en una rueda de prensa al reportero del periódico que intentó vincular a su Ministro de la Presidencia y a él mismo con un caso de contrabando. Un gesto que no es ni aislado ni casual. Debe observarse como parte del intento gubernamental de reunir en sí mismo, además de los poderes ejecutivos que le corresponden, los legislativos, que emplea aprobando decretos supremos contrarios a las leyes, y ahora también los judiciales, en virtud de los cuales ha decidido que varios opositores involucrados en las protestas en contra suya son culpables de diversos delitos (el caso más señalado es el del prefecto de Pando, Leopoldo Fernández, acusado de masacrar a una decena de campesinos).
Luego de declararlos culpables a priori, el gobierno está actuando en contra de ellos sin autorización judicial, encarcelándolos, destruyendo su honra por medio del aparato propagandístico oficial y, en general, violando sus derechos a un debido proceso, a la objetividad estatal, a la presunción de inocencia, etc.
Esto prueba que los factores que caracterizan a la democracia como un sistema para debilitar el poder y evitar así los daños asociados a éste, tales como la libertad de expresarse sin temer represalias del poder, el derecho del peor criminal a ser escuchado por tribunales previamente conformados y de acuerdo a reglas establecidas de manera general, la separación de poderes, todos estos fundamentos de la civilización basada en el Derecho, simplemente no le agradan al presidente boliviano y a su séquito.
A ellos les gusta la otra cara de la democracia: la que vota por ellos, los aplaude y, sobre todo, delega el poder en sus manos. Prefieren una democracia mutilada de la mitad de sus fundamentos, que discurra sin disidencia y sin reglas.
Al final del día, una democracia en riesgo continuo de volverse otra cosa.
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