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Esa viscosa pasta ética
que todo lo echa a perder
por Fernando Pintos
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En los años 70, uno de los más brillantes intelectuales que ha producido Venezuela en el transcurso del siglo XX, Carlos Rangel, publicó un libro extraordinario que, por su profundidad conceptual y sus indiscutibles aciertos, estaba llamado a convertirse en una de esas obras perdurables que, una vez pasado tiempo suficiente, se convierten en clásicos ineludibles: «Del buen salvaje al buen revolucionario». La primera versión que llegó a mis manos, había sido publicada en Argentina por Monte Ávila Editores, en el año de 1977. Un prólogo, de nada menos que Jean- François Revel. Una perfecta introducción («Española y no latina»). Once capítulos que no tenían y siguen sin tener desperdicio. Una obra maestra. Y para colmo, una tremenda revulsión entre todos los intelectuales latinoamericanos, especialmente aquellos de ideología izquierdista.
Y no era para menos. Aunque por entonces faltaban apenas doce años para el derrumbe estrepitoso del Muro de Berlín, tamaño acontecimiento parecía estar ubicado a más de un centenar de años luz. Es decir que… la Guerra Fría parecía estar en su apogeo. El imperialismo comunista asemejaba una especie de oleaje, tan mortal como incontenible e incontrolable. Occidente parecía retroceder en todos los frentes, víctima de una decadencia que Jean Lartéguy había fustigado sin clemencia en la última obra de su famosa trilogía sobre la guerra: «Los pretorianos». En América Latina, ese dócil cipayo de la expansión soviética que siempre fue Fidel Castro promovía la revolución por todas partes, pues apenas había pasado una década desde la muerte del Ché Guevara en localidad boliviana de La Higuera. Para ese entonces, la izquierda latinoamericana se las había arreglado para provocar golpes militares en Chile y Uruguay. Guatemala estaba en jaque y se acercaba el triunfo sandinista en Nicaragua. En la Casa Blanca gobernaba un monigote llamado Jimmy Carter, que en apenas un par de años entregaría Irán en las manos del fundamentalismo islámico. Y la presión de los izquierdistas se hacía sentir en casi todas partes. Aquellos últimos años de la década de 1970 parecían preludiar la cercanía de un colapso para el Mundo Libre. Por entonces, ¡todavía peor que ahora!, ser abiertamente anticomunista constituía una especie de pecado mortal. Combatir al marxismo en el campo de las idea, equivalía a una extraña forma de cuarentena intelectual. Algo así como sería, hoy en día, manifestarse «políticamente incorrecto» o plantar cara a los fariseos que mercan con una tortuosa y envilecida interpretación de los derechos humanos… Diferentes épocas, pero métodos muy similares. Como es bien sabido, la mugre siempre anda junta: del brazo y por la calle.
Siempre que surge la oportunidad, recomiendo la lectura de «Del buen salvaje al buen revolucionario». Para cualquiera que tenga siquiera dos dedos de frente y un mínimo de claridad mental, acceder a ese libro de Rangel se resume en una experiencia tan estimulante como esclarecedora. Con cerca de 400 páginas, ese libro arrancó de cuajo casi todos los disfraces de la izquierda latinoamericana, desnudó sus variadas mitomanías, dejó en evidencia su interminable cortejo de falsedades perversas, puso en tela de juicio todos sus oxidados axiomas ideológicos… Y retrató, de cuerpo entero, a ese personaje ambiguo que es el habitante de este desdichado subcontinente: el latinoamericano. En 1977, cuando se publicó por primera vez el libro, faltaban todavía diez años para que aquel formidable novelista que fue James H. Michener diera su drástica y escandalosa opinión acerca de Latinoamérica y los latinoamericanos. Y fue precisamente por ese bache temporal, pienso, que Rangel no la incluyó en «Del buen salvaje al buen revolucionario». La otra razón pudo haber sido que, cuando se publicó la declaración de Michener, en los últimos meses de 1987, faltaba muy poco tiempo para que Rangel se quitara la descerrajándose un balazo, hecho que aconteció en enero de 1989. Como yo no tengo ninguna limitación al respecto, y como aprecio enormemente a los dos autores mencionados, traeré a colación lo declarado por Michener.
Quien no haya leído a James A. Michener, se ha perdido, de manera imperdonable a quien fue, junto con el finlandés Mika Waltari, uno de los mejores autores en el terreno de la novela histórica. Las obras de Michener solían combinar, con maestría difícil de igualar, una amenidad superlativa y una complejidad torrencial. Y casi siempre estaban enfocadas en el desarrollo histórico de un país o una región. Sobre España, escribió «Iberia». Estados Unidos inspiró «Bahía de Chesapeake», «La gran saga del Colorado» y «Texas». Acerca de Sudáfrica fue «La alianza». Afganistán fue el epicentro de «Caravanas». Y sobre la patria del Papa Juan Pablo II, escribió «Polonia». Visto lo cual, hacia finales de 1987, a alguien se le ocurrió preguntar a Michener por qué razón no se imponía la tarea de escribir una de sus monumentales novelas históricas sobre América Latina. Entonces, él contestó: «…Porque es un subcontinente de segunda, habitado por gente de tercera». Si se tiene en cuenta la clase de gobiernos que han aterrizado en este subcontinente, por estricta voluntad popular, durante la última docena de años; y si se hace un estricto recuento de todo lo actuado —y obviamente muy mal hecho— durante el mismo lapso, en los campos de la economía y las finanzas, será necesario concordar con Michener sin la mínima vacilación. Porque no sólo «algo», sino más bien casi todo, huele intensamente a podrido. Y no es precisamente en Dinamarca, sino de este lado del Río Bravo.
Pobre Carlos Rangel. Si en algo erró su brillante libro, ello fue su ferviente entusiasmo por la vocación democrática de su país, Venezuela. Para Rangel, Venezuela se constituía en un modelo de democracia progresista a nivel latinoamericano, panorama que, a su entender, permitía prever un futuro muy prometedor. En ningún momento imaginaba Rangel, al escribir aquello, que en pocos años su Venezuela democrática, occidental, moderna, próspera y enfilada hacia un futuro de prosperidad, iba a caer en las garras de una semi-tiranía, mixtura surrealista entre lo comunistoide, lo fascistoide y lo populistoide, encabezada por un personaje tan grotesco, detestable y maléfico como Hugo Chávez. Y mucho menos hubiera imaginado, el gran pensador, que pasados diez años del gobierno esquizoide de tamaño personaje, los venezolanos concurrirían a las urnas para traicionar a la democracia y allanar el camino del pequeño sátrapa para una reelección indefinida. Creo que si Rangel por uno de esos milagros resucita y se topa de buenas a primeras con tamaña realidad, no duda en devolverse a la tumba con un segundo balazo.
Pocos años atrás, en 1996, tres intelectuales de alto calibre, escribieron un libro magnífico, que partió de algunas premisas trazadas por Rangel en «Del buen salvaje al buen revolucionario». Me refiero a Carlos Alberto Montaner, Álvaro Vargas Llosa y Plinio Apuleyo Mendoza, autores de «Manual del perfecto idiota latinoamericano». Once años después, en 2007, se vieron obligados a publicar una secuela, a la cual titularon «El regreso del idiota», con un extenso capítulo dedicado a Hugo Chávez. Y todo esto viene al caso porque, como bien se sabe, Montaner es un brillante columnista de opinión, y en los primeros días de noviembre de 2006, publicó un artículo donde comentaba el ascenso de la izquierda troglodita latinoamericana a través de las urnas. Ese artículo, tenía un título casi perfecto: «La viscosa pasta ética de los electores latinoamericanos». Montaner explicaba que tales personajes no eran, a fin de cuentas, víctimas de una clase dirigente corrupta, sino de su propia tolerancia con quienes violan las leyes y rompen las normas… Y a la luz de este último pronunciamiento electoral en Venezuela, es necesario concordar con Montaner. En absoluto de acuerdo: es una pasta viscosa, corrupta, mugrienta e insoportablemente hedionda.
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