Indiferencia Triunfante
por Eduardo García Gaspar
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Incluso en las mentes de quienes creen en las bondades y ventajas de la propiedad privada de las empresas existen ideas confusas, vestidas de ropajes engañosos, que llevan a tratos injustos en las participaciones humanas de las empresas.
Estos son conceptos que con loables y meritorias intenciones, usan frases como "derecho al uso común de la propiedad", "justa remuneración del trabajo", "planificación adecuada y global del trabajo" y la más conocida de todas, "justicia social".
Cuesta mucho criticar esas posturas, primero, porque es tarea ardua intentar demostrar como equivocado algo que usa palabras tan positivas y, segundo, porque algunas de ellas provienen o son apoyadas por fuentes muy dignas de respeto. Pero en conciencia no es posible aceptar lo que no se cree exacto ni conveniente.
Aún con el riesgo de parecer insensible, es deber exponer las debilidades de razonamientos que a pesar de su dulce apariencia conducen a males grandes y son la razón misma de las condiciones que atacan.
Los que aportan son iguales
Las empresas son un conjunto de aportaciones humanas y que aunque en ellas existan bienes y recursos materiales y físicos, como materia prima, máquinas y escritorios, también todas éstas representan aportaciones humanas que son simplemente de otro tipo, pero siguen siendo humanas. Concluyamos, por tanto, que si todas las personas son dignas y merecen tratos justos y tienen iguales derechos, todas las aportaciones a la empresa merecen ese tipo de trato; ni el obrero, ni el empleado, ni el emprendedor, ni el inversionista tienen derechos desiguales. Todos tienen los mismos derechos. Entonces, alguno pensará que, si eso es cierto, toda aportación a la empresa deberá recibir exactamente la misma retribución.
Pero en la realidad eso no sucede, no todas las aportaciones reciben igual pago. El responsable de la contabilidad no tiene el mismo ingreso que el jefe de almacén, ni que el mozo que limpia los pisos de las oficinas. Los accionistas a veces reparten dividendos, pero los intereses de los préstamos siempre se deben pagar a las tasas convenidas. En realidad ninguno tiene igualdad de ingresos, lo que no significa que sufran desigualdad de derechos.
Si alguien quisiera interpretar la igualdad de derechos como igualdad de ingresos, tendría dos opciones para hacerlo. Una de ellas es la de decir que cada tipo de aportación debe recibir una retribución igual. Sucederá, entonces, que la empresa paga, digamos, cien monedas a las aportaciones de trabajo, cien monedas a las aportaciones de capital, cien monedas a las aportaciones de administración y cien monedas a las aportaciones de diseño e invención. ¿Será ésa una situación de igualdad exacta de retribución y hará sentir satisfecho al que la decretó?
Desde luego que no, pues resulta que hay cincuenta trabajadores y cada uno de ellos recibirá dos monedas. Cada uno de los diez administradores recibirá diez monedas. De los veinte accionistas cada uno recibirá cinco monedas. Y los dos inventores recibirán cada uno cincuenta monedas. Resulta que cada uno de los diferentes tipos de aportación fue pagado exactamente igual, pero en un nivel individual recibieron pagos muy diferentes.
La otra opción es pagar a cada persona exactamente la misma cantidad, la que sea, pero igual a cada uno de los individuos que laboran en la empresa; una moneda para cada persona que hizo una aportación, la que sea. ¿Podrán recibir todos los hombres y mujeres exactamente el mismo pago por su contribución, de manera que el director de la empresa gane lo mismo que el encargado de limpieza, el inventor y el accionista?
La realidad niega esta posibilidad todos los días en las empresas que tienen miles de empleados y decenas de miles de accionistas, en las empresas que tienen un dueño y centenares de obreros, en las empresas donde los trabajadores son los dueños, en las empresas que contratan genios e inventores para mejorar sus productos. Lo que esa realidad reconoce es el intercambio voluntario, por el que alguien paga más por eso que considera más valioso y menos por lo que considera con menor valor. No existe manera de evitar eso pues lo que se persigue es crear satisfactores que sean atractivos a los demás lo que no es posible cuando se niega la espontaneidad de los intercambios.
¿Merece ser retribuido de igual manera y en igual monto quien aporta más que quien aporta menos? De hacerlo, se cometerá una injusticia, pues daremos privilegios a quien no los merece y, en la realidad, dejaremos de mover a las personas a mejorar. Somos de carne y hueso y, si tiene igual ingreso el portero que el responsable de la publicidad de la empresa, veremos que las personas se moverán a esas posiciones en las que se obtiene lo mismo por menos. Veremos a esa empresa llena de personas que no desean ni tienen motivos para esforzarse y huir de ella a quienes tienen inquietudes de mejorar y hacer aportaciones. Este es nuestro mundo, que así fue hecho y para dominarlo tenemos que acatar sus leyes.
Remuneración justa, ¿qué es?
La idea de la remuneración justa del trabajo es otra de las que tanta angustia produce. Por un lado, está llena de amor y de buenos deseos, además de ser algunos de sus proponentes personas admirables. Pero, son tantas las dificultades que ella posee que puede ser dañina en extremo, simplemente porque contiene esa fatal combinación de buenas intenciones y terribles consecuencias.
Se dice que una remuneración justa del trabajo es ésa que permitiría la digna existencia de una familia con el ingreso del padre de esa familia. ¿Qué puede hacerse sino admirar y luchar porque eso sea una realidad? Sin embargo, ¿qué es una existencia digna? No lo sabemos con la precisión necesaria para tomar una decisión exacta y decir que el trabajador debe ganar una cierta cantidad precisa en pesos y centavos. ¿Qué tipo de comida es la digna? ¿Qué tipo de casa, de muebles, de número de habitaciones, de número de vestidos y camisas? ¿Con qué frecuencia y qué tipo de diversiones deben tenerse para llevar una existencia digna? ¿Cuántos años de estudio deben tener los hijos para que ellos sean dignos? No hay posibilidades de una respuesta razonable que pueda ser llevada a una decisión práctica exacta.
La cuestión se complica, además, en los intercambios voluntarios. ¿Debe ser aplicado ese ingreso mínimo y digno a todos, incluyendo a los accionistas, a los inventores y a los trabajadores? Sería discriminatorio tratar en este sentido a todos por igual, pues no habría justicia en los intercambios y con ellos las partes acabarían al final peor que antes. Habría que obligar a las personas a celebrar intercambios que no quisieran hacer.
Es imposible que pueda lograrse, por obligación, esa compensación digna basada en las necesidades de la familia. ¿Ganaría más quien más hijos tuviera a pesar de realizar aportaciones de menos valor para los demás? Y si eso sucediera, ¿no terminaríamos promoviendo artificialmente la creación de familias con demasiados hijos, pues con cada nuevo hijo el sueldo aumentaría y no con cada nuevo y mejor trabajo?
Al alterar la espontaneidad de la sociedad estaríamos produciendo efectos imprevisibles, como quizá la inesperada explosión de la población por poner un incentivo de ingreso a las familias en cuanto a su número de hijos y, quizá, a la larga el también imprevisto uso de anticonceptivos entre las familias cuyos jefes de familia sean los preferidos para ser empleados por causa de su pequeño número de hijos. No sabemos los efectos concretos imprevistos que se tendrán, pero sí podemos estar seguros de que los habrá porque estamos entrando a manipular una o más de las variables. Espontáneamente, las personas intercambian basadas en el valor percibido de los bienes y satisfactores, pero si las reglas cambian y se les obliga a intercambiar de manera forzada sobre otra base, se violará el Equilibrio del Poder, con todo lo que ello significa.
El problema de los ingresos bajos
La causa esencial por la que la idea del ingreso digno ha sido propuesta es la de constatar que efectivamente existen aportaciones a la empresa que significan salarios pequeños. Es ése un problema, un serio problema que debemos tratar de resolver, pero por las vías adecuadas que realmente lleven a la solución de fondo y no por caminos que causen peores problemas que aquél que pretenden solucionar.
La causa de los bajos ingresos no es otra que la percepción de un valor bajo de ese trabajo y que no hay otra manera de solucionarlo que acumular capital para aumentar la productividad y preparar a las personas a trabajar en las condiciones que demanda esa mejor productividad. No es nuevo esto, pues lleva siglos de haber sido dicho (Chafuén, Alejandro, Christians for Freedom, Ignatius Press, San Francisco, 1986, chapter 9, Wages, pp. 123-129).
La productividad y la división del trabajo puede hacer una gran diferencia en los ingresos de las personas. Si una persona puede hacer veinte alfileres en un día y diez pueden hacer mil, podrá verse la diferencia en ingresos que eso significa. Todo porque hubo división de trabajo, especialización y capital para tener máquinas y procesos (Smith Adam, The Wealth of Nations, Oxford University Press, 1993, K. Sutherland (editor), pp. 11-15).
No existe una solución al problema de la justicia en la remuneración del trabajo, pues ella no es otra cosa que el resultado de un proceso en el que nadie tiene una responsabilidad global, ni existen labores de distribución de ingreso. Tan solo existen intercambios, millones de intercambios, equilibrados en su poder, sin nadie que los domine y a quien pueda culparse de algo malo, ni tomar el mérito de lo bueno. El valor de lo ofrecido es lo que rige, es decir, la variable es el poder de los bienes para elevar la felicidad de las personas (Skousen, Mark y Taylor, Kenna C. Puzzles and Paradoxes in Economics, Edward Elgar Publishing, 1997, chapter 17 Are teachers underpaid? pp 84-89).
Pero sí existe una solución al problema de los ingresos bajos y de la pobreza, que es la promoción de las aportaciones humanas a la empresa, especialmente ésas que permiten elevar la productividad. Es la promoción y fomento del ahorro, de la acumulación de capital y de las invenciones, porque en ellas radica la clave del remedio a lo que a todos nos lastima y preocupa, que es la miseria.
Determinar el precio de los trabajos humanos siguiendo los mismos mecanismos que determinan los precios de satisfactores materiales, no significa que el hombre en su totalidad es tratado igual que los satisfactores materiales. Tan solo significa que las contribuciones de quienes reciben bajos ingresos son pequeñas y escasas, por lo que los esfuerzos deben dedicarse a hacer que el valor de lo que ofrecen ellos sea mayor. Este es el mecanismo que permite que la persona pueda desarrollarse y que con este desarrollo ella crezca en valor para ella misma y también para los demás (Mill John Stuart, Sobre la Libertad, Sarpe, Madrid, 1984, p. 103).
Un problema de entendimiento
Si suena terrible para algunos la frase de acumulación de capital, es tan sólo por un desafortunado contagio de ideas que aunque erróneas se han mantenido por contener elementos emocionales. No tiene sentido afirmar que la ley de la gravedad universal es inmoral y también carece de sentido creer que es inmoral que lo muy ofrecido o lo de escaso valor tiene precios bajos. Nuestro universo está construido de esa manera y como no se puede legislar en contra de los fenómenos físicos, tampoco puede legislarse en contra de las leyes económicas. Estas leyes económicas son limitaciones a las posibilidades de conducta humana y con ellas debemos trabajar.
Más aún, si lo vemos en su total dimensión, no es el dueño quien paga los salarios a los trabajadores, ni los sueldos a los empleados. El que los paga es el cliente, el consumidor, que bien puede dejar de comprar lo que ellos producen si es que no le satisface. Eso significa que el cliente está diciendo que lo que esas personas hicieron no tiene valor para él.
Desde la mayor de las empresas hasta el más pequeño de los negocios, todos están sujetos a las preferencias de las personas que en conjunto son las que determinan la sobrevivencia de los fabricantes; los fondos que llegan a las empresas son muestran reales de la preferencia de quienes adquieren esos bienes y de allí sale el dinero que se paga a obreros, empleados, proveedores, accionistas. Cuando el cliente deja de preferir esos bienes está diciendo que ya no le son útiles los recursos destinados a su producción.
Es el cliente quien hace esforzarse a la empresa a ofrecer los mejores bienes a los mejores precios y sobre esto es que la empresa realiza los intercambios más beneficiosos para ese objetivo. Y los clientes somos todos, dispuestos a intercambiar eso que mejor nos parece, lo que más valor tiene, con lo que le ponemos precio a las aportaciones humanas a la empresa, sin que exista un único responsable capaz de ser señalado como el culpable de los salarios bajos de alguna persona. Pero los clientes somos también los que trabajamos para producir lo que otros compran y nos sujetamos a sus deseos y necesidades.
Emociones, puras emociones
De todos los conceptos que acarrean fuertes cargas emocionales, ninguno es tan poderoso como el de la justicia social, tan lleno de buenas intenciones y de tan terribles con secuencias (Nishiyama, C. y Leube, K.R., editores, The Essence of Hayek, Hoover Institute Press, Stanford University, 1984, chapter 5 Social or distributive justice, pp 62- 78).
La justicia, por principio de cuentas, no es una idea aplicable a procesos en los que no existe un responsable claro y determinado. ¿Son responsables de la pérdida de trabajos los enfermos que acuden a mejores remedios y dejan de comprar las medicinas atrasadas? ¿Es responsable de la falta de comida de una familia de un obrero ése que prefiere a otro obrero por su mayor puntualidad? No hay posibilidad de culpar a nadie con precisión porque una acción como la adquisición de una lata de alimentos fue parte de una baja de ventas que obligó al cierre de una empresa.
Además, la justicia social puede producir efectos colaterales negativos al interferir en el funcionamiento espontáneo de la sociedad. Tal vez pueda ocasionar en las personas una cierta proporción de descuido de sus actividades caritativas porque piensan que es ahora el gobierno quien las debe realizar; quizá basado en la justicia social el gobierno eleve los impuestos, con lo que dejará menos recursos en manos de los particulares y los use en obras sociales algún criterio que altere demanda de cemento, por ejemplo, y haga más cara la construcción de casas.
Lo que la justicia social hace, sin duda, es incorporar un elemento de obligatoriedad en las actividades de solidaridad entre los individuos. Ya que el gobierno es la única institución social con poder de coerción, es obvio que sólo el gobierno puede realizar esa justicia social y la realiza limitando la libertad de las personas, lo que significa el desequilibrio del poder: el gobierno entra a hacer más de lo que es su función, entra a obligar a los ciudadanos a hacer caridad. Esto desgasta la moral y la responsabilidad individual.
En lo profundo de la mente
Pasemos ahora a otro tema. Quizá parezca extraño comenzar a hablar de los valores que sostenemos. Es la acción humana la que hace posible a la sociedad y su gobierno, y las guías bajo las que actúa esa acción humana son la última causa del bienestar general y sus dos componentes, el bien común y la felicidad personal. Esas guías son nuestras ideas, nuestra manera de entender al mundo, nuestros valores y normas. Es decir, se trata de reconocer abiertamente que las ideas, las nociones y los valores que tenemos producen un impacto en nuestra sociedad.
Por ejemplo, cuando una sociedad da gran valor a la innovación y al cambio o las mejoras, ella progresará más que una sociedad que por el contrario da gran valor a la tradición y a la estabilidad, y que no tiene inclinación por lo nuevo. Si todo lo demás es constante, sucederá eso precisamente, una sociedad se estancará y la otra progresará, todo por esa actitud diferente ante el cambio. Es así, con ese punto de vista, que debemos interpretar lo que se ve a continuación (Harrison L.E., Underdevelopment is a State of Mind: the latinamerican case, Madison Books, 1985).
Avanza más esa sociedad en la que se tiene capacidad y gusto por la crítica, en la que se gusta de la aventura y de la exploración de lo desconocido. En esa sociedad, por definición, existe ese descontento con la situación presente que motiva a las mejoras y los adelantos. Es esa pasión que se da en las naciones cuyos hombres y mujeres nos han dado los grandes descubrimientos (Boorstin, Daniel J., The Discoverers, Random House, 1983).
Es la idea de que a esa actitud frente al cambio genera logros y adelantos, pues en ella existe la idea de que los hombres y mujeres tenemos control sobre nuestras vidas. Es la obsesión por la autocrítica, en oposición a otras regiones inclinadas a posiciones estáticas (Roberts J. M., The Triumph of the West, Little, Brown and Company, 1985, pp. 72 y 286).
Se ha hablado mucho del gran valor que dan a la sociedad los millones de pequeñas contribuciones al bienestar que dan a diario sus miembros. Se impedirán esas contribuciones en las sociedades en las que la crítica sea anulada, donde la tradición sea lo más importante y se impida el cambio, pues allí el individuo rinde menos de lo que su capacidad puede dar y, como consecuencia, toda la sociedad es lastimada por omisión.
Nunca o muy difícilmente se dará cuenta de lo que pierde, de lo que pudo disfrutar y no tiene. No tanto las grandes innovaciones y asombrosos descubrimientos, que los hay, pero son infrecuentes; sino los millones de pequeñas contribuciones diarias al bienestar de la sociedad, como la de ése de nosotros que abra un pequeño comercio de pan en una zona donde no existen ese tipo de tiendas y así haga que el costo del pan se abarate para los vecinos que ya no tendrán que ir a otra área. Con una actitud positiva al cambio, dentro de la libertad, tendremos a millones de personas buscando oportunidades de mejorar algo, de innovar, de cambiar. Imaginemos lo que eso puede lograr, cosas que ahora nos parecen increíbles.
Curioso es que esas contribuciones individuales tengan un origen negativo. Su causa es el descontento, la falta de satisfacción. Si en la sociedad predominara la idea de que todo está bien, nada en ella mejoraría, pues no tiene caso cambiar lo que se considera inmejorable. Pero, sucede que el descontento y la insatisfacción con la situación presente son los gatillos que mueven la iniciativa de las personas y, si eso sucede donde el cambio es bienvenido, el resultado será progreso y bienestar.
Pero la iniciativa personal y las contribuciones al bienestar tienen también un origen positivo. Un supuesto necesario de la capacidad de hacer contribuciones individuales es el pensar que sí se tiene esa capacidad personal para hacerlas, es decir, el creer que uno tiene poder para cambiar las cosas. Es lo contrario a la resignación y a la conformidad. Donde ellas predominen, allí no se progresará, pues las personas se sentirán incapaces de lograr cambios.
Esa pasión por el cambio, como rasgo cultural es resultado de actitudes de inconformidad y de confianza personal. Si cualquiera de esos dos elementos desapareciera, el progreso se haría muy difícil. La situación de absoluta conformidad con lo que existe, lleva a la inacción. También a ella conduce la falta de confianza en la capacidad personal. Lo que hace el Equilibrio del Poder es dar una situación propicia a esa mentalidad, quitando obstáculos a su paso y dándole incentivos, para que ella florezca. Por el contrario, donde las personas piensen que la autoridad es la fuente de su bienestar, ellas no querrán hacer otra cosa que obedecer al gobernante los más ridículos ordenamientos y el resultado será miseria y pobreza (Lane, Rose W., The Discovery of Freedom, Laissez Faire Books, 1984, p. 70).
El progreso viene de la cultura
La tesis que se trata de mostrar es que el progreso es más probable donde existen ciertos rasgos culturales: ciertas ideas predominantes en la sociedad, como la actitud positiva ante el cambio y lo nuevo son más propicias que otras para el logro del bienestar general. Los siguientes son algunos ejemplos de rasgos culturales que pueden entorpecer el logro del bienestar general
Cuando el nepotismo, la influencia personal y la amistad servil son vistos como las razones del éxito individual, allí no habrá tanto progreso, como donde suceda lo contrario. Habrá más avances donde se piense que la razón de los logros personales es el esfuerzo y el trabajo individual.
No es sujeto de mucho progreso ese lugar en el que las amistades superan y perdonan las más graves faltas a la moral, donde los criminales que tienen los contactos adecuados permanecen sin castigos y donde la capacidad personal es llevada a idear formas nuevas de servilismo. También, será de poco progreso esa sociedad en la que se glorifiquen demasiado las hazañas y los logros del pasado. Donde eso suceda, por lógica, el futuro será desatendido cuando ése es el lugar en el que viviremos necesariamente, nosotros y nuestros hijos. Progresará más la sociedad que dedique más tiempo a pensar en el futuro.
La sociedad en la que la vida sea entendida como el resultado de fuerzas desconocidas y caprichosas, producto de fuerzas sobrenaturales e incomprensibles, tendrá poca probabilidad de avance. Se trata de supersticiones y de creencias en el extremo poder de algunos, que son los responsables de la conducción de la sociedad. Esta actitud, desde luego, crea vacíos de poder que son tomados o asignados a personas e instituciones y que desequilibran ese poder. Donde así se piensa, el ciudadano deja su vida y su destino en manos de otros, a quienes no entiende. Es claro que progresará más la sociedad en la que los ciudadanos entiendan el funcionamiento del mundo y comprendan que son ellos capaces de cambiar su vida personal.
El egoísmo destructivo que basa el beneficio personal en el daño a otros, el orgullo personal que hace ver a otros con menos derechos, el desdén por el trabajo manual y sus méritos, la apatía personal, la ausencia de civismo que ignora el buen trato a terceros y otros rasgos son ideas que al predominar ponen frenos al logro del bienestar general. También, el fatalismo que lleva a la renuncia de la responsabilidad personal, las estructuras sociales jerárquicas inamovibles que producen inacción y todo aquello que produce vacíos de poder por causa de la manera de pensar.
Creación de vacíos de poder
Algunos de esos rasgos culturales tienen un común denominador, que es el impedir las contribuciones de los ciudadanos que así dejan a otros el poder que ellos deberían ejercer. Por ejemplo, el machismo pone obstáculos a las contribuciones posibles de millones de mujeres. El paternalismo impide eso mismo por tratar a hombres como niños. El servilismo impide las contribuciones del servil. El mismo efecto tienen la apatía, la creencia en la suerte caprichosa, la falta de fe en sí mismo. Todos estos son rasgos culturales, terribles por ser eso, culturales, pues se imponen sobre la persona sin que ella los perciba, como la más grave enfermedad que carcome al individuo y le impide ser fuente de contribuciones a su propia felicidad y a la de los demás.
Rasgos como estos crean vacíos de poder que son aprovechados por otros. La ausencia de civismo crea situaciones anárquicas que son aprovechadas por unos para ejercer dominio sobre otros. Cada una de esas actitudes, de alguna manera, provoca concentración de poder en el gobierno. Son, por tanto, actitudes contrarias al arreglo social basado en el Equilibrio del Poder. Donde ellas predominen habrá poco progreso debido a que ellas impiden las contribuciones personales.
El mayor de los rasgos culturales que ayudan al progreso es el respeto de los principios éticos. La sociedad en la que se cumplan y respeten esos sencillos preceptos del respeto a la vida y posesiones de las personas individuales gozará de mucho mayor bienestar que ésa en la que sean tolerados el robo, el secuestro, el asesinato, el fraude, la mentira y la legalidad en general.
Y es que el respeto a esos sencillos preceptos produce confianza y tranquilidad en el ciudadano, lo que es condición necesaria para realizar sus habilidades. ¿Acaso alguno de nosotros querría vivir con su familia en una sociedad de mentirosos, de asesinos, o de ladrones? ¿Podrían florecer las virtudes de la caridad, la amabilidad y la benevolencia allí donde no puede confiarse en la palabra ni en la intención de las personas? Esas pocas y sencillas reglas que nos hablan de respetar a los demás contienen el secreto de una sociedad que puede dar a sus miembros un mayor bienestar en este mundo. Veamos con recelo a esas sociedades en las que se encubren y toleran las violaciones a esos preceptos, pues nuestra vida allí será menos buena de lo que pudiera serlo.
Personal versus social
Entremos ahora al problema de un correcto entendimiento de lo que llamamos egoísmo, pues un rasgo cultural que conduce a grandes errores está fincado en la falta de precisión en el significado de ese término y, por esta causa, es que con frecuencia vemos fracasar proyectos que son llamados de beneficio social. Usamos mal estos términos de fines sociales y objetivos individuales; no hemos sido lo suficientemente sutiles como para entender esos términos.
Recordemos que la felicidad personal incluye aspectos y dimensiones que de ninguna manera están opuestos a las reglas morales, ni a las virtudes. En esa felicidad personal se dan altas satisfacciones por el cumplimiento de deberes y la realización de buenas obras. Más aún, en esa felicidad habrá efectos negativos cuando esas reglas no sean respetadas, como el caso del ladrón que es privado de su libertad, o de quien al no cumplir un contrato se ve obligado a cubrir una indemnización. Por tanto, en esa definición de felicidad personal no se da cabida esencial a acciones que produzcan un daño en los demás, ni en uno mismo.
Se dirá que en la realidad diaria enfrentamos a diferentes personas y que cada una tiene una felicidad personal y que en algunas de ellas puede haber conductas no ideales, e incluso dañinas a otros. Desde luego sucederá eso, pues no vivimos en un mundo perfecto. En esa felicidad, para muchos, existirán loables sentimientos y satisfacciones al hacerlos realidad, como visitar a los enfermos, atender a los padres, educar a los hijos a pesar de sacrificios de algunos placeres, dar caridad a los miserables. Es decir, habrá quien dedique toda su vida al cuidado médico de los pobres y habrá otro que se limite a hacer donativos de dinero a alguna institución de caridad, e incluso ni eso. Desde luego, además, sabemos que algunas acciones tienen consecuencias directas y contrarias a nuestra felicidad, como los delitos penalizados por ley, y lo que la ley no castiga, pero que aún así tienen malas consecuencias, como el exceso de nuestras pasiones instintivas.
Esa definición de felicidad personal propuesta no contiene elementos de hedonismos y sensualidades desenfrenadas. Tampoco contiene elementos que impliquen un aumento de la felicidad personal basado en el daño consciente a otras personas.
Hagamos una distinción y llamemos felicidad personal a la satisfacción de necesidades propias, basadas en intercambios voluntarios, donde son parte natural los actos de amor y sacrificio voluntario por otros. Y demos el nombre de egoísmo a la satisfacción de necesidades personales que tienen como fundamento el hacer daño en las felicidades y los derechos de otros. Entonces podemos hacer una distinción del significado de egoísmo, que es eso que nos hace fincar nuestra felicidad en actos que dañan a otros, o en actos que los benefician o les son indiferentes.
Lo que estamos haciendo es precisar una definición de egoísmo, para entenderlo como eso que hace que caracteriza a acciones humanas que no tienen consideración de su impacto en las felicidades de otros. Por ejemplo, es un extremo egoísmo la conducta de quien roba el bolso de una secretaria al salir de su trabajo con el sueldo de la semana. Sí, es un daño en el derecho de propiedad, pero también es egoísmo, pues intenta el aumento de la felicidad personal por causa de un daño claro en la felicidad de otra. También es egoísta la conducta de quien oye música a grandes volúmenes impidiendo el sueño de sus vecinos. En la primera el egoísmo es claro, en la segunda se trata de una falta de consideración en los demás, que algunos llamarían falta de civismo.
Debemos entender como egoísmo a esas conductas que causan daño en los demás. A nuestro alcance están también otras conductas que aumentan nuestra felicidad personal, pero que no causan daño en otros, e incluso producen beneficios en ellos. Si tuviese yo una panadería, los intercambios de bienes que esa empresa supone, son de beneficio para todos. Compro harina, lo que es bueno para el harinero y para mí. Compro hornos, charolas, mesas, vidrios, agua, azúcar, huevos y muchas cosas más, lo que es de beneficio para sus fabricantes y para mí. Vendo panes de diversos tipos, lo que es de beneficio para mí y para mis clientes. No hay nada egoísta en estas actividades, ni en el cuidado que doy a mi panadería cuando intento lograr utilidades.
No es ésta una idea sencilla de aceptar para mentes acostumbradas a creer en esa disyuntiva, ni tampoco para las que exaltan incondicionalmente como máxima virtud la renuncia del bien personal. Estas mentes no pueden, con facilidad, entender que la felicidad de unos ha sido causada por sus contribuciones a la felicidad de otros. Para ellas, contemplar la riqueza de algún cantante o de algún empresario es ver una realidad injusta e indebida que denuncian creando envidia entre quienes no poseen riqueza porque sus contribuciones han sido menores. El inventor millonario lo es porque realizó una serie de beneficios, quizá muy pequeños, en la vida de millones de seres humanos que ahora viven un poco mejor gracias a él.
Las precisiones anteriores sobre el egoísmo sirven para señalar que en mentes confundidas, aunque de buenas intenciones, existe una especie de moral de resentimiento (Sheaffer Robert, Resentment Against Achievement: Understanding the assault against ability, Prometheus Books, Buffalo, New York, 1988). La envidia es creada por la visión de riquezas personales inmerecidas, logradas por medios dudosos o ilegítimos que implican daño en los demás. Esto produce un deseo de venganza en el pobre y una percepción de culpa en el exitoso, sentimientos ambos que en conjunto destruyen la posibilidad de crear bien común.
No es posible aceptar la simple y pueril idea de que por definición los pobres son buenos y los ricos son malos, porque ella ignora las causas de los males que pretende remediar y la realidad niega esa visión tonta de la sociedad. Esa mentalidad de la envidia termina por penalizar lo que lleva al éxito individual, la disciplina, el trabajo, la inventiva, el ahorro, y por premiar lo que conduce al fracaso individual, la pereza, el conformismo, el gasto sin límite, la indisciplina, la falta de previsión personal.
Gentileza: Contrapeso.Info |
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