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Año III - Nº 204
Uruguay, 20 de octubre del 2006
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Raúl Seoane A Contramano
por Germán Queirolo Tarino
 
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A contramano de buena parte de la opinión pública uruguaya, creo que el reciente diálogo entre el ex ministro Pedro Bordaberry y el Senador Rafael Michellini fue saludable para esta sociedad cargada de rigideces, donde en política suele molestarnos llamar a las cosas por su nombre.

Y digo a contramano, porque he leído un sinnúmero de artículos, escuchado decenas de opiniones, visto unos cuantos reportajes, donde se critica el tono de esa confrontación, así como se la califica con términos que van desde “lastimosa” a “lamentable”, por no redundar en otros calificativos por el estilo.

Por el contrario, a mi juicio fue una discusión fértil cuyos frutos tal vez sea temprano aún para cosechar. Descorrió el velo a otra impunidad que nos asedia. Esa tácita impunidad del silencio que considera los sucesos trágicos de las décadas del sesenta y setenta, desde una óptica que podríamos calificar como académica y desapasionada.

Una discusión seria sobre nuestro pasado, es políticamente correcta sí y sólo sí, se lleva adelante con una mesura exenta de todo tipo de apasionamiento.

Esas caras desencajadas, esos puños crispados, esas miradas torvas con las que nos obsequiaron ambos polemistas, son la antítesis de la estética polemista del uruguayo.

Vimos gestos, adustos, recordando una expresión con la que tanto machacó el ex presidente Sanguinetti, cuando advertía a todo el que quisiera escucharlo y también al que no, que pasaría justamente esto si se destapaban ciertos tarros.

Por ahí Sanguinetti no presumió jamás que uno de los propietarios de gesto más adusto y mirada más fiera iba a proceder de su propia comunidad política donde todos, excepto Jar Sánchez, -y ahora el Pedro, vale aclarar- mantienen el gesto sereno y la melena peinada aunque estén recibiendo un enema de Agua Jane.

No es que las peleas, conatos, despelotes estén ausentes de la política partidaria de nuestro país ni mucho menos. Sino pregúntenle a Lisidini cuando anduvo a las trompadas en plana Convención, no la calle de ese nombre, sino la Convención del Partido Colorado, o a Machiniena y Trobo, protagonistas de una trifulca poco menos que legendaria. Peleas hubo y habrá. Lo que escasea es la pasión de defender algo aunque no se tenga un atisbo de razón, la intensidad de esas miradas asesinas, esos músculos tensos en el cuello, esas venas en la frente, que te hacen acordar a cuando salía pa’fuera la cámara por una rajadura en aquellas viejas pelotas de cuero.

Toda una vida de buenos modales, dilapidada en diez minutos de enfrentamiento con la verdad ajena. Dos verdades y a los efectos de este artículo, poco importa quien tiene la posición correcta. Me importa el ardor con la que ambos defendieron la propia.

Pedro y Rafael, nos regalaron la mejor muestra de confrontación futbolera. Esas discusiones donde las razones del corazón, pesan más que la razón de la razón misma. La tribuna horrorizada y el Nacho Álvarez con cara de estar sufriendo agudos retortijones, el Pedro con todos los músculos en tensión como pronto a saltar por arriba de la mesa y agarrar al Rafa del cogote. (Que conste, en una pelea futbolera la gente no tiene cuello sino “cogote”, cualquiera que se haya hecho trompear en el campito tiene eso completamente claro), el Rafa despeinado como si hubiera llegado al canal corriendo contra el viento por la rambla, la jeta desafiante (que conste también que la cara se transforma en jeta al igual que el cuello en cogote) y una sonrisa que podía contener tanto socarronería como amenaza de romperle los huesos a la salida como en la escuela... un horror. La antítesis, la antonomasia de esos políticos de salón que nos venden toda la gama de espejitos de colores y reciben un planchazo en medio de los dientes con cara de resignada satisfacción. ¡Le juro que me emocioné, mire!

¿Dónde está lo bueno de todo esto? Se preguntará tal vez el lector menos avisado.

Lo bueno, a mi juicio, radica en que una sociedad no es un objeto académico aunque a veces lo parezca. Es dinámica, contiene hechos, pero también pasiones. Contiene actos racionales pero está salpicada de irracionalidades. Malos representantes de su pueblo son aquellos que nunca pierden el control, porque jamás podrán entender del todo a aquellos simples mortales que dos por tres lo pierden y algunos que no sólo lo pierden sino que además, lo tiran lejos.

Políticos a los que uno ve tan formales, tan dueños de si mismos en toda circunstancia, que uno se ve tentado de putiarlos a ver que pasa, yo que se... de tocarle el culo a la hermana a ver si reaccionan, de gritarle “cornudo” cuando van a entrar al Palacio Legislativo como para ver si tienen algo de sangre en las venas o por ellas circula leche descremada larga vida.

Lejos estoy de afirmar que una discusión política tenga que centrarse necesariamente en el puño crispado, (apelando otra vez Sanguinetti), o la cara de tevoyarompertodosloshuesos. Afirmo sí, que no se puede discutir sobre la muerte del padre de uno, o sobre la posibilidad de que nuestro progenitor vaya a pasar unas largas vacaciones en Cárcel Central, que tan lejos de la estancia queda, como si se discutiera sobre las doctrinas escatológicas en el primer siglo del cristianismo u otra cuestión académica y alejada de lo cotidiano. Hay razones y pasiones. Y hay cuestiones que si se discuten desapasionadamente, trasmiten al espectador, la impresión de que los interlocutores cuando terminen la de polemizar, se van juntos del brazo a tomar una con limón o por ahí un vaso de formol bien helado.

Es en esas circunstancias, cuando uno acusa implícita o explícitamente a los políticos de banales, de que lo que discuten en realidad les importa medio carajo y un cuerno. Y es así, en parte que el mismo sistema político y la sociedad que éste sistema refleja o pretende reflejar, se vuelven anodinos a los ojos del común de la gente.

El Rafa y el Pedro, demostraron que en la sociedad uruguaya hay cosas que importan y mucho. Demostraron que no es cuestión de disfrazarse como Gilberto (nombre profético si los hay) cuando se puso las extensiones y salió a hacer el ridículo esposado por el barrio, ni de ocultarse detrás de una máscara de hielo tallada por el cincel de un escultor más bien estúpido de tan certero, a la hora de analizar realidades dolorosas.

Hoy está de moda taparse la cara. Los revolucionarios, los revoltosos, los protestotes, se envuelven la jeta con unos pañuelos llenos de flecos que hubieran llenado de vergüenza a sus padres en el 68 y van a la Embajada de Estados Unidos a manifestar, quemar cubiertas, tirar piedras o cualquiera de esas cosas que tradicionalmente se hicieron frente a todas las Embajadas de Estados Unidos durante todos los tiempos, con el rostro cubierto con un pasamontañas como si fueran los secretarios privados del Sub Comandante Marcos.

Ponen su pasión pero esconden su expresión y uno se pregunta si lo hacen por miedo a los Servicios de Inteligencia o para que en el futuro no les nieguen la visa. En cambio el Pedro y el Rafa exhibieron su mejor cara. Más allá de sus argumentos, ciertos o falsos. Más allá de quien tenga razón o no la tenga, pusieron su cara.

Y una cara, aunque esté desencajada por la furia, es mucho mejor que el anonimato cruel de una capucha.

Y de capuchas, ¡la pucha!, bastante en este país hemos tenido.
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