EN EL SANATORIO
por Rubén López Arce
Siempre le tuvo miedo a la sangre y todo lo que con ella estuviera relacionado. El solo y sencillo hecho de pensar en "sangre" descompasaba los latidos de su corazón. El siempre aducía que era sensibilidad, y quienes le conocíamos sabíamos que era otra cosa. Últimamente, tal vez por obra y gracia de los años vividos, había ampliado su espectro de temores: había agregado el terror al dentista, el miedo a la velocidad, el olor a "hospital", como él lo llamaba, ese olor a éter o alcohol que le generaba un efecto muy especial. Irremediablemente todas esas cosas le borraban los colores de la cara, haciéndolo sentir al borde del desvanecimiento, aunque ello, que yo sepa, jamás llegó a producirse.
Sin embargo, por encima de todo, tenía Juan Ángel un envidiable sentido del deber y de la amistad. Su amigo Jorge lo estaba necesitando y él, no le podía fallar. Se había enterado en la peluquería de que Jorge necesitaba y solicitaba dadores de sangre, y por supuesto el consiguiente escalofrío recorrió como siempre, palmo a palmo su médula espinal.
-Jorge está muy jodido Juan Ángel - le había dicho el cliente en cuestión,- lo internaron esta misma tarde con una muy intensa hemorragia intestinal y necesita sangre de apuro. Yo salgo de acá para el Sanatorio,& tú no vas a dar sangre?
Siempre había sido muy exagerado y por tanto, al salir de su casa para cumplir con su amigo Jorge, ya se sentía mal.
Y por eso estaba allí, en el Sanatorio, en aquel inmenso salón blanco, de blancos bancos y paredes blancas. Por eso estaba apretando los dientes y sacando fuerzas de flaqueza, trataba de no claudicar ante aquellos sus dos intensísimos miedos: aquel insoportable olor a hospital, mezcla de desinfectantes y alcohol y el suplicio de tener que sacarse sangre con todos los desequilibrios que ello le implicaba. Sus fosas nasales habían comenzado a dilatarse ante el repudiado olor, y su corazón había comenzado a martillar desacompasado, fuera de ritmo y paulatinamente con mayor intensidad.
Ahora, esperando el fatídico pinchazo se sentía al borde de la inconsciencia. Había varias personas esperando, la habitación estaba casi en penumbras y se sentía un murmullo general, sólo alterado por la metálica e indiferente voz del enfermero que se asomada cada pocos minutos a la puerta del laboratorio y exclamaba "Pase el siguiente"
Y cada vez que pasaba un donante, el pobre Juan Ángel sentía el nudo que subía hacia su garganta, se iban un poco más los colores de su cara, sus hombros se inclinaban hacia delante en manifiesto gesto de impotencia y gruesas gotas de sudor comenzaban a perlar su frente. De pronto se abrió nuevamente la puerta del laboratorio para dar paso al enfermero que ya llamaría al siguiente.
En ese preciso momento, por la puerta lateral, ingresó al salón de espera el Doctor Pertusso, dueño absoluto del Sanatorio. Era ésta un persona mayor, ya entrada en años, sumamente querida y respetada por todo el pueblo. Desde hacía muchos años era cliente de la peluquería, por lo que su amistad con Juan Ángel no conocía de secretos y se había visto consolidada con el paso del tiempo. El Doctor era persona de muy buen carácter y muy particular sentido del humor y a Juan Angel lo conocía como a sus propias manos. Por consiguiente conocía al dedillo todas y cada una de sus debilidades. Cuando lo vio allí, pálido y desencajado, caído más que sentado, todo sudoroso y con aspecto lamentable, no pudo evadir la tentación de gastarle una broma. Adoptando postura muy seria, aire de enojo, autoridad y suficiencia, aprovechó la
presencia del enfermero en la puerta del laboratorio para increparlo duramente mientras ostensiblemente le hacía un guiño de complicidad:
- ¡¡Enfermero, gritó casi con voz grave y potente- ¿cuántas veces le he dicho que a los donantes de sangre no los deje salir del laboratorio sin haber tomado un buen café, y haberse repuesto totalmente?...Esto no puede ser, es inadmisible, fíjese cómo está este pobre hombre, es una maldad hacerle esto a personas que generosamente se brindan en beneficio del prójimo donando su sangre& Tomaré las medidas del caso.
-¡¡ No, Doctor, no!! gimió más que habló Juan Ángel, haciendo esfuerzos para levantar la voz, no lo acuse a él por favor, no ha hecho nada malo, a mí no me ha sacado sangre todavía&Estoy esperando mi turno, todavía no me ha tocao, lo que pasa, es que yo, Doctor, yo&yo soy un jodido ´e mierda, UD. lo sabe, - exclamó como insultándose a sí mismo.
-Ah! Juan Ángel, eres tú&no te había conocido. Bueno, cálmate y espera a que te toque a ti, no te preocupes, no duele nada& Y no pudiendo resistir su ataque de risa se dio media vuelta para salir de la habitación.
Ya en el exterior, el Doctor sonreía evaluando una vez más la forma de ser y actuar de Juan Angel, tan crítica, infantil y a la vez tan sana.
Y el pobre Juan Ängel, presa del susto y los nervios ni entendió que lo sucedido era un chiste del doctor, ni se acordó que infinidad de veces habían hablado entre ellos de sus enfermizos temores.
Cumplió su cometido, y cumplió con Jorge. Le dio su sangre y mucho más que eso. Demostró una vez más, su gran sentido de la amistad, porque ese mismo concepto, en muchas oportunidades, le hizo superar todos aquellos sus casi insuperables traumas que lo persiguieron a lo largo de toda su existencia.