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Marcelo Ostriga Trigo

Política, legado y odio
por Marcelo Ostria Trigo

 
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         Todos, sin excepción, aunque proclamemos que no nos interesa la política, estamos sujetos a ella. De sus avatares depende que se logre el bienestar colectivo, que se imponga la justicia y que se asegure la libertad. Ciertamente hay divergencias sobre la esencia y validez de estos tres valores y, más aún, sobre los caminos para alcanzarlos.

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         Hay que reconocer que, si hay honestidad, es bueno que surjan las  divergencias y, consecuentemente, la confrontación pacífica de ideas; pero es malo que esas diferencias sean el origen y el fin del sectarismo “odiador” que se encamina siempre a la violencia como instrumento de dominación. Esto se hace más evidente cuando se tiene encumbrado a un gobierno autoritario, que usa simultáneamente la fuerza represora, el paternalismo y la prebenda para consolidar el régimen y, cuando tiene la pretensión –siempre fallida– de eternizar en el poder a una secta o a un grupo político excluyentes.

         Pero viene lo peor cuando se proclama abiertamente el odio como instrumento político, procurando así justificar el enfrentamiento con violencia fratricida: políticos contra políticos, razas contra razas, clases contra clases, regiones contra regiones. Entonces, en avalancha incontenible, se esparce la inquina; la que hace nacer el sentimiento aborrecible de la revancha. Así aparecen y van ensanchándose las grietas de la unidad de los pueblos y son pocos los que podrían repetir: “Aunque sus graves ofensas me han herido en lo más íntimo, haré que la razón prevalezca sobre la cólera, pues más mérito hay en la virtud que en la venganza”. (William Shakespeare “La tempestad”).

         El odio político entre nosotros, ahora está dirigido a lo que queda de una forma de vida con diferentes matices y con una historia de quiebres, avances y aun retrocesos, como los que ocasionan las tragedias de las guerras. Es, entonces, que nace el odio que se vuelca internamente y que se dirige, sin reparos ni distingos al pasado, a los adversarios, a los símbolos, a las instituciones, a las diferencias.

         Lo anterior sucede en todo el Occidente, fuente de la democracia y del verdadero culto a la libertad. Pero, “nada es más occidental que el odio a Occidente", según afirma, con razón, el novelista y ensayista francés Pascal Brickner en “La tyrannie de la pénitence” (cita en “Entender Europa” de Daniel Pipes – diarioxterior.com, 28.04.2010). Mutatis mutandi esto mismo sucede en Bolivia, denigrando, con odio incontenible, a la República, pese a que ésta superó tremendas vicisitudes. El odio así creado se orienta a la imposición de un inédito estado plurinacional, que desafía la concepción de unidad en la libertad. Busca, en cambio, la unidad por la dominación.

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         La xenofobia, en mezcla con el auto-odio de occidente, no puede hacer que se olviden herencias que van a perdurar: Abjurar del legado español en la conformación de Bolivia, es un absurdo que también podría adjudicarse a quien niegue los aportes de los iberos, celtas, visigodos, romanos, moros, sefardíes y, en fin, de los que provienen siempre de diversas fuentes y orígenes, a la formación de la Hispanidad. Parecería sólo una reiteración mencionar la lengua común o el sincretismo cultural o las nítidas influencias peninsulares en el folklore de América. En verdad, de esta mezcla de hombres y visiones, del pasado común, surgió Bolivia.

         Odiar es irracional y, por supuesto, también lo es abominar el pasado, contrariando lo sensato que es perfeccionar y actualizar lo que fue bueno, y corregir lo que pudo haber sido malo.

         El odio, para exacerbar a sectas políticas, siempre conduce al enfrentamiento cerril.

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© Marcelo Ostria Trigo para Informe Uruguay

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