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Año V Nro. 352 - Uruguay, 21 de agosto del 2009
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Pocas veces situaciones de vida cotidiana adquieren relevancia al punto de captar la atención de la ciudadanía en tiempos electorales. Y es lógico que así sea cuando se trata de un pueblo acostumbrado a prestar interés a estas contiendas, con apasionamiento pero con absoluta seriedad, buscando encontrar en las propuestas y actitudes de los candidatos el mejor fundamento para su voto. Hoy las cosas han cambiado. Han aparecido en escena personajes, actitudes y conductas hasta hace poco desconocidas, y seguramente inimaginables para la gran mayoría de la gente. Hoy tenemos un Presidente de la República, con vocación autocrática y autoritaria, que no comprende ni siente la importancia de los preceptos constitucionales, y que no tiene reparos en intervenir en la contienda electoral, en forma abierta, desenfadada y provocativa. Hoy tenemos instalada la procacidad como forma natural del lenguaje político, y la descalificación, el insulto y la grosería como sustento de la comunicación social. Procacidad generalizada, sin límite de género, edad ni rango jerárquico como bien lo prueban el recordado discurso de la inefable ex Ministra del Interior Daisy Tourné, y los continuos exabruptos del candidato a la presidencia el senador José Mujica, verdadero maestro de lengua gruesa, verdugo de formalidades y normas de convivencia. Y en este nuevo escenario de la vida política electoral, un hecho de por sí irrelevante, menor, absolutamente banal, adquiere carácter de noticia y cobra un interés mediático desproporcionado. El senador Mujica ha resuelto hacerse un traje. Tela italiana, hechura de medida y reconocido sastre. Noticia casi de primera plana con profusas notas, artículos, comentarios y caricaturas en toda la prensa, oral, escrita y televisiva. Por supuesto que no editorializaremos sobre el traje del senador pero no podemos evitar comentar, por un lado, el absurdo que significa la atención que se le presta a un hecho irrelevante de la vida cotidiana, solo explicable por la carencia de sustancia en la comunicación de su fuerza política, y por el otro, la actitud del propio candidato aceptando todo lo que ha ridiculizado en su vida pos-subversiva. José Mujica es un hombre inteligente, seguramente instruido en las artes políticas, y con un fino olfato para captar los deseos y aspiraciones de la gente. Sabe perfectamente lo que su auditorio quiere escuchar y no tiene el menor empacho en recitar la Biblia o el Corán según las circunstancias. Es un consumado intérprete en el arte escénico con especial habilidad para consustanciarse con su público, mas atraído por su forma en el decir que por la esencia de sus dichos. Conoce perfectamente sus limitaciones y sabe como terminar con situaciones desfavorables apelando tanto al enojo, la sonrisa, el insulto o el enigma. El único problema es que su magistral arte histriónico no tiene sustancia. Su discurso no esta respaldado por una línea de pensamiento político coherente, ni postula definiciones ideológicas que permitan otorgar previsibilidad a sus acciones futuras. Todo es voluntarismo, buenas intenciones para corregir claras injusticias, con las que naturalmente todos concuerdan, sin aportar soluciones concretas ni procedimientos viables para obtenerlas. No puede sorprendernos esta actitud por cuanto está en sintonía con su pasado. El Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros tampoco tuvo claridad en sus definiciones ideológicas. Pretendía cambiar una realidad que entendía injusta y pregonaba como procedimiento la toma del poder por las armas. Nunca supimos que sustituiría al régimen que se pretendía derrocar. Seguramente no sería la dictadura del proletariado, tampoco el socialismo utópico. Quizás el pueblo organizado (¿cómo?), obviamente por sus líderes mesiánicos. Sin duda lo que importaba era la toma del poder. Lo demás solo interesaría a intelectuales trasnochados. En el actual escenario de funcionamiento democrático republicano, en el que operan todas las fuerzas políticas, nada parece haber cambiado demasiado para el viejo líder tupamaro en cuanto a sus definiciones ideológicas y tampoco a sus programas concretos de acción. Ahora se trata de tomar el poder por el legítimo procedimiento del voto. ¿Para qué? Para una mayor justicia social. ¿Cómo lograrla? Ya veremos. Y para ello toda actitud, conducta o discurso del candidato resulta legítimo. Si hoy debe afirmar algo y mañana lo contrario, no importa. Si ridiculiza hasta el extremo hábitos y costumbres sociales y luego las practica con naturalidad, tampoco importa. No vemos en el líder carismático del Frente Amplio la menor vocación de respeto a nuestro sistema de gobierno, ni tampoco de defensa al estado de derecho y sus valores fundamentales establecidos en la Carta. Tampoco hay sustancia en sus definiciones que permita imaginar cual sería su actitud en caso de acceder a la presidencia de la República para con la educación, la producción, la intervención del estado, la propiedad o la familia. Sin duda le resulta muy difícil explicar el absurdo plasmado en el programa del Frente Amplio en el capítulo denominado Transformación Democrática del Estado: ¿Cómo juzgar entonces el desempeño del candidato frentista y sus propuestas programáticas? Se nos ocurre que es sólo utilería montada en un gran escenario circense.
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