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Año V - Nº 265
Uruguay,  21 diciembre del 2007
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La Iglesia, las desigualdades y el error

por Carlos Alberto Montaner
 
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            Desde hace siglos la Iglesia Católica le tiene declarada la guerra a las desigualdades. En América Latina esa batalla es especialmente intensa. En Costa Rica, los obispos y unos cuantos sacerdotes estuvieron a punto de hacer fracasar el referéndum que discutía el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos. El argumento más utilizado era que esos acuerdos beneficiaban a los ricos en detrimento de los pobres. Si se firmaban, alegaban, aumentarían las diferencias entre los afortunados y los desposeídos. No era verdad, pero mucha gente lo creyó. Desposeído es una palabra que les encanta a ciertos religiosos. Tiene mucho gancho. Transmite la curiosa idea de que alguien les ha quitado a los pobres algo que tenían o que debían tener.

            Quien más ha hecho para establecer una rigurosa medición de la desigualdad es un matemático y estadístico italiano llamado Corrado Gini, muerto en 1965. En 1921 Gini publicó un breve artículo de apenas tres páginas sobre la desigualdad de los ingresos en las naciones y estableció una metodología para ponderar las diferencias. Dividió al conjunto de la sociedad en cinco partes y calculó qué fragmento del ingreso le correspondía a cada quinto. Con esa información construyó un índice en el que 0 sería la absoluta igualdad (todas las personas tenían el mismo ingreso), y 1 la absoluta desigualdad (una sola persona acaparaba todos los ingresos).

            Gini, como muchos de sus contemporáneos, entonces bajo la influencia de Mussolini, era un corporativista que tendía a percibir y a clasificar a la sociedad en estamentos. Pensaba que existía una base científica para el fascismo y escribió un libro para demostrarlo. Sin embargo, su Coeficiente Gini llegó a convertirse en la prueba objetiva de si una sociedad era justa o injusta. Y, en alguna medida, algo de eso era cierto: su Indice demostraba que las sociedades escandinavas, absolutamente dominadas por los sectores sociales medios, estaban situadas entre 0.2 y 0.3 y eran las menos desiguales del planeta, mientras las latinoamericanas y africanas, caían, casi todas, entre 0.5 y 0.7. Eran las más injustas.

            ¿Por qué los latinoamericanos, después de cien revoluciones, mantienen esos niveles de desigualdad? La Iglesia piensa que el fenómeno es producto de la injusta distribución de la riqueza, pero no es verdad. La desigualdad de ingresos es la consecuencia de las diferencias en educación, procedencia (urbana, rural), la estructura familiar y la debilidad del tejido productivo en donde las personas devengan un salario. En sociedades que cultivan bananos, café o azúcar, sin agregarle valor a la producción, los trabajadores son terriblemente pobres.

            Sencillamente, las sociedades menos desiguales son aquellas en las que los trabajadores reciben altos salarios porque producen bienes o servicios valiosos. Un obrero de Volvo puede percibir treinta dólares por hora trabajada porque construye unos autos que tienen un alto precio en el mercado. Gana mucho porque produce mucho, no porque los suecos sean más justos. En cambio, no hay manera de que un campesino haitiano reciba un salario decente por cortar caña con un machete.

            ¿Cómo se construye una sociedad menos desigual? Obviamente, por el mismo procedimiento que se construye una sociedad desarrollada. En el terreno interno, con educación, honradez administrativa, políticas públicas adecuadas, meritocracia, paz social, trabajo fuerte, acatamiento de la ley, un buen sistema judicial capaz de dirimir los conflictos, respeto a la propiedad y estímulo al ahorro nacional. En el plano internacional, sirviéndonos de las posibilidades de la globalización: atrayendo inversiones y transferencias tecnológicas extranjeras, manteniendo un intenso comercio internacional y multiplicando los contactos con el primer mundo.

            Donde no existe la menor posibilidad de mitigar las desigualdades es con la receta que suele proponer la Iglesia: colocar el acento en el asistencialismo y redistribuir la riqueza creada entre los necesitados. No es por ahí por donde van los tiros. No hay ningún país que haya dado el salto a la modernidad y al desarrollo tomando ese camino. Es asombroso que tras dos mil años de existencia una institución tan sabia y tan bien intencionada no acabe de aprender la lección. Pero lo peor no es que incurra en un error intelectual, sino que con esa actitud suele hacerles un daño terrible a quienes desea proteger. En Costa Rica estuvieron a punto.

 
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