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Año V Nro. 339 - Uruguay, 22 de mayo del 2009   
 
 
 
 
historia paralela
 

Visión Marítima

 

Reforma policial y participación militar
en el combate a la delincuencia

Análisis y desafíos para América Latina
por Lucía Dammert y John Bailey
FLACSO-Chile
Georgetown University, Estados Unidos

 
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Durante los últimos años, a lo largo de toda la región, los índices de temor e inseguridad se han incrementado paralelamente a la desconfianza que la población tiene en las instituciones policiales. Esta situación ha provocado, por un lado, la necesidad de realizar importantes reformas a las instituciones policiales y por otro, una fuerte presión por incorporar a fuerzas militares en el combate de la delincuencia, droga y otros peligros de seguridad interior. El presente artículo se discute en el contexto de esta nueva militarización, principalmente en aquellos aspectos vinculados a la criminalidad y se presentan alguna de las reformas efectuadas a las instituciones policiales. Finalmente presentamos algunos de los desafíos del futuro para el sector.

INTRODUCCIÓN

         El incremento de la delincuencia y la sensación de inseguridad en la población, unido a una desconfianza generalizada en la capacidad de dar solución a dicha problemática por parte de las instituciones policiales ha generado una participación de los militares en el control de la misma en diversos países de la región. Si bien los defensores de los derechos humanos y las libertades civiles son partidarios de una separación clara entre ambas fuerzas –y ponen énfasis en la importancia de la supervisión civil y el respeto a la legalidad– en la actualidad esta distancia se está acortando.

         Las transiciones a la democracia de los 70 y 80 en América Latina parecían anunciar una reducción del papel del ejército en la aplicación de la ley a nivel local, y un avance hacia la profesionalización de la policía. Con el regreso de la democracia los militares y las policías redefinieron su rol en la sociedad. A los primeros se les intentó poner límites en su accionar interno, se los vinculó especialmente con las tareas estratégicas de defensa nacional y, en algunos casos, se modernizaron sus procedimientos. Las policías, por su parte, se convirtieron en los ejes de la seguridad pública, a cargo de la prevención y control del delito. Sin embargo, este proceso de cambio no se condijo con una reforma de sus estructuras semi-militares, disminución de los problemas de ineficiencia y corrupción generalizada, o la consolidación de estructuras civiles de regulación y monitoreo de sus acciones.

         Es así como luego de una década -y con un incremento de la delincuencia en la región- reaparece la alternativa de involucrar a los militares en tareas de orden interno. El presente artículo tiene como objetivo describir el contexto de esta nueva militarización de la problemática interna, especialmente vinculada a los temas de criminalidad, así como los cambios acontecidos en las instituciones policiales. Un elemento de especial importancia para el análisis es que la participación de los militares en tareas de orden interno tiene el apoyo de la actual política exterior de Estados Unidos, cuestión que se explicita en su política anti-terrorista y en el manifiesto interés por enfrentar el narcotráfico y las pandillas juveniles a nivel regional, considerándolas “amenazas emergentes en la región”. En este marco se presenta a los cuerpos militares profesionales como alternativa real en el combate a la delincuencia. Finalmente se plantean los principales desafíos que implica esta iniciativa para los diversos países latinoamericanos, en especial para sus fuerzas armadas e instituciones policiales.

I. CONTEXTO: CRIMEN, TEMOR Y SENSACIÓN DE IMPUNIDAD

         Mientras durante los años 70 y 80 la presencia de violencia política y dictaduras militares copaban la preocupación ciudadana -lo que invisibilizaba los hechos delictuales como problema de Estado- la década de los noventa será recordada en América Latina por el aumento de la criminalidad y el temor de la ciudadanía.

         Junto con la llegada de gobiernos democráticos en prácticamente todos los países de la región, la criminalidad se instaló en la población como una de las principales preocupaciones públicas. Este proceso se ha caracterizado por dos fenómenos: en primer lugar el aumento de las tasas de delitos denunciados –especialmente de aquellos que involucran uso de la violencia– y en segundo por el aumento de la sensación de inseguridad de la población. Paradójicamente, en muchos países ambos procesos no tienen una relación directamente proporcional. Así por ejemplo en Chile, el incremento del temor no tiene relación directa con el de los delitos denunciados, situación que no ha sido explicada aún por la literatura pero que tendría especial relación con el rol de los medios de comunicación [1], así como la presencia de otras inseguridades relacionadas con la precariedad de la vida cotidiana[2].

         Mención especial merece el aumento de la violencia juvenil, la que se caracteriza por la participación de jóvenes en actos delictuales con alta utilización de violencia. En este sentido se observa la aparición de las pandillas juveniles (también conocidas como Maras en Centro América) vinculadas con el delito callejero en un primer momento y luego al tráfico de drogas. Estos grupos juveniles juegan en la actualidad un rol central en las agendas de seguridad pública en los países centroamericanos y adicionalmente en las agendas de seguridad regional. Esto último debido a que empiezan a ser consideradas como “amenazas emergentes” posiblemente vinculadas con el crimen organizado.

         Este aumento de la criminalidad colocó a la región en el segundo lugar entre las más violentas del mundo a mediados de los años noventa, junto a países que presentan tasas de homicidios que triplican el promedio mundial (Colombia y El Salvador por ejemplo). La situación presenta por cierto importantes variaciones en el continente que deben ser resaltadas. En primer lugar países como Chile, Costa Rica y Uruguay evidencian las mismas tendencias pero con magnitudes eminentemente inferiores al resto de América Latina. En el otro polo de la distribución se presenta el área andina con altos niveles de violencia vinculada con el narcotráfico, presencia de enfrentamientos internos y criminalidad organizada en general. De igual forma, países considerados seguros hasta inicios de la década han mostrado un incremento sostenido de los delitos. Un caso particular es el registrado en Argentina desde inicios de la década pasada, donde la criminalidad creció de forma sostenida y se convirtió en uno de los principales problemas del país.

         Esta situación de evidente deterioro de la calidad de la seguridad en la mayoría de ciudades de América Latina aumentó el descontento de la ciudadanía hacia las instituciones policiales que también presentan características distintas a lo largo del continente. Por una parte se pueden diferenciar por el ámbito de acción, así pueden ser nacionales (como Carabineros de Chile o la Policía Nacional de Colombia), regionales (en aquellos países federales como México, Brasil y Argentina), e incluso locales (algunos municipios y grupos étnicos cuentan con fuerzas policiales propias). Por otro lado, de acuerdo a sus objetivos específicos encontramos instituciones dedicadas únicamente a la investigación policial (como la policía judicial de Córdoba) o aquellas dedicadas a la prevención y control de la criminalidad. Más allá de estas diferencias, las policías se caracterizan en forma general como “...las personas autorizadas por un grupo para regular las relaciones interpersonales dentro del grupo a través de la aplicación de la fuerza física”[3]. Esta definición tiene tres elementos centrales: fuerza pública, uso de la fuerza, y profesionalización.

         Respecto a lo primero la institución policial responde a las necesidades de la sociedad en su totalidad, lo cual la obliga a responder de forma equiparable ante las diversas presiones de la ciudadanía, sin embargo, esta característica se ha erosionado en la última década en prácticamente todos los países de la región por dos procesos paralelos. En primer lugar, el aumento del financiamiento privado y la carencia de regulación del mismo tienen un impacto negativo evidente en la distribución de la infraestructura y atención policial, lo que a su vez deteriora el sentido público de la institución. En segundo término, el explosivo crecimiento de la seguridad privada pone en jaque al accionar policial, ocupando sus espacios, limitando su campo de acción y en algunos casos debilitando su capacidad de respuesta. Así, la proliferación de empresas de seguridad paradójicamente aumenta la sensación de desprotección de muchos ciudadanos, tanto de aquellos que no tienen acceso a dichos servicios como quienes invierten en mecanismos de encierro y alarma colectiva.
En segundo lugar las policías debieran ser las instituciones que detentan el monopolio del uso de la fuerza legítima interna del Estado. Es así como en el marco del Estado de Derecho se puede utilizar la fuerza para restablecer el orden social. Lamentablemente, en muchos casos la fuerza se utiliza de forma ilegítima conduciendo al aumento de los ciudadanos muertos por las policías (como lo muestran las estadísticas presentadas en Brasil y Argentina) o a la violación de otros derechos humanos (Ecuador, Perú). Esta utilización de la fuerza se evidencia especialmente en los procesos de detenciones así como en el tratamiento de la población carcelaria.

         En tercer lugar, la institución policial debería ser un cuerpo profesional capaz de desarrollar iniciativas de prevención, control e investigación criminal de forma eficaz y eficiente. Esta preparación profesional es fundamental además por el hecho de brindarle a las policías cierta autonomía frente al mando político en relación a la toma de decisiones de intervención y a la aplicación de conocimientos técnicos en su quehacer, sin embargo de ninguna forma les otorga independencia completa.  En este sentido, la responsabilidad de la seguridad debe ser asumida por el gobierno que imparte instrucciones a las instituciones policiales. Dichas instrucciones se ven reflejadas en iniciativas o programas que a su vez deberían ser evaluados constantemente por instituciones gubernamentales y de la sociedad civil.

         Lamentablemente, en algunos casos es la misma opinión pública la que presiona para destinar más policías al patrullaje lo que genera una disminución de los periodos de capacitación del cuerpo policial. Si bien hay problemas específicos que deben ser enfrentados -como los años de escolaridad exigidos para entrar y formarse en la institución- en el fondo se evidencia la necesidad de redefinir el tipo de policía que necesitamos. En base a esto se podrá establecer un perfil adecuado tanto en su capacitación como en sus habilidades personales.

         No cabe duda que el rol de la policía es aún más complicado allí donde su legitimidad y autoridad están en disputa. Otro elemento caracterizador de las policías latinoamericanas es la desconfianza de la ciudadanía hacia su accionar, lo que se debe a la poca eficiencia, la corrupción, y la baja profesionalización de sus miembros. Así por ejemplo, en El Salvador, José Miguel Cruz explicita que la práctica, implementada a lo largo de la historia, de emplear a las fuerzas de seguridad para proteger los intereses de los grupos acomodados ha socavado su legitimidad a ojos de los estratos sociales más bajos[4].

         Todo lo anterior genera una importante, y muchas veces creciente, sensación de impunidad frente a la criminalidad. La población se siente indefensa ante el incremento real o potencial de la criminalidad y “protegida” por instituciones deficitarias en términos de eficiencia en el control de la misma[5]. Esta sensación ha generado respuestas masivas de la población que sugieren el aumento de las penas, el aumento de la población encarcelada y la disminución de la edad de imputabilidad penal, entre otros mecanismos de control. Ejemplos de estas protestas ciudadanas se han realizado en ciudades tan variadas como México DF, Buenos Aires, Lima y Quito. En este contexto, diversas son las respuestas públicas implementadas en los últimos años. En la siguiente sección ponemos especial énfasis en tres: los procesos de reforma policial, la privatización de la seguridad y la utilización de las fuerzas armadas en tareas de vigilancia urbana.

II. RESPUESTA PÚBLICA

         Las políticas de seguridad pública diseñadas en las últimas décadas buscan disminuir las problemáticas descritas previamente. Uno de los pilares de estas iniciativas se vincula con la mejora de la vigilancia policial en las principales ciudades de la región. Paradojalmente a pesar de la sensación de impunidad frente a policías ineficientes, la población pide mayor control y vigilancia policial, siendo un rasgo común en prácticamente todos los países de la región.

         En este contexto tres son las tendencias presentes en la región: diversos procesos de reforma policial, procesos de privatización de la seguridad, y la participación de fuerzas armadas en el patrullaje urbano.

1.     Reformas policiales

         En general estas reformas se realizan en dos vértices: la capacidad operativa (eficiencia y eficacia de la policía) y la responsabilidad democrática (las respuestas de la policía al control político y a su respeto por los derechos civiles y humanos).  De esta forma se busca aumentar los mecanismos de fiscalización y control de las instituciones policiales, no sólo en términos de actuación en el marco de la ley, sino también respecto de la eficacia y eficiencia de las iniciativas desarrolladas[6].

         En América Latina se pueden evidenciar tres procesos: la creación de nuevas instituciones policiales en aquellos países que sufrieron guerras civiles (como El Salvador); reformas parciales ocurridas en Argentina y  Colombia; iniciativas de policía comunitaria (Chile, Guatemala y Brasil).

a) Nuevas policías

         Hasta mediados de los años noventa, la policía centroamericana era un elemento clave para el mantenimiento del orden interno y apoyo de las Fuerzas Armadas. De esta forma su subordinación doctrinal y de gestión era evidente. Así por ejemplo, en Honduras la Fuerza de Seguridad Pública estaba bajo el mando de las fuerzas armadas; mientras que en El Salvador en 1992 (fecha en que se firmaron los acuerdos de paz) las tres instituciones policiales dependían del Ministerio de Defensa.

         Durante esos años los efectivos policiales estaban entrenados casi exclusivamente para enfrentar la insurgencia armada y para cooperar con los militares en el mantenimiento del orden interno, situación que iba en desmedro de la formación y capacitación en funciones propias de policía como prevención y control de la criminalidad. Adicionalmente, la participación de policías en enfrentamientos con la población y la extrema utilización de la fuerza generaron la necesidad de definir nuevas institucionalidades con legitimidad y cierto reconocimiento ciudadano. Así se crearon instituciones policiales prácticamente nuevas en la región.

         En El Salvador, la creación de una nueva policía nacional fue uno de los acuerdos centrales del Tratado de Paz de 1992 que dio fin a una larga y dramática guerra civil.  De esta forma, se trató de limitar la participación de las fuerzas de policía como elementos que sirven a fines políticos ya que en el viejo régimen representaban los intereses de los estratos sociales altos (un ejemplo de ellos es el hecho de que las fuerzas de seguridad nacional se usaron para mantener el orden en las plantaciones de café en las épocas de cosecha). Esta nueva policía nacional se conformó con veteranos de la guerrilla y de la armada al igual que con nuevos reclutas. Lamentablemente, el proceso fue exitoso en sus inicios pero posteriormente fracasó, situación que se vio reflejada en el incremento de la desaprobación social sobre la institución.

b) Reformas parciales

         A diferencia de los procesos presentados previamente, la mayoría de las iniciativas vinculadas con las instituciones policiales en América Latina se relacionan con esfuerzos más bien parciales de cambio, tanto en la doctrina como en la gestión. En líneas generales, la causa principal de estas reformas fue la preocupación de la sociedad por el fuerte incremento del crimen, junto con la percepción generalizada de la fuerza policial como una institución corrupta e ineficaz. Las reformas giraron en torno a esfuerzos graduales por reorganizar a la policía, purgar a los oficiales corruptos, mejorar el reclutamiento y formación, así como mejorar la vigilancia y participación de la sociedad civil.

         En la mayoría de los casos, dichos procesos se enmarcaron en contiendas políticas y no incluyeron el apoyo institucional de la policía, por ende, contaron con una amplia resistencia institucional e incluso un constante rechazo de la sociedad[7] . Diversos son los casos donde se implementaron estas reformas. A continuación se presenta brevemente la experiencia de Argentina, Colombia y Perú que muestra elementos comunes a otras experiencias de la región.

Argentina

         Promediando la década de los 90, Argentina asistió a un aumento de la preocupación pública sobre la denominada crisis de seguridad, que tuvo como elemento central la baja eficacia y alta corrupción de las instituciones policiales. En este marco diversas provincias del país enfrentaron iniciativas de reforma de la institución policial (Santa Fe, Buenos Aires, Córdoba, Mendoza son sólo algunos ejemplos). Sin duda, la experiencia de la Provincia de Buenos Aires –que representa más de un tercio de la población nacional y cuenta con una de las policías peor evaluadas en el país– es un ejemplo paradigmático del objetivo, resultados y problemáticas de estas iniciativas.

         La Policía de la Provincia de Buenos Aires es reconocida históricamente por los altos niveles de violencia rutinaria y la sistemática violación de los derechos humanos, perpetrada por ciertos “grupos operativos” al interior de su estructura[8]. No obstante, a fines de 1996 los graves hechos de violencia policial, incluyendo la detención y el procesamiento judicial de oficiales implicados en el ataque terrorista contra la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), generaron cambios en la jefatura policial.

         La Ley de Emergencia Policial (Ley 11.880) modificó la estructura de la institución e impuso que todos los integrantes de la fuerza serían puestos a prueba por el plazo de un año, durante el cual se analizaría su conducta y, en caso de comprobarse irregularidades, se los separaría de la institución mediante un despido deshonroso. De igual forma se modificó la ley de procedimiento criminal con el objetivo de mejorar el control de las actividades de la policía y modificar su relación con el poder judicial. Este inicio de reforma sufrió diversos contratiempos, especialmente por la constante negativa de los oficiales para aceptar los cambios propuestos. Esta situación se replicó el año 1997 cuando se promulgó el “Plan de Reorganización General del Sistema Integral de Seguridad e Investigación de los Delitos de la Provincia de Buenos Aires”, cuya primera medida dispuso la intervención de la Policía a efectos de su reorganización, y estableció un plazo de 90 días para dicha acción.

         El interventor destituyó a toda la planta supervisora de la fuerza policial, desmanteló las líneas de mando, y ordenó el retiro de más de 300 comisarios generales y comisarios mayores. De igual forma se promulgó la Ley 12.090 que creó el Ministerio de Justicia y Seguridad, con funciones en la gestión de las áreas de seguridad, investigaciones policiales, justicia, sistema penitenciario y relaciones con la comunidad.

         Este proceso de reforma ha pasado por etapas diversas de avance y retroceso marcadas principalmente por el interés y utilización política de la temática. En este sentido, los cambios no pueden ser analizados en su integralidad ya que las denuncias de corrupción y de utilización excesiva de la fuerza son aún cotidianas.

Colombia

         El proceso de reforma de la Policía Nacional de Colombia se generó al interior de la institución a mediados de los noventa debido a la percepción general de una institución penetrada por la corrupción y el narcotráfico. Sin duda el liderazgo del jefe de la policía José Serrano -nombrado en el año 1994- brindó un elemento central a este proceso que se inició con una purga de más de 7 mil funcionarios policiales de todos los rangos, así como con la modificación de la estructura y la cultura institucional. En este sentido, se desarrolló una perspectiva gerencial basada en la planificación estratégica que permitía espacios de libertad y cierta autonomía a los jefes regionales, los cuales teóricamente podrían diseñar e implementar iniciativas focalizadas de control y prevención.

         Las reformas realizadas por Serrano tuvieron un impacto positivo sobre la percepción de la población que reconoce el esfuerzo realizado por aumentar la efectividad y el profesionalismo de la institución policial. Este proceso resaltó la capacidad de la policía para superar problemas de corrupción y demostró su efectividad en la captura de narcotraficantes importantes, no obstante, los resultados han sido mucho más parciales en la mejora de la organización interna y los procedimientos, lo que ha terminado con nuevos escándalos de corrupción que reaparecieron públicamente a principios del año 2003.

Perú

         El caso peruano muestra también la importancia del liderazgo civil en el proceso de reforma de la policía, así como los vaivenes políticos a los que ésta es sometida. En este caso la preocupación central de la institución policial durante los ochenta e inicios de los noventa fue el combate al terrorismo y al narcotráfico. Esta situación generó un paulatino abandono de las estrategias policiales vinculadas con la seguridad interna, un aumento de la violación de los derechos humanos, a la par de una creciente corrupción e ineficiencia.

         En este proceso se evidenció la necesidad de una reforma de la estructura y la doctrina policial que incluyera la recuperación de las labores propias de una policía preventiva así como la regulación de los servicios locales (serenazgos) y privados de seguridad. En este contexto, el Ministro Rospigliosi y posteriormente Costa, tomaron las propuestas de las “Bases para la Reforma Policial” preparadas por el Gobierno de Valentín Paniagua en el 2002. Paralelamente, el Congreso de la República había avanzado en la misma dirección y contaba con un proyecto de ley sobre el tema, situación que permitió lograr un consenso ciudadano y político. En enero del 2003 se aprobó la Ley del Sistema Nacional de Seguridad Ciudadana junto con otras normas enviadas por el ejecutivo entre las que se encuentra la creación del sistema de seguridad ciudadana.

         Este proceso involucró un cambio en la relación entre la policía y la ciudadanía, buscando incorporarlas en la prevención y el control de la delincuencia a nivel local. Para esto se dio principal interés a la infraestructura de las comisarías así como a la atención brindada a los denunciantes. De igual forma significó un cambio en la estructura de la institución, a través de la creación de las divisiones de seguridad ciudadana en cada región, como la mejora en la organización de las comisarías y la simplificación de sus trámites administrativos, aspectos de gran importancia en el esfuerzo por hacer más eficiente la labor policial y reducir los índices de inseguridad y de delito.

         A pesar de las buenas intenciones, ambos ministros tuvieron un período de no más de dos años (no consecutivos) en sus cargos, lo que significó importantes avances y retrocesos en la estrategia planteada.

c) Policía Comunitaria

         La relación con la comunidad se ha convertido en uno de los elementos centrales de cualquier estrategia de prevención y control del delito. Así, la mayoría de las instituciones policiales de la región han adoptado un discurso que pone énfasis en la importancia de la colaboración con la comunidad.

         El abanico de acciones consideradas comunitarias es amplio y abarca iniciativas como grupos vecinales de vigilancia, asistencia a cuentas públicas, generación de financiamiento para las policías locales, y participación en proyectos de prevención. Lamentablemente estas iniciativas se han quedado en muchas ocasiones a nivel del discurso político e institucional y no se han visto reflejadas en cambios al interior de las policías que permitan una efectiva interrelación con la ciudadanía. Las iniciativas de policía comunitaria desarrolladas en América Latina son recientes y han sido poco estudiadas. El experto en temas policiales, Hugo Frühling, ha realizado una de las primeras sistematizaciones de diversos casos en la región y establece algunos elementos que requieren ser enfatizados[9].

         En primer lugar, estas iniciativas generan cierta disminución de algunos delitos, así como del sentimiento de inseguridad de la población que observa una mayor presencia policial en las calles. Adicionalmente, se evidencia una mejor imagen ciudadana respecto de la institución y principalmente de los oficiales a cargo del patrullaje vecinal. Finalmente, los esquemas de policía comunitaria involucran una disminución de las posibilidades de abuso policial o uso innecesario de la fuerza debido al conocimiento que tiene la población de los oficiales a cargo del patrullaje.

         Por otro lado, estos esquemas no son método eficaz para controlar el crimen (Rico y Chinchilla, 2003, p. 102) sino más bien para enfrentar algunas situaciones concretas a nivel local. De igual forma se evidencia que las propuestas son de difícil adaptación en las estructuras policiales debido a la necesidad de descentralizar la toma de decisiones y disminuir la forma militarizada de su accionar, siendo estas últimas, dos de las principales características de las policías latinoamericanas. Otra de las limitantes se relaciona con su evaluación, debido a la necesidad de definir cuáles son los indicadores de eficiencia y sobre todo en el plazo que éstos pueden ser evaluados. En este sentido, la participación limitada de ciertos miembros de la institución en estrategias comunitarias parece erosionar las bases mismas de un modelo alternativo de funcionamiento policial en la región.

2. La privatización de la seguridad

         La sensación de inseguridad de la población, vinculado con el evidente colapso de las instituciones policiales en la disminución de la criminalidad, ha traído de la mano el aumento explosivo de la industria de la seguridad privada.  Este incremento se estima en 8% anual de forma casi sostenida en los últimos 15 años, es decir, por encima del promedio mundial del 5%. Hoy en día, en la mayoría de países de la región, el número de guardias privados sobrepasa a aquellos de las instituciones policiales. Lamentablemente la regulación sobre estas empresas es aún limitada y se estima que un alto porcentaje de las mismas son ilegales[10] . De esta manera la informalidad se instala en una industria donde sus trabajadores se enfrentan a importantes niveles de riesgo personal.

         En algunos países como Argentina y Perú, estas empresas contratan a personal policial en sus horas fuera de servicios ya sea pagando “adicionales” o “sueldos paralelos” por los servicios brindados. Esta situación presenta un serio problema debido a la sobrecarga laboral que experimentan aquellos que cumplen con más de 12 horas de trabajo diario, cuestión aún más problemática si se toma en consideración que dicho personal porta armas de fuego.

         En otros países la seguridad privada dedicada al control domiciliario (es decir las casetas con vigilantes en barrios cerrados, la colocación de alarmas, y el “patrullaje”, entre otros), se realiza con personal que no tiene autorización para portar armas. El caso chileno puede servir para describir el proceso de expansión de este sector de la economía, el que parte por diferenciar entre vigilantes privados y guardias privados. Los primeros cuentan con permiso para portar armas y se dedican especialmente al servicio de seguridad en bancos y empresas de transporte de  valores. Por otro lado, los guardias privados no tienen permiso para portar armas y se dedican a prestar servicios a terceros. En la actualidad se estima que más de 35 mil personas trabajan en este rubro, lo que supera al número total de Carabineros de Chile dedicados al patrullaje residencial.

3. ¿Policialización de los militares o militarización de las policías?

         El incremento de la problemática delictual en América Latina evidencia la necesidad de medidas efectivas para enfrentarla. Los magros resultados obtenidos en los últimos años por parte de las instituciones policiales han permitido una mirada pública y política hacia las fuerzas armadas y el posible rol que podrían jugar en estas iniciativas. Adicionalmente, se argumenta que las fuerzas armadas cuentan con mayor respaldo y confianza ciudadana. Según datos aportados por Latinobarómetro, el 2004 la mitad de los entrevistados de América del Sur mostraron confianza en las fuerzas armadas mientras que sólo un tercio confía en las policías. De esta forma, se ha generado un contexto donde la participación de los militares en el control de la delincuencia es considerado como una posibilidad (cuando no una necesidad), lo que puede poner a las policías en un rol secundario. En otras palabras, se puede generar la sensación de que la actividad militar es más eficiente en el control de la delincuencia y por tanto convertirlos en los líderes de dichas iniciativas.

         El incremento del tráfico de drogas y del crimen violento ha intensificado la erosión de las instituciones políticas y sociales, ha aumentado el temor de la población y sobrepasado a instituciones poco efectivas en varias esferas del Estado. Si a esto sumamos el constante incremento de problemas sociales y en algunos casos el resurgimiento –y posible propagación– de las guerrillas, existe una fuerte presión por la participación de militares en los llamados “conflictos de baja intensidad”, entre los que se destacan las iniciativas de contrainsurgencia y contraterroristas. Muchos gobiernos sienten que no tienen otra opción más que llamar a los militares a la hora de enfrentarse al crimen urbano.

         La falta de profesionalización de las policías establece un campo de cultivo donde la militarización de la seguridad pública se convertirá en un elemento semi-permanente en el emergente orden político latinoamericano.

         Lamentablemente se evidencia un largo proceso que tiende a poner énfasis en la participación militar en iniciativas de control interno. Así por ejemplo, en abril de 1999, con el propósito de reducir el nivel de inseguridad urbana en la Ciudad de Buenos Aires, el presidente Menem apeló a “poner en la calle” a la Gendarmería Nacional y a la Prefectura Naval Argentina. Esta situación se repitió en diversas ocasiones no sólo en la ciudad de Buenos Aires sino también en otras provincias del país.

         A pesar de la presencia de hechos específicos donde se utilizó la fuerza militar en la década pasada, durante los últimos años esta intervención ha aumentado significativamente. Probablemente el caso más extremo se encuentra en Centro América, donde incluso se han realizado cumbres presidenciales para tratar el tema de la seguridad interna, específicamente vinculada con la presencia de pandillas juveniles. El acuerdo de la cumbre de presidentes realizada en Tegucigalpa en Abril del 2005 reconoce, en su primer artículo, la necesidad de “Renovar su compromiso de defender la ciudadanía y el Estado de derecho de manera urgente e integral, contra la grave amenaza de los grupos conocidos en algunos países como “maras”, “pandillas” o “gangas”, y siempre con estricto apego al ordenamiento jurídico interno de los Estados y respeto estricto de los derechos humanos, atendiendo su carácter trasnacional”. Esta declaración instala el debate de la violencia juvenil vinculado a las maras en un plano regional e incluso mundial, donde sin duda los militares tendrán un rol importante. En la misma reunión se definió la creación de un grupo de elite con miembros de ejército y policías de todas las naciones de Centro América como “mecanismo regional para combatir el tráfico de drogas y el crimen organizado”.

         Esta preocupación regional por la delincuencia no es un hecho esporádico. En la cumbre del año 2004 se definió la necesidad de elaborar planes para la conformación de una fuerza subregional de respuesta rápida. En diversas acciones internas los gobiernos centroamericanos han puesto énfasis en medidas represivas como la “súper mano dura” de El Salvador, “Libertad Azul” en Honduras, y “la escoba” en Guatemala.

         Brasil es un país donde se evidencia esta misma tendencia con una mayor intensidad. En 2004 se desarrolló una ofensiva antibandas en Río de Janeiro que contó con la participación de efectivos de policía y militares, y se realizaron intervenciones en diversas favelas del país. Así mismo, se creó la Fuerza Nacional de Seguridad Pública que tiene por objetivo responder a los problemas graves de inseguridad e incluye personal de las fuerzas armadas dedicadas a la tarea específica de recuperar armas robadas de arsenales militares. Adicionalmente, se aprobó una ley que permite que los gobiernos estatales convoquen a las fuerzas armadas directamente en aquellos casos que se requiera de su apoyo para combatir el crimen organizado, así como el despliegue de otras amenazas localizadas. Finalmente, a inicios del 2005, el gobierno brasileño autorizó la masiva utilización de miembros del ejército para enfrentar la violencia rural en la Amazonía brasileña.

         Lamentablemente, las situaciones descritas previamente no son excepciones en la región sino por el contrario, reflejan un paulatino proceso de incorporación del ejército en tareas vinculadas con el mantenimiento del orden interno, con situaciones extremas en Paraguay y Jamaica. En el primer caso, en marzo del 2004 el presidente anunció un programa de seguridad que cambia la constitución para permitir que los militares participen en el rol interno. De igual forma, a mediados de mayo del 2005 se introdujo el debate sobre la conformación de una única entidad a cargo de la seguridad que incluya ambas fuerzas (ejército y policías) en Jamaica, estableciendo por ende un debate sobre la fusión de ambas instituciones.

         Este proceso tiene repercusiones regionales importantes y cuenta con un aliado clave: el gobierno del presidente George W. Bush. A continuación se describe brevemente esta posición y las definiciones regionales de política que incluye.

III. EL “APOYO” DESDE LOS ESTADOS UNIDOS

         Además de los mecanismos de cooperación intrarregional existentes, Estados Unidos –a partir del 11 de septiembre del 2001– juega un rol cada vez más importante en la definición de políticas de seguridad. Sin embargo, las propuestas esbozadas para la región no se deben exclusivamente a dicho acto terrorista, sino que estaban en la agenda republicana desde años previos. La utilización del ejército en tareas antinarcóticos adoptada a mediados de los años 80 durante el gobierno de Reagan demuestran este punto. Un ejemplo más reciente se presenta a inicios del año 2001, momento en que la Fundación Heritage proponía que la administración Bush debería “promover acuerdos cooperativos entre los vecinos para enfrentar las amenazas emergentes de las armas, drogas, terrorismo, entre otros. Y en este sentido, debería apoyar el desarrollo de protocolo de colaboración y coordinación entre los militares y las instituciones civiles para enfrentar estos problemas de forma interna y regional”[11].

         En los últimos años esta postura se ha visto enfatizada por diversos actores políticos de primer nivel del gobierno norteamericano. Así por ejemplo, el Comandante General James Hill en su discurso de toma de posición (Posture Statement), a inicios del año 2004, enumeró un listado de amenazas en la región que iban mucho más allá de aquellas generalmente atendidas por los militares. Entre éstas se identificó el “populismo radical” y las “pandillas juveniles” como amenazas mayores a la estabilidad de la región e incluso sugirió que los militares (antes que las policías) tienen un rol en su control.

         De igual forma, el Congresista Republicano Dan Burton explicitó en una reciente intervención: “Las pandillas representan una real amenaza para que crezca el terror. Ellas están unidas a numerosos hechos de muerte, extorsión, robo, secuestro y asaltos violentos así como contrabando de autos y armas”. En este contexto afirmó que es “claramente en el mejor interés de todos que nosotros enfrentemos este problema ahora, para que de esta forma se acabe con la amenaza de violencia pandillera transnacional en el Hemisferio”.

         Finalmente, en la reunión de Ministros de Defensa de las Américas realizada en Quito en el año 2004, el Secretario de Defensa de los Estados Unidos Donald Rumsfeld declaró que los terroristas, traficantes de drogas, secuestradores y pandilleros forman una combinación que desestabiliza la sociedad civil. Estos “enemigos” utilizan las fronteras donde los gobiernos no actúan, por ende aprovechan las limitantes individuales, por lo que Rumsfeld enfatizó en la necesidad de una acción colectiva.

         El comentario del secretario ciertamente toca fibras sensibles en muchos países de Latinoamérica, incluyendo a México, con respecto a la participación del Ejército en la policía y en la administración de justicia. Para las fuerzas militares, dicho comentario quizá se entienda como un apoyo a la idea de convertirlas en fuerzas policiacas, algo a lo que se han resistido durante mucho tiempo. Para los grupos de derechos humanos, el comentario quizá parezca defender a sus adversarios, incluyendo algunas partes de las fuerzas de seguridad. Sin importar de qué manera se interprete, el comentario inyecta vida a un viejo asunto.

         Todas las citas anteriores muestran que Estados Unidos no juega un rol pasivo en esta temática en la región. Muy por el contrario, ha delineado una clara estrategia por la cual algunos problemas que previamente fueron considerados de orden público ahora se convierten en amenazas regionales. En este sentido, el experto en seguridad de El Salvador, José Miguel Cruz, afirma que parte de la internacionalización de las pandillas tiene directa relación con las políticas represivas utilizadas en los últimos años que las han llevado a conformar alianzas con los narcotraficantes y migrar a países donde el control[12] es menor.

DESAFÍOS

         La participación de los militares, especialmente el ejército, en tareas vinculadas con la seguridad interna muestra una tendencia creciente en la región. La pérdida de legitimidad de las instituciones policiales para enfrentar la problemática delictual, unida a la preocupación americana sobre las “amenazas emergentes”, establece un contexto más que fecundo para plantear esta alternativa.

         Esta participación militar en las políticas de control de la delincuencia no puede ser aceptada sin considerar las brechas que genera. En primer lugar, la supuesta efectividad de los militares en estas tareas no debiera soslayar la necesidad imperiosa en la mayoría de los países de la región de avanzar en procesos de reforma de las instituciones policiales. Procesos que pongan especial énfasis en la calidad del servicio ofrecido, la profesionalización de sus miembros, la disminución del abuso en el uso de la fuerza, el respeto a los derechos humanos y la erradicación de las prácticas corruptas.

         En el mismo sentido, se torna prioritario regular el floreciente negocio de la seguridad privada y evitar tanto la conformación de grupos parapoliciales que tengan bajo su vigilancia importantes sectores de una ciudad –e incluso países– como para vigilar una industria que puede tener consecuencias directas sobre los pilares del mantenimiento del Estado de Derecho.

         En aquellos países donde esta tendencia parece irreversible, es prioritario establecer una definición clara del rol de los militares en la seguridad pública.  Poniendo énfasis en la necesidad de mantener separados los ámbitos de acción entre policías y militares y destacando que una política de “guerra interna” tiene consecuencias claras no solo en la consolidación de los diversos “bandos” sino también sobre la consolidación de la imagen del “enemigo interno”. En este sentido, la historia reciente muestra que las iniciativas desarrolladas con estos marcos de acción generaron profundas rupturas sociales y graves violaciones de derechos humanos.

         El problema básico radica entonces en que el Ejército está entrenado y organizado para acumular la máxima fuerza posible a fin de destruir al enemigo, poniendo énfasis en la jerarquía, la disciplina, la lealtad y en mantener el secreto. Adicionalmente en la mayoría de los países latinoamericanos los ejércitos han tendido a resistirse a la supervisión y el control civil. En contraste, los oficiales de policía son (o deberían ser) entrenados y organizados para resolver problemas, operando en cercana colaboración con la sociedad. Deben conocer la ley, respetarla profesionalmente y usar la fuerza mínima para desempeñar sus tareas. Más aún, la policía debe ser receptiva a los controles del gobierno y de la sociedad civil.

         Lamentablemente, las fuerzas policiales regionales y locales (con la excepción de la policía chilena y tal vez la colombiana) carecen del entrenamiento, las armas, la información y la movilidad para enfrentar a los grupos criminales más grandes y mejor organizados. Asimismo, son instituciones que sufren problemas estructurales de corrupción e ineficacia. Finalmente, los esfuerzos dirigidos a reformarlas avanzan lentamente o no existen.

         Lo anterior nos brinda un panorama complejo donde se requiere en primer lugar poner el acento en la necesidad de debatir la pertinencia de dicha injerencia militar en las acciones de seguridad pública, así como las consecuencias que estas intervenciones pueden generar en las instituciones mismas, así como en la sociedad en general.

1 Barbero, Martín. 2000. “La ciudad que median los medios”. En: Mabel Moraña (edit.). Espacio urbano, comunicación y violencia en América Latina. Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Universidad de Pittsburg.
2 PNUD. 1998. Las paradojas de la modernización. Santiago, Chile.
3 Bailey, John y Lucía Dammert (en prensa). Public Security and Police Reform in the Americas. University of Pittsburgh Press.
4 ruz, José Miguel (en prensa). “Violence, Citizen Insecurity and Elite Maneuvering: Dynamics of Police Reform in El Salvador”. En: Bailey, John y Dammert, Lucía (edit.). Public Security and Police Reform in the Americas. University of Pittsburgh Press.
5 Bailey, John y Lucía Dammert (en prensa). Op. Cit.
6 Dammert, Lucía. 2005. “Reforma Policial en América Latina”, Revista Quórum. Universi-
dad de Alcalá, España.
7 Bayley enfatiza que “si la incidencia del crimen y el desorden se percibe como inaceptable
o creciente, la reforma policial será inhibida”. La reforma en estos casos puede ser vista como una distracción de la aplicación efectiva de la ley. Bayley, David H. 2001. Democratizing the Police Abroad: What to Do and How to Do It (Washington, D.C.: U.S. Department of Justice, National Institute of Justice, Issues in International Crime, http:/ /www.ojp.usdoj.gov/nij).
8 Sain, Marcelo. 2002. Seguridad, democracia y reforma del sistema policial en la Argentina. Buenos
Aires: Fondo de Cultura Económica.
9 Frühling, Hugo. 2003. Policía Comunitaria y Reforma Policial en América Latina. ¿Cuál es el impacto?
Serie Documentos del Centro de Estudios en Seguridad Ciudadana, Instituto de Asuntos
Públicos de la Universidad de Chile.
10 Además de los aproximadamente 1.600.000 guardias de seguridad registrados formal¬mente, se estima que hay más de dos millones realizando tareas de seguridad de forma ilegal.
11 Jonson, Stephen. 2004. A New U.S. Policy for Latin America: Reopening the Window of Opportunity. Backgrounder #1409. The Heritage Foundation.
12 Cruz, José Miguel. 2005. The Gangs of Central America. Project Syndicate. http://
www.project-syndicate.org/commentary/cruz1

REFERENCIAS
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