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Año III - Nº 213
Uruguay, 22 de diciembre del 2006
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Marcos Cantera Carlomagno
"Una cuestión de estatus…"
por Marcos Cantera Carlomagno
 
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      Hace 33 años descubrí, y aún tengo fresco el asombro, que en la fábrica donde había comenzado a trabajar los obreros iban en flamantes Volvos y Mercedes y los directores en bicicleta. En mi mundo mental, y según lo que había visto en América latina y en África, los obreros iban a su trabajo en bicicleta y los directores en auto. Ni siquiera en Europa latina, donde el nivel de vida era relativamente bueno (Portugal y España) o decididamente bueno (Italia y Francia) había visto los papeles tan cambiados. Pero en Suecia los obreros llegaban evidentemente a sus fábricas en coches último modelo y los jefes pedaleando. Había (hay) detrás de eso reglas no escritas ni orales siquiera; reglas que establecen lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer si uno pretende ubicarse en una situación de estatus social anhelada. Más allá de que andar en bicicleta era bueno para los pulmones y el cuerpo en general, es decir los aspectos meramente gimnásticos de la cuestión, los directores suecos de fines de los 60 y comienzos de los 70 sabían que sentarse en el Saab o en el Volvo que guardaban en el garaje de su casa para ir al trabajo atentaba contra su perseguido estatus social.

      A comienzos de los 80, más precisamente en 1983, cuando mi hija era pequeña, recibí la visita de un querido amigo con quien había compartido años de estudios secundarios y tardes de charlas y caminatas por la Rambla montevideana. Mi amigo, convertido en aquel entonces en un prometedor profesional, estaba de viaje por Europa y pasó un par de semanas conmigo. Yo estaba en ese entonces gozando mi licencia paga por paternidad. La primavera era aún un esbozo. Luego del desayuno, salíamos a caminar, tirando del carrito con Emilia dentro. Recorríamos los parques del entorno, íbamos el centro, salíamos para el lado del arroyo, comparábamos paisajes y hábitos, hacíamos planes de futuro y recordábamos viejos tiempos. Un día, casi antes de partir, mi amigo se puso solemne y me dijo que había decidido renovar hábitos. Ni bien llegase a Montevideo y retomase su actividad de contador y consultor empresarial, iba a cambiar de vestuario y comprarse una bicicleta. Su sueño era poder hacer como yo: dedicarle más tiempo a los hijos, vestirse informalmente y moverse más sanamente. El proyecto le duró horas, y a la cena reconoció lo quimérico de su propuesta: “si hago eso”, dijo con tristeza, “mis clientes me abandonarán porque creerán que me fundí…”.

      Vayamos atando cabos. Por ejemplo este: el estatus toma diferentes formas y contenidos no solamente entre las diferentes clases sociales sino que también entre las diferentes sociedades. Pero es equivocado pensar que el estatus, y la “listita” de cosas para hacer que el mismo propone e impone, está condicionado pura y exclusivamente por una cuestión de forma: aquello que ven los demás. Hay, también, una profunda cuestión de contenido, eso que no se ve de afuera y que está relacionado con una determinada escala de valores. En otras palabras: yo no había sacado licencia por paternidad para ir a dar vueltas por la calle a fin de que “me vieran” los vecinos haciendo algo considerado socialmente correcto. Detrás de esa decisión había algo mucho más importante y profundo: el placer de poder estar con mi hija, el compartir con ella ese momento tan especial, tan corto y tan irrepetible de su primer tiempo en la vida. De la misma manera, los directores de empresa que dejaban el auto en el garaje e iban en bicicleta a su trabajo no lo hacían (sólo) por una cuestión de forma, sino que (también) por otros motivos más fundamentales y enraizados como por ejemplo una filosofía de vida equis, una relación natural con su cuerpo y una especial consideración hacia la naturaleza. Para los obreros de esos directores, lo esencial era la reafirmación del éxito personal, de sus logros materiales, de su avance social, identificado en las cilindradas del motor. El estatus está por lo tanto condicionado por la escala de valores que cada uno comparte y por la visión del mundo a la cual uno adhiere. Y sin embargo, su definición final es el resultado de una mezcla de “lo que yo realmente quiero” y de “lo que dirán los otros”, cuyas proporciones varían de caso en caso, de persona en persona, e incluso dentro de una misma persona de tiempo en tiempo, según el proceso de maduración de cada uno.

      Hay quien sostiene que la “lista del estatus”, es decir eso que hacemos o anhelamos o priorizamos, es una especie de termómetro civilizatorio. En otras palabras: dime cual es el estatus que persigues y te diré cuán civilizado eres. Hay, por supuesto, quien sostiene lo contrario, y también quien prefiere quedarse a mitad camino. ¿Podría ser de otra manera?

      Una reflexión que me gustaría hacer, llegado a este punto, tiene que ver con el proceso de “filtración” de los ideales de estatus. Norbert Elías y otros gigantes del pensamiento han escrito montañas de cosas sobre este tema de la transmisión cultural. No hay una única verdad al respeto, por supuesto, pero personalmente estoy convencido que las llamadas clases altas establecen ideales de estatus que a menudo se “filtran” hacia otros sectores de la sociedad. Veamos algunos ejemplos. Hace más de mil años, en los castillos feudales se creó una serie de ritos caballerescos. La palabra deriva de la condición de quienes cultivaban esos modales: eran los caballeros, es decir aquellos que tenían el privilegio de poder ir a caballo, la elite social de la época. A partir de entonces, la caballerosidad, como ideal de comportamiento social, se ha practicado en ambientes cada vez más amplios. Caballerosidad es sinónimo de cortesía, cuyo nombre proviene de corte, es decir del espacio en el cual se movían los cortesanos. Y no sólo eso: ¿de dónde surge la idea de nobleza como sinónimo de claridad, honestidad, superioridad, excelencia y demás cosas lindas? Simplemente de la misma elite social medieval: los nobles (“nobilis” significa en latín conocido, célebre, famoso), o sea los caballeros, o sea los cortesanos. El opuesto al noble, vale la pena recordar, es el villano, concepto que define a alguien ruin, rústico, indigno y descortés. Los villanos eran “el pueblo”.

      Sigamos. Hace 400 años, en la corte de Versailles, el Rey Sol Luis XIV terminó de domesticar a la levantisca nobleza que aún pataleaba y ésta creó un sistema de normas de conducta (la famosa “etiqueta”), las cuales regulaban las formas de comer y de relacionarse, de vestir, de actuar en público y de expresarse, que luego se fueron difundiendo por las otras cortes europeas antes de ser adoptadas por la burguesía financiera primero, por la burguesía industrial después, por la clase media mucho después y por el campesinado y la clase trabajadora por último. En Versailles se estableció el uso del tenedor y se prohibió clavarle el cuchillo al vecino de mesa, se erradicaron los eructos en público y se cultivó el coqueteo con la mujer del mejor amigo: todas cosas estas que en forma de círculos concéntricos luego se irían desparramando por el ancho mar de la Humanidad. Y por eso no es casualidad que ciertos conceptos centrales en este agradable campo de la actividad social provengan justamente del francés: etiqueta, coquetería, galantería, dama, sofá, canapé, buró, ballet, minué, menú, servilleta, paté, rapé, champagne, consomé, bombón. Y retrete.

      Al mismo tiempo que don Luis XIV amaestraba a sus nobles con los torneos y las justas, los bailes de salón y la caza con halcones, sus colegas al sur de los Pirineos creaban otro estilo de estatus. Ya la España de los Reyes Católicos había estado poblada por más curas que los que necesitaba la fe y por más caballeros de lo aconsejable para la tranquilidad interna. Durante Carlos V y sus descendientes, la población conjunta de curas, monjas, sacerdotes y frailes de todo pelo y orden, hidalgos, nobles, caballeros y ricos hombres, o gentilhombres como gustaban denominarse, siguió aumentando hasta ser mayoría (hidalgo, recordemos, proviene de hijodalgo, es decir hijo de algo, como si quien no lo fuera hubiese sido hijo de la nada). Flotando sobre toda esa ilustre mesnada y por debajo de Su Graciosa Majestad pululaban los corregidores, alcaldes, comendadores, capitanes generales, almirantes, marqueses, condes, duques, infantes, príncipes, abades, presbíteros, arciprestes, obispos, arzobispos y cardenales. Tal profusión titulatularia no se debía a una cuestión espiritual o nobiliaria, sino que más bien a un par de detalles de primera envergadura: entre otros privilegios, los religiosos y los nobles no trabajaban y no pagaban impuestos. Todo eso siempre ha sido motivo de mucho estatus en el mundo latino. Por lo tanto, mejor ser un escuálido don Quijote a un orondo Sancho Panza; mejor blandir un escudo oxidado a un arado lustroso; mejor montar un famélico rocín a un robusto asno. Tan grande era la cantidad de esta privilegiada raza, que se distinguían ocho tipos diferentes de hidalgos (de sangre, de cuatro costados, de solar conocido, de ejecutoria, de devengar quinientos sueldos, de privilegio, de gotera y de bragueta) y nada menos que diez y siete tipos de caballeros (andante, cuantioso, cubierto, de alarde, de conquista, de espuela dorada, de industria, de cuantía, de la jineta, de la sierra, del hábito, de mohatra, de trinchera, mesnadero, gran cruz, novel y pardo). Los menguados hidalgos ibéricos podrían comer mal y salteado, pero eran envidiados. Con el aumento galopante de la deuda externa e interna (sólo una boda, la de Felipe III con su prima Margarita, costó el 10% de todas las remesas de oro y plata americanas de ese año), creció la raza de los compradores de bonos del Estado. Más oro y más plata llegaba de América, más se empobrecía España. ¿Para qué trabajar y producir si se podía importar todo hecho? Surgieron así los rentistas: vagos que prestaban dinero a la Corona o a la nobleza, o que invertían en tierras para arrendar (jamás para trabajarlas ellos mismos), y pasaban los días y la vida sin hacer nada más que probar su nueva carroza y sus nuevos ropajes, con la esperanza de ser vistos camino a la Plaza Mayor. La literatura del Siglo de Oro está repleta de casos como esos. De esa forma, se juntaron dos tipos de vagancia: la del hidalgo y la del rentista. Y por la manera que fuese, todos aspiraban a vivir así. Como anotó el economista Martín González de Cellórigo, en 1600: “el no vivir de rentas no es trato de nobles” y sólo quienes se dedican a “la holgura y el paseo” son estimados y respetados. A la recién descubierta América, el ideal del Conde de la Bartola llegó con las primeras carabelas y creó moda. Cuando Colón, un marinero y comerciante genovés, quiso obligar a trabajar a toda la tripulación por igual en su segundo viaje, pues había que construir prestamente techos y paredes para habitar, la mayoría se rebeló, secuestrando las naves y volviendo a España. El nuncio apostólico Bernal Boyl explicó con toda claridad ante los Reyes el motivo de ese motín: Colón, dijo el ofendido obispo, pretendía “que todos se dedicaran a la albañilería, sin excepción de clase alguna”. Pecado mortal este intento democratizador que signó el comienzo del fin del Descubridor. Todo esto que regía la existencia en la Hispania de Quevedo y Cervantes no es historia de libros: aún hoy, siglos más tarde, es sueño de muchos entre nosotros “hacer un gran negocio”, o sacar el primer premio de la lotería y vivir luego de rentas el resto de la vida (principio ético y moral sintetizado en las contundentes fórmulas populares “colocarse pa´l resto de la zafra”, “ser Gardel” o “andar de bigote parado”).

      Avanzando en el tiempo vemos que hace 150 años, la aristocracia veraneaba en la Costa Azul y se reunía en los Alpes suizos para esquiar durante el invierno o respirar aire puro en los sanatorios de Davos. Hoy, cualquier hijo de vecino europeo puede hacer eso (y de hecho lo hace). Pero la aristocracia (de sangre o política) y sus agregados dentro de la burguesía empresarial y el jet set internacional ya han descubierto horizontes nuevos: para que la elite sea elite, no puede dedicarse a hacer algo que todo el mundo hace, pues si la elite hace las mismas cosas que el vulgo, entonces, por definición, ya no es elite. Y la elite quiere seguir siendo elite, es decir única y diferente. Resumiendo: caballerosidad, cortesía y nobleza son elementos que dan mucho estatus. Por el contrario, lo peor es la vulgaridad, que deriva del latín vulgus (“masa del pueblo”) y según la Real Academia significa algo “que es impropio de personas cultas o educadas”.

      En un plano más cercano, más concreto y más palpable encontramos el “adiestramiento” de la sociedad a partir de los preceptos burgueses y pequeñoburgueses: hacia fines de siglo XIX, el grueso de la gente vivía aún en grandes espacios comunes, sin mayores preocupaciones por cuidar la privacidad: en el mismo cuarto dormían tres generaciones y allí no había “secretos de alcoba”. No era raro que dormitorio, sala y cocina fuesen una misma cosa. En las aldeas, el baño era al aire libre y a la vista pública. Pocos hogares tenían puertas internas y generalmente bastaba con una cortina para separar las diferentes regiones. Pero la nueva elite burguesa impuso su modelo civilizatorio propio, los hogares se dividieron en un espacio público (hall de entrada, recibidor, sala de estar) y en un espacio privado, vedado a las miradas de las visitas (dormitorios, cocina, despensa, baños). Nació así el culto a la intimidad, con sus rituales de “secretos de familia”. Estas transformaciones físicas se produjeron paralelamente a otras transformaciones, más abstractas pero no por ello menos nítidas. El volumen de voz bajó, la elección de las palabras se convirtió en algo decisivo, la forma de vestirse y de comportarse también: se creó el culto al “buen tono” y a la mesura. Los impulsos naturales se domesticaron: se condenó el sexo informal, tan común en otros tiempos, y se redactó un complicado manual de relacionamiento entre hombres y mujeres pleno de recato y moderación. La moral se desdobló: con la novia se “hacía manito” frente a la mirada inspectora y condescendiente de la futura suegra, el resto se efectuaba en las “casas de tolerancia”, llamadas justamente así porque eran consideradas un mal necesario para que el señorito se sacase las calenturas con una mujer de la vida (o de la calle) y respetase el honor y el buen nombre de su futura esposa. La higiene personal se convirtió en algo central, avalada como estaba por la ciencia. Los sacerdotes de sotana negra perdieron terreno frente a los sacerdotes de guardapolvo blanco, pues la gente comenzó a prestarle más atención a los médicos y a otros científicos y menos a los curas. Se delinearon con claridad los roles: por un lado el padre de familia, respetable responsable del bienestar del grupo, por el otro la madre, abnegada ama de casa y gobernante del hogar. Y, para gran desgracias de épocas venideras, se inventó la adolescencia, algo desconocido en épocas anteriores.

      Durante las décadas subsiguientes, el proletariado adoptó el ideal de privacidad burgués, asumiendo el sueño del techo propio, alimentando la ilusión del hogar dulce hogar y abandonando lo antes posible el escandaloso conventillo para pasar a vivir en una casa con dormitorios separados, living con juego de sofá y ordenado jardincito al frente. Algunos, incluso, hicieron que la nena aprendiera piano. Con empeño y sacrificio, muchos hijos de estos hogares estudiaron, se recibieron, se convirtieron en profesionales y “mejoraron” su estatus. La obra de Florencio Sánchez “M´hijo el dotor” es un buen ejemplo de ese ideal de ascenso social. Pero nada hay de extraño o de detestable o de irrisorio en todo esto: es simplemente un eslabón más en la larga cadena cultural de la Humanidad. Hasta el mismísimo Lenin, padre de la revolución bolchevique, señaló que “la cultura dominante en una determinada sociedad es la cultura de su clase dominante”.

      Todo este razonamiento es importante, pues pone una disyuntiva tan crucial como brutal y dolorosa. Quizás hasta traumática. ¿Hay realmente una “cultura proletaria”? ¿Hay realmente una cultura obrera propia e independiente, diversa en sus orígenes y en sus bases de la burguesa o la aristocrática? ¿O es por el contrario que la cultura proletaria está en gran medida compuesta por elementos heredados, filtrados “de arriba”? Basta con ver, además de todo lo señalado anteriormente, el inmenso y ávido consumo de revistas “del corazón” y de programas de TV que tratan de la vida de “los famosos” por parte de los sectores más populares de la población, y los intentos por repetir moldes de actuación o de vida, de lenguaje y de ropaje, para comprender que no hay una cultura obrera (o “popular” como se dice sectariamente), independiente y no “contaminada”: el proceso de civilización es, por el contrario, un gigantesco trasvase de ideales, de normas de conducta, de valores y de muestras de estatus, generalmente de arriba a abajo. Por supuesto que en ese trasvase muchas cosas cambian de forma y contenido, se adaptan a otras condiciones materiales y mentales, adquieren nuevas cargas emocionales y nuevas manifestaciones hasta configurar una “cultura” que a priori parece completamente diferente a las matrices originales. También es cierto que a veces la filtración va en sentido contrario, de abajo a arriba. Sin embargo, esto parece darse más que nada con la música: pensemos por ejemplo en la adopción de tonadas “populares” en la música clásica o en la lírica; recordemos el camino del tango, del arrabal a los salones porteños; tengamos en cuenta el triunfo de la cumbia villera en círculos autoconsiderados elitistas en Argentina, evaluemos incluso el victorioso repiqueteo de los tamboriles negros en los espacios del Montevideo blanco.

      Por eso, las formas y los contenidos que adopta el estatus a veces recuerda a esas cajas chinas, o a esas muñecas rusas, que esconden dentro de sí otras menores y que se esconden ellas mismas en otras mayores, cambiando constantemente las dimensiones de una determinada categoría. En los primeros años 80 vi, en un libro italiano de fotografías comentadas, la imagen de un grupo de prostitutas calentándose en torno a un primitivo brasero, a la salida de Nápoles. Eran putas de carretera, prácticamente lo más bajo que uno pueda encontrar en la jerarquía puteril. Y sin embargo, las llamas del fuego denotaban un orgullo sincero en las miradas y en la postura de esas mujeres de las cuatro letras: en un costado, puesto de forma que los camioneros lo vieran, un cartel toscamente escrito anunciaba que se trataba de “puttane vere”. Putas verdaderas. Toda una declaración de calidad y garantía de que lo que allí estaba a la venta era mercadería original, de primera, y no putas falsas, es decir travestis. Por la misma época se habían puesto de moda las pieles falsas. En Suecia surgió una marca de pieles falsas que pronto se hizo famosa por la alta calidad de sus productos. Ni los leopardos de verdad eran tan verídicos como esos. Aparecieron entonces en el mercado falsificaciones de esas pieles. Por eso, la fábrica en cuestión se vio en la obligación moral de anunciar en la prensa que sus productos eran “las originales pieles falsas”. Andar con una piel falsa original daba, como cualquiera puede entender, mucho más estatus que ponerse una piel falsa falsificada.

      Todo esto viene a colación de un artículo que acabo de leer sobre el resultado de los estudios que cada año lleva adelante un grupo de investigadores escandinavos sobre las mutaciones del estatus social en los países nórdicos. Según estos estudios, en la listita del estatus del 2006 hay algunas cosas conocidas y otras nuevas. Arriba de todo, como lo más apreciado, hay fenómenos tales como saber varios idiomas, tener una buena cultura general (la especialización ya no es un ideal…), ser eficiente en el trabajo, mantener buen contacto con los hijos y poder sacar vacaciones durante todo el verano. Al fondo de la lista, como lo que menos estatus da, encontramos el ser propietaria de un tapado de piel, el pagarle en negro a la doméstica, el jugar al tenis o a los naipes, el tener una agenda repleta y el mantener una activa vida exterior, con muchas fiestas y visitas a restaurantes.

      Evidentemente, el fuerte proceso de tecnificación de la sociedad, el abuso del tiempo con fines de lucro y el vaciamiento de la educación tradicional ha hecho que la revalorización del tiempo libre y el tener una buena base cultural den hoy mucho estatus. El saber varios idiomas es, por su parte, otro eco positivo de la globalización: hay que poder comunicarse con otras gentes, hay que poder entender lo que sucede en otros países ahora que todos formamos parte de una misma realidad. Y a la inversa: la creciente conciencia ambientalista castiga duramente a quienes andan por la calle cargando restos de animales en extinción mientras que el renacimiento de las conductas societarias honestas y transparentes acusan a quienes eluden sus obligaciones morales hacia los otros: es bueno ser efectivo en el trabajo (prueba de honestidad con el empleador) y es malo no pagar impuestos (prueba de deshonestidad con el prójimo). Hace un par de meses, conté en este mismo diario cómo una ministra sueca recién nombrada tuvo que renunciar por haber eludido sus obligaciones morales con la sociedad. Formalmente, nada le impedía seguir siendo ministra. Pero ella sintió el peso de la condena moral y prefirió renunciar voluntariamente al puesto.

      En fin, todo un tema éste del estatus, de lo que es bueno o malo, de lo que es socialmente correcto o socialmente incorrecto, de lo que es moralmente aplaudible y de lo que no lo es. Todo un tema, que merita su buen razonamiento. Antes que la arena de nuestra diminuta playita propia siga desapareciendo por el agujerito, ¿por qué no aprovechar la pausa que deberían implicar las fiestas navideñas para reflexionar sobre ello?

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