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Año V Nro. 296 - Uruguay,  25 de julio del 2008   
 

 
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El cuadro de Babalú
por Graciela Vera
Periodista independiente
Graciela Vera
 
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         Se llama Bubalú, castellanizando malamente un nombre que apenas si comprendí. No importa si  no es correcto, para mí, identifica a un desconocido del que guardo en mi casa un recuerdo entrañable.

         Otra noche de voluntariado en las UMES, las Unidades de Emergencia Social de Cruz Roja, pero no una noche común. Desde el principio nos dimos cuenta de que existía una inusual demanda de ayuda.

         Nuestros habituales ‘clientes’ como cariñosamente llamamos a quienes rutinariamente nos aguardan, ya me he convencido que más que por el zumo, café y las galletas o las ocasionales mantas o prendas de ropa que llevamos para quienes están en situación más precaria y no están en condiciones de ir hasta la sede central para buscarlas, lo que la mayoría desea es una palabra de apoyo, una sonrisa, un oído presto a escuchar sin apresuramientos para desconectarse del dolor ajeno.

         A muchos ya los conocemos. Los ojos inocentes de Cristian, que para nosotros es un niño solitario que nos mira desde una profundidad tan negra como su propia piel, sin comprendernos, quizás con la angustia de no haber encontrado lo que buscaba cuando llegó,  pero sonríe cuando le sonreímos.

         No es el único que no habla el mismo idioma pero no es necesario ser políglotas  para entendernos;  hay un idioma universal y es precisamente ese que utilizamos para  comunicamos con Cristian y con tantos otros: la sonrisa, el apretón de manos,  el convencimiento de que ellos saben que estamos allí porque nos hemos concienciado de sus necesidades, y que hemos dejado que impregnen nuestra piel de su soledad y su necesidad de volver a ser considerados alguien.

         Otros muchos, como Blanca, han nacido en este país pero por distintas circunstancias se encuentran en la calle, sin más techo que un montón de estrellas dormidas entre las constelaciones de la Osa Mayor y Casiopea.

         Blanca nos espera siempre con una sonrisa, ansiosa de recibir un beso, un ratito de conversación y, presta a brindarnos gratuitamente una lección de optimismo en medio del caos; eso parece ser para ella más precioso que el alimento o el abrigo.

         En la madrugada del sábado cada alto de la unidad móvil de Cruz Roja  implicaba que nos rodearan muchas más personas de lo habitual. Nos habíamos detenido para atender a cinco europeos del Este,  de paso ya que aquí, como tantísimos otros no habían encontrado lo que buscaban y resultó que la necesidad de tener algo para llevarse a la boca, esa noche fue de muchos más.

         Entre ellos, más tímido quizás que otros, casi sin atreverse a acercarse estaba Bubalú.

         Yo me encontraba demasiado atareada sirviendo el café y separando las porciones de galletas y zumo como para prestarle más atención; recuerdo que al darle el vaso le dije que tuviera cuidado que estaba caliente, le pregunté de donde era y como se llamaba y si estaba bien.

         Muy poco para lo mucho que se puede dar de uno mismo, pero quizás suficiente para que alguien necesitado de afecto, en un país extraño y sin hablar el idioma, sin comprenderme totalmente se sintiera reconfortado.

         Me dio una bolsa que yo tomé algo desconcertada y en la que había un cuadro.
Cuando me di cuenta que me lo estaba ofreciendo quise rechazarlo, no porque no considerara que es bonito, sino porque pensé que era suyo y quizás el único bien que tenía en ese momento.

         Traté de devolvérselo pero se negó y se fue rápidamente para evitar que yo pudiera insistir, simplemente después de unos pasos se dio vuelta y en un mal español dijo, gracias.

         Es probable que yo no hubiera comprado ese cuadro porque no es del estilo de los demás que hay en mi casa. Pero allí está, en un lugar de privilegio,  porque es un cuadro vivo, el cuadro de Bubalú, un desconocido que  me dio las gracias por muy poco, cuando sería yo quién debiera habérselas dado a él por permitirme la enorme satisfacción de ser útil.

         Esa noche, más que otras, me sentí muy satisfecha de llevar el uniforme de voluntaria de Cruz Roja; mi marido estaba rellenando la planilla de datos y sé que éste orgullo, también lo compartimos.

Almería, en el sur del norte, 21 de julio de 2008

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