El mundo debe acostumbrarse a una realidad no realmente nueva, cuyas consecuencias aparecen cada vez más claramente: la verdadera capacidad de producción no pertenece ya a Occidente. Los tres cuartos de las reservas mundiales están en las manos de compañías de Estado que controlan las tecnologías más modernas y son controladas por países bien decididos a vender muy caro el acceso al tesoro que guardan en el sótano.