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REINO FINAL
Reverenciemos al señor de las moscas,
un réquiem de velos rasgados
envuelve, sudario y mortaja
los confines desolados
de aquel planeta antaño azul.
Ayer, tan siquiera, ayer,
el firmamento entretejía
su infinito imperio de espejos
azules, laberintos interminables
para águilas y nubes,
libérrimo de apocalípticos mandobles
y boquetes asesinos…
Azul antesala de paraíso imaginable,
más cobalto que la esencia del espíritu
y tantísimas veces,
inmensurables desde la chispa creadora,
en las orillas de atardeceres melancólicos
asomaban, entre nubes luminosas
temblores y susurros atrevidos,
que recorrían con alborozo
las regiones pudorosas del iris.
También era un planeta verde,
pero muchísimo más y mejor que jade,
que esperanza deslizada y, aún algunas
de las más codiciadas y perpetradas
entre las piedras preciosas, lujuriosas…
Verde que extendía mantos majestuosos,
calmados, hacia confines insospechados
de tierras, mares, abismos, sueños.
Verde eternidad/infinito, verde,
articulación de una alianza inmutable,
un sello de la perenne divinidad,
compromiso con la vida y el futuro,
todo él era tan enorme, interminable,
y lo era tan sólo ayer, apenas,
a tan sólo un susurro de distancia.
Después llegó el hombre,
resonó el verbo convertido en eco…
y ahora, ya hicimos nuestra parte.
Acrecimos y multiplicamos,
(epicúreos de la progresión caníbal)
y también civilizamos el horizonte,
¡infinitas erecciones de industria en serie!,
estructuramos la ciencia del galope,
reconstruimos el fervor del termitero
y ni siquiera el retroceso de Babel,
o las trágicas burbujas del Titanic
alcanzaron a congelar,
por siquiera un ínfimo milenio,
la enfermiza pasión exterminadora
por crecer, erigir, extender, abarcar,
sembrar sobre tierras calcinadas,
establecer, sobre los últimos espectros
dolientes de bosques martirizados…
Y también excretar copiosa, sucia,
de-sen-fre-na-dí-si-ma-men-te,
y verter después con orgiástica alegría
la ecuación final y harto maloliente
del fétido producto cloacal
¡tan simbólicamente nuestro!,
en la mismísima vena rumorosa
de todos aquellos ríos argentados
(que tan sólo ayer soñaban con valses
y el deslizar furtivo de espíritus del follaje),
en úteros de lagos con almas vespertinas
que ya no mecerán silencio de cristales
ni destellos puros tejidos con agua/sol,
pero, también, faltaba más,
hacia lo profundo de aquellos mares
que eran legendarios y fueron surcados
por leyendas de sirenas y escualos,
mares esos, fecundados en espuma y coral…
A todos ellos les envenenamos
con la exacta saña que patentó Caín,
a todos ellos los vendimos,
traicionamos, de los mismos renegamos,
igual que lo hicimos y lo hacemos
(y por desgracia, con saña seguiremos)
con osos, jaguares y delfines,
y tigres y coyotes y bisontes,
con los antílopes, con los quetzales…
Hasta volver sobre nosotros mismos.
Nosotros,
los hombres, los tan civilizados,
esos absolutos e impertérritos,
tan esclavizados ante la terrible
e interminable cuántica sed
por ese grandioso reino final
de pestes solemnes, sombras escindidas
y de muertes en serie, todos perpetrados,
desembozada e impertérritamente
bajo el signo acusador y siniestro
del austero doctor Malthus.
© Fernando Pintos
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