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Año V Nro. 341 - Uruguay, 05 de junio del 2009   
 
 
 
 
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Visión Marítima

 

Populismo e Industrialismo
por Mario Teijeiro

 
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          El gobierno no se cansa de defender el modelo industrialista por los supuestos beneficios distributivos que tiene. Sus convicciones parecen ser muy profundas, si las juzgamos por el empecinamiento con que se ha enfrentado con el campo y por el aprovechamiento que está haciendo de la crisis internacional para introducir cada vez más trabas a las importaciones. La disminución en los índices de pobreza y cierta mejora en los indicadores de distribución del ingreso parecieron darle la razón hasta el 2006, pero lo ocurrido desde entonces y la comparación de la situación actual con las décadas anteriores, está destruyendo la supuesta evidencia.

          El industrialismo tiene enormes costos económicos al hacernos perder oportunidades excepcionales en los mercados internacionales. Tiene además consecuencias políticas perversas pues transforma a la autoridad presidencial en árbitro permanente de lo que sería justo y debería ganar cada sector, tarea que contribuye decisivamente para tener gobiernos totalitarios detrás de una fachada democrática. Pero si además el modelo fracasa en sus supuestos méritos distributivos, ¿qué argumento queda para sostenerlo? Ningún argumento válido queda en pie. Su subsistencia sólo se explica pues es un instrumento útil para el poder de políticos populistas y porque coincide con los intereses espurios de la industria que se beneficia de la protección.

La evidencia distributiva

          Unas décadas atrás, Argentina era una isla de clase media en medio de una región latinoamericana caracterizada por sociedades “duales”, con pocos muy ricos y muchos pobres. Hoy Latinoamérica continua siendo la región de peor distribución del ingreso pero Argentina ha dejado de ser una excepción y se ha “latinoamericanizado”. En la década del 70 Argentina tenía un coeficiente Gini de 0,36, muy similar al de los países industrializados (0,35), mientras que Latinoamérica tenía en promedio un coeficiente de 0,49. En la actualidad, Argentina tiene un coeficiente Gini similar al promedio latinoamericano (alrededor de 0,50) mientras que el coeficiente Gini de los países industrializados ha permanecido constante. El empeoramiento distributivo en la Argentina ha sido notable y excepcional en un mundo que ha crecido y ha sacado a mucha gente de la pobreza mientras ha mantenido sus niveles históricos de dispersión distributiva.

          El modelo industrialista del Kirchnerismo se atribuye el mérito de haber reducido la pobreza y mejorado la distribución el ingreso, pero sus éxitos solo pueden mostrarse en relación al momento del colapso en el 2002. Según Ernesto Kritz, los indicadores distributivos mejoraron entre el 2002 y el 2006, pero han vuelto a deteriorarse a partir de entonces. La pobreza según sus medidas privadas habría retornado al 32.3% de la población en el 1er semestre del 2008 y este nivel es superior a cualquier año de la Convertibilidad, cuando la pobreza era de alrededor del 25% de la población. En materia de distribución relativa, la brecha de ingresos entre el 10% más rico y el 10% más pobre es ahora prácticamente la misma que en el último trimestre de 1998; seis puntos mayor que a fines de 1994; y 12 puntos mayor que en octubre de 1988.

          Desde el 2002 el modelo industrialista ha justificado meter la mano por todos lados en la economía pero en materia distributiva estamos peor que en la Convertibilidad, mucho peor que en los 70 y para colmo, estamos nuevamente empeorando. Además las mejoras distributivas desde el 2002 tuvieron mucho que ver con el punto de partida –una crisis profunda- y una subsiguiente situación internacional muy favorable. ¿Dónde están entonces las bondades distributivas de este modelo?

Populismo e industrialismo

          El industrialismo, definido como el modelo económico que a través de múltiples formas de intervención privilegia el desarrollo industrial sin importar su eficiencia, ha sido históricamente el modelo económico del populismo latinoamericano. La asociación íntima entre populismo e industrialismo deviene de la supuesta capacidad del desarrollo industrial para mejorar la distribución del ingreso, que es el objetivo excluyente del populismo. El populismo privilegia el desarrollo industrial porque supuestamente da empleo y beneficia a los pobres; y condena a los demás sectores a un rol subsidiario de apoyo al desarrollo industrial, pues serían sectores que fundamentalmente generan rentas para los ricos. Así el modelo industrial exige que el sector agropecuario pague retenciones a la exportación para que haya alimentos baratos que aumenten el salario real y las masas urbanas tengan mayor capacidad de comprar bienes industriales. También exige que se graven las exportaciones de energía y otros insumos industriales, para que la industria tenga costos bajos y pueda “agregar valor”. Exige que se controle el sector financiero, para que haya tasas de interés que permitan el financiamiento barato de la industria o el financiamiento del consumo de bienes industriales. También controla las tarifas de servicios esenciales para evitar la reducción del salario.

          En definitiva, el industrialismo es el brazo económico de la discriminación populista, de esa forma de hacer política que divide a las sociedades entre los buenos (los pobres) y los malos (los ricos), entre los supuestamente productivos (la industria) y los supuestamente rentistas parasitarios (el agro, el comercio y los servicios). ¿Pero cuán evidente es que un programa industrialista, que interviene a doquier en el sistema de precios, restringe las importaciones y grava o prohíbe las exportaciones, sea un instrumento eficaz para el desarrollo económico y la mejora de la distribución del ingreso? Cuando se lo aplicó, el modelo industrialista resultó en procesos de recuperación rápidos pero efímeros, que duraron lo que la circunstancia internacional favorable le permitió, como fue el caso del peronismo en el 46 o en el 73. La evidencia internacional demuestra que el crecimiento sostenido lo han logrado aquellos países que se han abierto a la globalización, exportando a los países desarrollados sus producciones más eficientes. En muchos casos, como China hoy, ese crecimiento exportador ha estado concentrado en productos industriales, pues se trata de sociedades con abundante, barata y esforzada mano de obra. Pero ha sido un crecimiento industrial eficiente, incentivado por las oportunidades del comercio exterior y no un crecimiento industrial artificial, basado en la protección arancelaria y limitado al mercado interno. En una economía abierta y competitiva, el crecimiento industrial argentino sería más concentrado en los sectores agroindustriales, pero con un mercado mundial enorme que no limitaría sus posibilidades de crecimiento.

          El crecimiento de la economía argentina desde el 2002 no es demostración de las bondades de un modelo que ya nadie aplica, sino una repetición de un golpe de suerte con los precios de nuestras materias primas, como el de 1946 o el de 1973. Pero ¿por qué esta estrategia no ha servido siquiera para mejorar la distribución del ingreso en relación a un periodo supuestamente “concentrador” como el de la Convertibilidad? Ante todo el modelo tiene limitaciones importantes para redistribuir ingresos. Las retenciones abaratan los alimentos pero esto beneficia no solo a los consumidores de menores ingresos sino también a las familias urbanas de ingresos medios y altos. El impacto negativo de las retenciones no se limita a los grandes terratenientes sino incluye a los pequeños propietarios y a los pobres rurales cuyos ingresos dependen directa o indirectamente de la producción agropecuaria. El gasto social que se financia con las retenciones se dilapida en buena parte en clientelas urbanas que no son los verdaderos pobres. La protección industrial no necesariamente significa más empleo y más salarios para mano de obra poco calificada, sino mayores salarios y empleo de trabajadores calificados y rentas cuasi monopólicas de sectores protegidos que utilizan intensivamente bienes de capital. Los subsidios públicos se dirigen a subsidiar el precio de la energía y el transporte que es masivamente consumida por poblaciones urbanas de ingresos medios y altos.

          Pero además, el modelo se completa con otros instrumentos que empeoran sistemáticamente la distribución del ingreso. El más importante es una política de fronteras abiertas que permite una inmigración de pobreza de países vecinos, que deprime los salarios de los nativos más pobres. La manipulación de la tasa de interés y las expropiaciones periódicas del ahorro fugan capitales y dejan al sector productivo sin financiamiento de largo plazo. Un clima adverso para los negocios limita la reinversión empresaria y aumenta el retorno del capital que se arriesga a permanecer en el país. Una pésima educación pública, que no hace nada por aumentar las capacidades de la población de menores ingresos, es otro factor decisivo para el deterioro sistemático de la distribución del ingreso.

Argumentos económicos y políticos para cambiar el modelo

          Hay razones económicas y políticas muy poderosas para cambiar de modelo. Tal como lo hacen la mayoría de las economías que prosperan en la globalización, la primera regla es que hay que maximizar las oportunidades que brinda el comercio; y una vez que el país esté lanzado al crecimiento sostenido por esta vía, hay que redistribuir mediante instrumentos impositivos que no maten la gallina de los huevos de oro, esto es, que no aborten las ganancias potenciales del comercio exterior. La primera prioridad es liberar a la economía de controles, impuestos y restricciones a la exportación y a la importación, como han hecho exitosamente nuestros vecinos, los socialistas chilenos.

          Cuán intenso debe ser el esfuerzo distributivo del Estado es materia de debate, pues toda intervención tiene costos de eficiencia que deben ser considerados frente a los eventuales beneficios distributivos. Pero una regla debe quedar en claro: la igualdad ante la ley. A diferencia del efecto que producen los controles de precios, las retenciones o la protección arancelaria, los impuestos a las ganancias gravan por igual a quienes tienen rentas similares, sean productores agropecuarios, capitalistas industriales o profesionales exitosos. Las intervenciones discriminatorias en el sistema de precios nunca deben ser usadas como instrumento distributivo. Los impuestos a la renta o a la propiedad son los que deben cumplir esa función.

          El libre comercio y la no intervención en los mercados no son una mera propuesta económica, sino también un requisito esencial para el funcionamiento de una política genuinamente democrática. Se trata de terminar con Presidentes que operan como árbitros dictatoriales juzgando cuánto debe ganar cada sector y utilizando toda la fuerza pública para imponer su justicia, confrontando a la sociedad y separándola entre buenos y malos. Cuando el modelo se agota y el poder envilece, se termina hasta con los amigos del modelo y el industrialismo desarrollista empieza a “profundizarse” y degenera en un estatismo populista. En ese proceso estamos ahora, pero lo que hay que recordar que la fuente original del problema es la atribución que le otorgamos a nuestros presidentes de convertirse en jueces omnímodos de la justicia distributiva, muchas veces con la intención espuria de ser los favorecidos en el reparto de protecciones y prebendas.

          El intervencionismo económico es una razón fundamental que atrae y consolida dictadores en un sistema presidencialista como el nuestro y esta es la principal razón política por la cual el intervencionismo debe ser reemplazado por un árbitro objetivo, que es el funcionamiento de los mercados, en un ambiente de máxima competencia y apertura a las oportunidades externas. ¿Y si los resultados de este modelo son juzgados como injustos por la sociedad? En este caso la política deberá consensuar la magnitud de la intervención distributiva, pero basada en instrumentos impositivos que igualen ante la ley y a través de programas de gasto que eviten el clientelismo y minimicen los incentivos perversos que generalmente tienen sobre el comportamiento de los beneficiarios. Habrá que revisar también una política inmigratoria que nos inunda de pobres de países vecinos, impide el aumento del salario no calificado, aumenta la marginalidad y la presión para programas sociales. Habrá que cambiar drásticamente la política educativa para darle oportunidades a los que hoy no las tienen.

Los intereses reinantes

          Populismo e industrialismo son dos caras de la misma moneda, cuya esencia es la discriminación económica y el totalitarismo político. Es un modelo que divide a la sociedad, que está en las antípodas de una genuina democracia e impide el crecimiento sostenido alcanzable a través del comercio. La mayoría de los países emergentes han abrazado el modelo opuesto, luchando por ingresar a la comunidad europea o acceder al mercado americano. La permanencia de este modelo en nuestro país se explica por la mentalidad de políticos totalitarios que medran “arbitrando” un modelo de supuesta justicia social y por los intereses espurios de los sectores económicos que se benefician con la intervención estatal.

          Lo importante no es que las elecciones de 2009 y 2011 terminen con el matrimonio presidencial, sino que terminen con un modelo de hacer política y manejar la economía que hasta hoy predomina en la mentalidad de nuestra dirigencia y que nos hundirá cada vez más.

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Fuente: Mario Teijeiro

 
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