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Año V Nro. 336 - Uruguay, 01 de mayo del 2009
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Desde el mayo del 68 francés se empezó a establecer en Europa y de manera progresiva cierta complicidad entre la clase política y un sector de las clases medias y medio-altas progresistas, que en realidad compartían el mismo origen, hijos de la burguesía industrial ahora ya ilustrados, y representaban los mismos intereses. La cuestión fundamental era —todo esto de manera muy inconsciente e implícita— sangrar a impuestos a los empresarios, es decir a aquellos que ponían todo su empeño y esfuerzo en llevar adelante proyectos arriesgados y que llevaban la prosperidad a las naciones, y al mismo tiempo impedir que ese sangrado económico llegara a los verdaderamente desfavorecidos. La intención era clara: se trataba de generar una serie de necesidades sociales a costa de los presupuestos públicos. Para ello simplemente era necesario reivindicar… ¿qué? No importaba. Lo que sí era seguro es que ellos serían los protagonistas. La necesidad de ir aumentando los impuestos para llenar las arcas del Estado empezó a ser cada vez mayor. Eran muchos los que iban a vivir de ello, y era necesario justificarlo. Para lo cual se empezaron a crear decenas de instituciones que empleaban a miles de cargos políticos, algunos solapados. Todos esos cargos políticos debían estar activos, por lo tanto hubo que crear comisiones, a través de las cuales se contrataban infinidad de expertos, normalmente cercanos familiar o amistosamente al jefe o presidente de la comisión. Esas comisiones procederían a tomar decisiones en el ámbito público, ya sea invirtiendo dinero o subvencionando proyectos de toda índole. Esos proyectos subvencionados supondrían, en muchos casos, la contratación de nuevo personal a cargo, evidentemente, del Estado. Así hasta que el Estado se hizo tan enorme que para poder sostenerse tenía que sangrar cada vez más a sus empresarios, y de paso a los trabajadores de la empresa privada, que serían con sus bajos sueldos los que permitirían respirar a las empresas en las que trabajaban. Llegó un día en que los productos que salían de esas fábricas empezaron a tener un coste nada competitivo a nivel internacional. Mientras, diferentes zonas del planeta iban avanzando en tecnología y ciencia, poniéndose a la par en cuanto a la calidad de la producción, pero eso sí, con un coste de manufactura muy inferior. La progresía también decidió desestructurar la sociedad consiguiendo que toda la población viviera ansiosa y compulsivamente, pero con la agradable sensación de libertad. Una libertad a la que no iban a renunciar de ninguna manera, aunque la frustración, la soledad, las rupturas sentimentales o los problemas económicos se manifestaran de manera solemne y grave en sus vidas. Eran libres, y ninguna moral, ni ética, ni autoridad dignas de tales nombres vendrían a robarles lo que tanto les había costado conquistar. La progresía también decidió que todo el mundo cabía en su área de influencia, y que no había ninguna tradición cultural, ni religiosa, ni orden, ni estructura que debiera prevalecer. Proveníamos de la nada y ése era el espacio para la convivencia. Y la nada se convirtió en el lugar de todos, de quienes la respetaban y de quienes no, de quienes llegaban con la honrada intención de trabajar y de los que querían hacerla desaparecer. Pero la nada tenía sus leyes, laicas, por supuesto, y ésas había que respetarlas. Las leyes del vacío por las que se guiaba la sociedad eran fundamentalmente injustas y caprichosas, porque lo que único que empezaron a defender fue la dictadura del nihilismo. Cualquier posicionamiento ético podría ser combatido ferozmente por la ley. La progresía, la socialdemocracia, creó un gran sector de parásitos públicos que solicitaban ansiosamente su trozo de pastel mientras sus demandas se hacían inagotables: más dinero para subvencionar mediocres burguesitos ilustrados y sus proyectos onanistas en forma de cultura, más dinero para subvencionar politiquitos de toda índole que viajaban mucho y tomaban frívolas decisiones, más dinero para crear nuevas instituciones con jerarquías interminables y súbditos agradecidos. La cuestión fue que los grandes empresarios empezaron a irse de la Europa occidental hacia lugares del mundo donde su labor fuera más respetada… y rentable; muchos de los pequeños y medianos tuvieron que cerrar sus fábricas, sus negocios, y miles de honrados trabajadores no tuvieron más remedio que acogerse a un paro forzoso, del que algunos nunca más saldrían. Los pobres se hicieron cada vez más pobres, en realidad nunca les habían importado a los snobs, ya que solamente les interesaba hacer mención de ellos, pero nunca ejercieron ninguna acción directa que les librara de la miseria. Y mientras algunos ancianos sobrevivían con escuetas pensiones, y otras familias a duras penas comían tres veces al día, grupitos de ilustres subvencionados planeaban sus cositas anuales, ya fuera para la política, el arte o los marginados (tema al que eran obsesivamente adictos). Sucedió que Europa, años después, se convirtió en un parque temático cultural, un lugar a donde la nueva clase media china e india, entre otros, viajaba para hacer turismo y conocer los restos de lo que llegó a ser una gran civilización, probablemente una de las más esplendidas que creó la humanidad. La progresía (y diferencio claramente entre progresía e izquierda; la izquierda trajo derechos sociales y libertades necesarias en tiempos de inmovilismo y represión, mientras que la progresía es simplemente una pose autocomplaciente revestida de compromiso social), la progresía, digo, destrozó Europa. Y lo hizo sin complejos porque, mientras todo se hundía, ellos lo contemplaban permaneciendo satisfechos en su frívola serenidad.
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