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Año V Nro. 336 - Uruguay, 01 de mayo del 2009   
 
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Visión Marítima

 
Fernando Pintos

«El fin de la Historia» de Fukuyama,
y este mundo retorcido de 2009

por Fernando Pintos

 
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         En el verano de 1989, cuando la revista «The National Interest» publicó un artículo de un joven y brillante analista político, titulado «The End of History?», comenzó una controversia que hasta este momento perdura y que se avivó notablemente, en 1992, con la publicación del libro «The End of History and the Last Man». En aquel entonces, muchos vieron en Fukuyama un brillante oportunista que se apresuraba a trepar en el expreso triunfal del capitalismo neoliberal, tras el derrumbe del muro de Berlín.

         Desde el principio, una de las objeciones principales que surgía de la simple lectura del título del libro, era: ¿cómo se atrevía este personaje casi desconocido a especular sobre un inminente «final de la Historia»? En realidad, aquella objeción adolecía de cortedad intelectual. Porque Fukuyama no utilizó el término «Historia» en su sentido convencional, que es al mismo tiempo el más común: una concatenación de acciones y hechos que han influido en el curso y evolución de las diferentes civilizaciones. Y, por el contrario, se había concentrado en la concepción hegeliana del término. Para Hegel, el motor de la Historia era la ideología, no sólo expresada en el discurso abstracto sino que hecha carne en instituciones destinadas a regir la sociedad.

         Pero si Hegel había avizorado el final de la Historia en la concreción de los estados que nacieron de las revoluciones Americana (1776) y Francesa (1789), Fukuyama lo atisbó en ese mundo convulsionado que entraba de lleno en la década final del siglo XX y que exhibía signos premonitorios tan sugestivos como el derrumbamiento del Muro de Berlín; el colapso del comunismo soviético y sus satélites de Europa Oriental;, el fin de aquella bipolaridad de superpotencias que había dividido el mundo desde finales de la Segunda Guerra Mundial; el avance gradual de los procesos de Globalización; una renovada y acelerada revolución tecnológica; y los cambios dramáticos que se estaba experimentando en todo lo relacionado con medios de comunicación. Francis Fukuyama no predecía el final del mundo material, ni el colapso de la civilización universal creada hasta aquel momento por el hombre, sino la cercanía —para él prácticamente inminente— del momento en que una sola ideología reinaría sin competencia dialéctica ni oposición material sobre el planeta entero.

         Han pasado 17 años desde la publicación de aquella obra polémica de Francis Fukuyama, y el mundo parece haber tomado un rumbo por completo distinto del que el autor aventuraba entonces. Aquel optimismo avasallante, que cabalgaba a lomo de los impresionantes acontecimientos que culminaron con el aparatoso y definitivo derrumbe del comunismo soviético, resultó groseramente excesivo. Y no sólo por apresuramiento, sino, y muy principalmente, por ignorar una vez más —como suelen hacer todos los grandes teóricos a lo largo de épocas sucesivas— los tortuosos, ramificados, imprevisibles e innumerables recovecos de la naturaleza humana. Imaginar que una ideología neoliberal, basada en valores de genuina raigambre occidental, tales como el respeto por los derechos del ciudadano (el principal entre ellos, el de propiedad), la reducción de los Estados voraces y las burocracias corruptas, la implantación de reglas claras y justas, la promoción de la iniciativa privada y el desarrollo de un capitalismo enfocado en libre y sana competencia, podría triunfar en el mundo entero y extender sus beneficios al cien por ciento de la Humanidad… Fue un sueño maravilloso. Fue una intención espléndida. Fue un esfuerzo intelectual digno de elogio. Pero pecó, al mismo tiempo, en demasía. Pecado de buena voluntad. Pecado de sana intención. Pecado de ingenuidad. Y pecado de ignorar qué y quiénes son los seres humanos, vistos en su conjunto.

         Nada más apartado de la visión optimista de Fukuyama, que un 11 de septiembre de 2001, con todas sus secuelas, por poner un ejemplo de clara comprensión. También impensable, para aquel Fukuyama de 1992 (imagino que el de 2009 ya estará curado de espantos y náuseas), la sucesión de gobiernos izquierdistas e izquierdoides que en la actualidad infestan este patético y esperpéntico subcontinente latinoamericano. ¿Cómo imaginar, en aquel entonces, una contraofensiva tan enérgica de todo este avorazado tropel de comunistas reciclados? En aquellos momentos y con el legítimo imperio de aquella euforia, la realidad internacional que sufrimos en este año 2009 resultaba impensable e inimaginable… Para Fukuyama y también para muchísimos otros ingenuos de similar hechura.

         En cuanto a quien escribe, confesaré que en los primeros momentos me dejé llevar por el entusiasmo: ¡era la caída estrepitosa del enemigo más odiado y tan combatido! Sin embargo, pasados los transportes iniciales de júbilo, comencé a reparar en el inminente contraataque del cardumen. Huérfanas de apoyo, abandonadas por su principal sostén ideológico y fuente de financiamiento, todas aquellas pirañas iniciaron, en coro, la detestable cantaleta que muchos ingenuos se creyeron a pies juntillas, para tragedia del mundo civilizado: «¡Se terminó la guerra ideológica!». «¡Ahora somos buenos e inofensivos!». «¡No nos persigan ni nos segreguen!», «¡No nos pasen factura por todas las iniquidades que cometimos hasta el momento!», «¡Nos tienen que integrar a la sociedad con todos los derechos y prebendas!», «¡A partir de ahora nos vamos a portar bien!», «¡Vamos a ser demócratas y respetuosos ciudadanos!», «¡Nos tienen que mimar y alimentar!», «¿Revanchas para qué, si ya todo se terminó?»… Etcétera, etcétera, etcétera.

         Los idiotas, que siempre son mayoría, les creyeron con ojos cerrados. En lugar de exterminarlos, encerrarlos en campos de trabajo o deportarlos, a patadas, con rumbo a los últimos «paraísos» (Cuba, Vietnam, China, Corea del Norte), los dejaron subsistir y medrar. Les permitieron infiltrar y pudrir todo. Les dieron derechos, no ya iguales sino todavía mayores que los de aquellos ciudadanos decentes que nunca habían hecho daño en sus respectivos entornos. Y ahora, año 2009, los resultados saltan a la vista. ¡Rompen los ojos! Las cloacas están desbordadas y rezuma la inmundicia por doquier… Los agentes del caos han hecho un excelente trabajo. Y, en cuanto tiene que ver con América Latina, a este paso tenemos asegurado un nuevo siglo de subdesarrollo, con la posibilidad de sustituir al áfrica Subsahariana en el liderazgo de tan indeseada posición… En cuanto tiene relación comingo, déjenme decir que muy pronto comprendí lo que se avecinaba. Una ideología liberal, de mercado, libertaria y justa —como la que ha llevado a la cúspide a países como Nueva Zelanda, Irlanda, Singapur— es impensable en este mundo de marionetas y descerebrados. Y la menos imaginable de todas las regiones para implantar un sistema como ése, es sin la menor duda esta desdichada América Latina. En cuanto a los comunistas, reciclados o no: siempre supe que eran, no en el fondo sino de los pies a la cabeza, verdaderos negociantes, si bien pertenecientes a una extraña y retorcida especie de auto empresarios tortuosos, trepadores, vividores y ferozmente depredadores… Tipos especializados en generar el caos, para vivir gracias a ello con holgura y sin pegar golpe. En consecuencia: se hacía para mí evidente que, más temprano que tarde, ellos tenían que volver a escena, en irrupción triunfal con bombos y platillos. Volver, bajo el aplauso y la aclamación de verdaderas muchedumbres de imbéciles, idiotas y cretinos. Después de todo, así es cómo funcionan ciertas retorcidas y degeneradas leyes del mercado… El mercado de los retorcidos y degenerados, por supuesto.

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