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Año V Nro. 363 - Uruguay, 13 de noviembre del 2009
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Decía un gran escritor que -para transmitir lo que sentía- ante una emoción, él la vivía y la dejaba morir para volver a evocarla luego y así poder describirla mejor. Como no soy ese escritor, lejos estoy de poder expresar cuanto quisiera, pero como estoy seguro de que es un sentimiento compartido por muchos uruguayos, lo que quede en el tintero podrá agregarlo cada quien. El pasado lunes, todavía con el sabor amargo del pobre mensaje emanado de las urnas en la boca, (y pobre no sólo por el resultado partidario, sino por lo que a mi juicio ello implica), casi por accidente sintonicé el partido de fútbol que la selección sub 17 de Uruguay disputaba e iba perdiendo por 1 a 0 contra Corea en el preciso momento en que lo empataba, generando en relatores, comentaristas y audiencia esa suerte de infundada euforia que nos hace creer a veces que tenemos chance de algo. No habían transcurrido dos minutos cuando a la primera ocasión los asiáticos –que fieles a su forma de ser y de hacer no dejaron pasar- se adelantaban nuevamente tan solo para seguir aumentando distancias y ventajas mientras que Uruguay –para variar- dejaba escapar su oportunidad y se quedaba sin reacción y rezagado. Para un país futbolero como el nuestro, pocas metáforas más adecuadas y con tanto sentido de la oportunidad como ésta. Porque en otro orden más importante que el fútbol, el 25 de octubre nadie ganó y todos perdimos. Dejamos escapar otra oportunidad, tal vez la última de reconstruir nuestro país, reconciliar nuestra sociedad y reencausarnos en el camino del desarrollo y el progreso. Otra vez perdió Uruguay. Pero eso no es novedad. Uruguay perdió hace rato y sigue perdiendo cada vez que tiene la chance, causa de la permanente sensación de derrota y frustración de los uruguayos. Uruguay perdió cuando perdió las referencias, dejando que los principios pasaran a ser sólo valores relativos y que los derechos prevalecieran por sobre los deberes; y que los derechos de quienes incumplen sus deberes pesaran más que los de quienes sí lo hacen porque a éstos hay cómo controlarlos. Uruguay perdió cuando dejó de valorar la iniciativa, la vocación emprendedora, la contracción al trabajo y la capacidad de sacrificio para lograr algo, para preferir e incluso envidiar el éxito sin esfuerzo. Uruguay perdió cuando olvidó que la conquista del derecho al sufragio universal iba de la mano con el derecho y el deber a la educación –y no al adoctrinamiento- universal. Uruguay volvió a perder cuando entregó su educación a quienes no creían en la libertad de pensamiento sino en la necesidad de inculcar tempranamente los dogmas que las mentes formadas ya no aceptan. Y perdió nuevamente y por goleada cuando por querer dejar atrás la historia permitió que la reescribieran, (y enseñaran en la escuela en su versión idealizada), los culpables de habernos escamoteado el futuro. Uruguay perdió cuando se dejó poner el mote de “paisito” por quienes no tuvieron la dignidad ni la decencia de preservarlo y protegerlo tras desestabilizarlo; y prefirieron extrañarlo con canciones desde la comodidad de la distancia y el confort del primer mundo. Uruguay perdió cuando le anestesiaron la memoria con palabras como “expropiación”, “ejecuciones” y “operativos” como eufemismos para designar robos y asaltos, asesinatos, secuestros y atentados. Y siguió perdiendo cuando permitió que los generosamente perdonados –sufrieran o no prisión- por seguir un violento camino errado bajo la excusa de una ideología, (a la que por supuesto tienen derecho), se erigieran en jueces de todos los demás; y aunque no crean en ella ni en los veredictos de las urnas por dos veces, seguirán persiguiendo una venganza a la que llaman justicia. Uruguay perdió cuando permitió que el resentimiento se transformara en prepotencia, el reclamo y el patoterismo en una industria y la libertad en un bien escaso que bien pronto comenzaremos a extrañar. Uruguay volvió a perder al no combatir tempranamente la epidemia de Ceguera Selectiva que encuentra pajas en ojos ajenos pero no las ve –porque no quiere verlas- en los propios. Y perdió más aún cuando esa ceguera se convirtió en fractura separándonos en bandos de “buenos” y “malos” que en su base no son tales. Uruguay perdió –y perdió feo- cuando sus políticos perdieron la dignidad por un trocito de poder, y se abrazaron con culebras o con quienes se abrazan con ellas y ello se celebró como una gran proeza, olvidándonos que el fin no justifica los medios. Y perdió también cuando no castigó a sus dirigentes por actuar con “corrección política” y “disciplina partidaria” más que con honestidad intelectual o de la otra y dejaron de cumplir con su deber -que es el de transmitir a las personas los principios y valores de los partidos que representan- para preocuparse más por su sillón o su lugar en una lista. Uruguay sigue perdiendo cuando permite –y hasta festeja- que a un periodista se le trate de “nabo”, a los adversarios de “chorizos” y a los ciudadanos –los no compañeros- de “giles”. Y son goles en contra que la sociedad se hace cuando se permite que la sigan dividiendo, que cada quien mire sólo por su chacra y que se promueva el enfrentamiento entre uruguayos con llamados a la lucha. Finalmente, pierde el Uruguay todo cuando no sabe –y no le dicen- a que deberá atenerse en los próximos cinco años, porque le han enseñado a corear consignas vacías pero no a exigir propuestas que –nos guste o no- serán las que marcarán el tenor de nuestras vidas. Y cinco años es mucho tiempo para continuar perdiendo. Hemos perdido tanto, que matemáticamente casi no nos quedan chances, salvo –como en la vieja escuela- la de buscar el máximo común denominador, que es el de verdaderas políticas de estado bajo una dirección verdaderamente capaz. Objetivamente, la mejor que podamos darnos al elegir el próximo 29. Yo no tengo dudas cual es esa opción. Nadie en su sano juicio debería. © Eduardo Portela
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