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Año V Nro. 363 - Uruguay, 13 de noviembre del 2009   
 
 
 
 
historia paralela
 

Visión Marítima

 

La matrix progresista de la nueva tiranía
por Juan Manuel de Prada

 
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          "¿Y cómo se puede hablar de 'nueva tiranía', cuando nunca antes los hombres habían disfrutado de tantísima libertad y tantísimos derechos?", podría preguntarse un lector desavisado. Las tiranías clásicas se distinguían, en efecto, por reprimir la libertad y negar los derechos; y los hombres tenían conciencia de tal usurpación, porque, despojados de algo que les pertenecía por naturaleza, se sentían rebajados.

          Mientras que esta nueva tiranía a la que nos referimos ha exaltado al hombre hasta la adoración, brindándole la oportunidad de convertir sus intereses y apetencias en libertades y derechos, que ya no son inherentes a su propia naturaleza, sino "concesiones graciosas" de un poder que las consagra legalmente. Y así, convertido en un chiquilín que contempla cómo sus caprichos son encumbrados y satisfechos, el hombre de nuestro tiempo es más rehén que nunca de esas instancias de poder que le garantizan el disfrute de una libertad omnímoda y unos derechos en continua expansión. Al menos, al hombre sometido a las tiranías clásicas le quedaba el consuelo de saberse oprimido por un poder que violentaba su naturaleza; en cambio, el hombre sometido a esta nueva tiranía no tiene más consuelo que la protección del poder que lo ha encumbrado a un altar de adoración.

          Y así, el hombre encumbrado al altar de la adoración se ha convertido, sin darse cuenta siquiera, en un instrumento en manos de ese poder que lo cuida con minucioso esmero, como las hormigas cuidan a los pulgones que luego ordeñan. Y a cambio de esas "concesiones graciosas" que el poder le dispensa, el hombre acata la visión hegemónica del mundo que el poder le impone, convirtiéndolo en carne de ingeniería social. A esta visión hegemónica – que no es en realidad sino un espejismo, una gran ilusión o trampantojo que los hombres aceptan gregariamente – la hemos denominado aquí "Mátrix progre".

          Quien se atreve a poner en entredicho tal trampantojo es de inmediato anatemizado, como un réprobo o un blasfemo; esto es, como un enemigo de la adoración del hombre. Este Mátrix progre, que la izquierda ha pergeñado, ha sido asimilado también por la derecha, que ha renunciado a presentar batalla a su adversario allá donde esta batalla resultaría eficaz e ilusionante, esto es, en el ámbito de los principios; y, en su claudicación, se limita a introducir variantes nimias en el funcionamiento de esa gran máquina que es el Mátrix progre, sin atreverse a inutilizar sus engranajes. Lo que es tanto como arar sin bueyes.

          El Mátrix progre se ha convertido así en una suerte de fe mesiánica: ha instaurado un nuevo orden, ha impuesto paradigmas culturales inatacables, ha establecido una nueva antropología que, prometiendo al hombre la liberación final, sólo le reserva su futuro suicidio. Y, contra este nuevo orden cuasirreligioso, sólo se alza el orden religioso, que restituye al hombre su verdadera naturaleza y le propone una visión cabal del mundo que ataca los cimientos del trampantojo sobre los que se asienta la nueva tiranía, disolviendo sus falsificaciones. Una visión que la nueva tiranía combate con denuedo; pues, en efecto, ese orden religioso es la única fortaleza que le resta por debelar, para que su triunfo sea completo.

          El laicismo rampante acusa a la Iglesia de inmiscuirse en la política, aduciendo aquella sentencia evangélica que suelen enarbolar quienes nunca leen el Evangelio: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". Pero, ¿qué es lo propio del César? Las cosas temporales, las realidades terrenas; pero no, desde luego, los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana, no los fundamentos éticos del orden temporal. La nueva tiranía, tan celosa de expandir las "libertades" de sus súbditos, niega en cambio a la Iglesia la libertad de enjuiciar la moralidad de sus actuaciones temporales, pues sabe que tal juicio incorpora una radical subversión del trampantojo sobre el que se asienta la nueva tiranía. Anhela una iglesia farisaica y corrompida que renuncie a restituir al hombre su verdadera naturaleza y acate el "misterio de iniquidad", que es la adoración del hombre; anhela, en fin, una iglesia puesta de rodillas ante el César, convertida en esa "gran ramera que fornica con los reyes de la tierra" de la que nos habla el Apocalipsis.

          Y ésta es la gran batalla que hoy se libra en Occidente, disfrazada muy hábilmente de "batalla ideológica" por la nueva tiranía. Pero si en verdad fuera una "batalla ideológica", la nueva tiranía no la contemplaría como una subversión; pues la ideología es precisamente el caldo de cultivo que favorece su dominio, instaurando una "demogresca" que convierte a los hombres en chiquilines emberrinchados que pugnan por sus "libertades" y "derechos ", como los constructores de Babel pugnaban, en medio de la confusión, por erigir una torre que alcanzase el cielo.

          La batalla que hoy se libra no es de índole ideológica, sino antropológica, pues lo que procura es restituir a los hombres su verdadera naturaleza, permitiéndoles salirse de la confusión babélica fomentada por la ideología, hasta alcanzar el camino que conduce a los principios originarios. Si se ganase – si el Mátrix fuese desactivado –, los hombres descubrirían que no necesitan construir torres que alcancen el cielo, por la sencilla razón de que el cielo ya está dentro de ellos, aunque la nueva tiranía haya tratado de arrebatárselo.

          Los artículos que se recogen en este volumen son partes de esa batalla, emitidos desde la tribunas que benévolamente me conceden, desde hace ya más trece años, el diario "ABC" y la revista "XL Semanal", o desde las tribunas recién estrenadas de "L’Osservatore Romano", "Capital" y "Padres y colegios". Comprobará el lector curioso que en estos "partes de batalla" conviven la diatriba y la introspección, la invectiva y la elegía, la reflexión de índole política y la divagación artística; hallará incluso una selección de crónicas escritas en una primavera romana que cambió el curso de mi vida, pues fue entonces – en los días que siguieron a la muerte de Juan Pablo II – cuando definitivamente me adherí a la "vieja libertad" que es el antídoto contra todas las tiranías que en el mundo han sido.

          En una época de incertidumbres que dejan al hombre extraviado en un océano de zozobras, Roma se erigió ante mí, de repente, como una roca de salvación: no me refiero tan sólo a una salvación de índole religiosa, sino también cultural, pues para mí la fe de Roma es una fortaleza que explica nuestra genealogía espiritual y nos defiende contra la intemperie a la que quisiera arrojarnos la nueva tiranía. Renegar de esa inabarcable posesión equivale a firmar un acta de defunción social; asumirla como propia no constituye un acto de sometimiento, sino de orgullosa y alegre libertad.

          La revolución eterna del cristianismo consiste en descubrirnos el sentido de la vida, restituyéndonos nuestra naturaleza; de ese descubrimiento surge un júbilo sin fecha de caducidad. Cuando a ese júbilo se añade una mínima sensibilidad artística, la vida se convierte en una fiesta de la inteligencia. Escribía Chesterton que la alegría, que es la pequeña publicidad del pagano, se convertía en el gigantesco secreto del cristiano. Yo, que soy un cristiano algo impúdico, he tratado de hacer público en estos artículos, siquiera mediante vislumbres, ese secreto gigantesco que me invade y desborda.

Fuente: Razones para creer
Gentileza de Pablo López Herrera y Prudentia Politica

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