Unos momentos antes de pegarse un tiro, el Doctor Artemio Sánchez, abogado jubilado, miró los objetos desparramados sobre el señorial escritorio de caoba y decidió ponerlos en orden para evitar que el ya desagradable espectáculo de su muerte, sufriera el agravante de un escritorio caótico.
Una vez hubo dispuesto en forma más o menos ordenada el cúmulo de objetos disímiles de la superficie, atendiendo más a la estética del conjunto que a un ordenamiento escrupuloso en cuanto al objetivo final de los contenidos, decidió proseguir por los cajones.
Seguramente, se dijo a sí mismo, quienes concurrieran a investigarle la muerte, examinarían razones y buscarían elementos probatorios o incriminatorios a los que achacar su muerte. Y era más que probable que su pesquisa se iniciara por los cajones del escritorio.
En total eran 7. Tres a un lado, tres al otro y uno central, destinatario natural del caos más inmediato.
Ponerlos en orden le insumió una buena hora y media de un tiempo que de otra forma no sería más que tiempo muerto, en el sentido más literal de la palabra. Lo logró a duras penas, ya que es una ley de la naturaleza que las cosas ordenadas ocupen cuando menos, cuatro veces más espacio que en su estado anárquico.
Concluida la tarea con los cajones, continuó, por las dudas, con el armario de los documentos que estaba a sus espaldas donde dormían 48 años de jurisprudencia y alguna revista pornográfica de la década del 60 escondida entre las innumerables carpetas, que le hizo sonreír por lo candoroso del contenido. Luego siguió con el bargueño del comedor, por los cajones de la cómoda, la mesa de luz suya y la de su difunta mujer, el placar del dormitorio donde viejos trajes dormían su sopor de naftalina.
Prosiguió por los cajones de la cocina, los placares donde dormitaban ollas inanimadas desde hacía años, ya que desde los remotos días de su matrimonio, nada se cocía en ellas. Continuó por el garaje, el galpón y el cuartito anexo a la cocina, lugar en que desde los más remotos tiempos, se almacenaban las cosas que no tenía sentido alguno depositar en otra parte. Esos objetos anodinos que uno va acumulando en el transcurso de toda una existencia y que no tira por las dudas que suceda un imprevisto que seguramente jamás ocurrirá.
Terminada esta tarea de acicalamiento de todas sus pertenencias, volvió al escritorio para proceder a matarse.
No pudo recordar por más que lo intentó, cual era el lugar en tanto orden, donde había guardado el revólver.
Exhausto lo dejo para mañana.
Y como mañana era otro día, las ganas de matarse se le habían pasado. Se compró un libro y leyendo se quedó dormido.
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