Después de que el Congreso aprobase la impopular ley de reforma sanitaria en Estados Unidos con un colofón de traca, parece que la marea va bajando – mejor dicho, la gran contienda queda para noviembre. Sin embargo, con el alboroto armado debe de haber más de uno preguntándose si todo no habrá sido una exageración y nada más. Después de todo, si lo que Obama y los demócratas querían era darle al pueblo un nuevo derecho, ¿de qué rayos se queja tanto manifestante?
Por un lado, los que están contentos con la nueva ley seguramente piensan que se acaban de ganar un merecido almuerzo gratis, cortesía del Estado – ya era hora, en realidad. Por el otro lado, los que protestan contra la ley probablemente piensan que el Estado no está para dar almuerzos gratis porque al final los paganos siempre son los ciudadanos y el precio a pagar se traduce en más impuestos y menos libertad.
Estamos viviendo un capítulo más de la contenciosa batalla por el control entre el individuo versus el Estado. Thomas Jefferson y Alexander Hamilton encarnaron esta división de opinión sobre el lugar apropiado del individuo y del Estado desde los comienzos de la república americana. Esta lucha épica por el control se materializa bajo distintos nombres y fachadas y se libra en diversas áreas de la acción humana, pero al fin y al cabo todo se reduce a un juego de suma cero: Lo que uno pierde, el otro lo gana. El individuo está inmerso en una lucha permanente contra el Leviatán, siempre hambriento de poder y diestro en el uso de instrumentos de eficacia comprobada (por ejemplo, la legislación y el régimen fiscal) para incrementar su poderío. El economista y filósofo social austríaco Ludwig von Mises supo expresarlo más poéticamente: “"La característica esencial de la Civilización Occidental... es su preocupación por la libertad con respecto al Estado. La historia de Occidente, desde la era de las polis griegas hasta la resistencia actual al socialismo, es esencialmente la historia de la lucha por la libertad contra los privilegios de los burócratas”.
Según lo que informan la mayoría de medios, Europa, el sector más estatista de la civilización occidental, no parece entender por qué la América individualista se niega a tener un sistema sanitario público como los que existen en el viejo continente. Los europeos ven la asistencia sanitaria como uno más de los derechos sagrados del Estado Niñera, aunque los esté llevando a la bancarrota. Las subvenciones estatales son drogas que apaciguan nuestro natural deseo de libertad del Estado. A través de estos programas gubernamentales, gradual e inadvertidamente, los ciudadanos van renunciando a su libertad individual en favor del concepto de los derechos colectivistas. Para los europeos – y sus primos, los progres americanos – es simplemente incomprensible que alguien pueda estar protestando por las calles de Estados Unidos ya que el pueblo se rehúsa a depender del gobierno en lo que a la asistencia sanitaria se refiere. Para la mayoría de americanos, la reforma de Obama se ha convertido en sinónimo del Estado omnipotente.
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Los votantes eligen a los líderes que, en líneas generales, comparten su ideología porque las ideas de estos líderes proponen un camino específico a seguir en su quehacer político. Una vez elegidos, los líderes deben tomar y ejecutar las medidas que consideran correctas para lograr hacer realidad los objetivos prometidos. Ése es el proceso político en resumen y los votantes nunca deberían restarle importancia al importante papel que ellos desempeñan en el proceso; las elecciones tienen consecuencias porque marcan el camino por el que nuestros líderes nos llevaran a todos. Por lo tanto, los votantes americanos se lo buscaron el día que eligieron presidente a Barack Obama, el senador más progre del Congreso de Estados Unidos. Él nunca escondió su profundo progresismo, por tanto es un colectivista, un convencido de las bondades del Estado omnipotente. El historial político de Obama y la lista de sus amistades decían muchísimo sobre el candidato y su visión para el país. Pero la nación, cansada de Bush y en pleno pánico financiero, estaba demasiado cautivada con el carismático senador de Chicago cuya destreza oratoria sirvió para que el pueblo se olvidara de preguntar por los detalles pormenorizados del tan prometido cambio.
Su elección marcó el comienzo de una nueva era progresista en el siglo XXI y el abandono de la ortodoxia reaganista imperante en favor de la aplicación de un paradigma más estatista. Con la idea de que “no hay que desperdiciar una buena crisis” como bandera para impulsar su agenda izquierdista, Obama se ha aplicado a la tarea con entusiasmo y ha capitaneado una expansión sin parangón del poder del Estado en el corto plazo de apenas un año: Paquetes de estímulo, más impuestos y mandatos, más regulación asfixiante, restricciones salariales a ejecutivos, la nacionalización de General Motors y Chrysler, la absorción del programa de préstamos universitarios, la anterior y la reciente intervención del mercado hipotecario, la inminente reforma del mercado financiero, la actual ofensiva para rehacer la legislación laboral y muchas otras medidas intervencionistas como la tentativa de resucitar la invasiva Ley del Clima. La actual expansión estatal de Obama ruborizaría al mismísimo Franklin Delano Roosevelt. Por sí sola, la ley sanitaria de Obama crea 159 nuevas agencias estatales para regular las pólizas de seguros y los servicios médicos y, por ende, convertirá al sector privado de las aseguradoras en una burocracia que trabaja para el Estado. No obstante, el detalle más espeluznante es indudablemente la disposición que amplía el poder de la agencia recaudadora de impuestos (IRS) para entrometerse en la vida de la gente buscando satisfacer una fantasía redistribucionista. Por citar al empresario Steve Forbes: “Marx estaría muy impresionado”.
Obama se lo está jugando todo en su apuesta colectivista por convertir la individualista nación americana en una sociedad menos excepcional y más europeizada. Sin embargo, sus iniciativas se han topado con férrea resistencia ya que la cultura de la autosuficiencia y del individualismo está profundamente arraigada en el carácter americano como parte del enfoque anglo-americano en el que el individuo está por encima de intereses colectivos y éste rechaza el intervencionismo estatal. La libertad era lo esencial en los visionarios planes de los Padres Fundadores de Estados Unidos y está profundamente afianzada en todos los aspectos de la vida americana. Es por eso que hay gente protestando para defenderse de lo que ven como un traspaso masivo de poder hacia el Estado y que va en detrimento de sus libertades. Es la seña identitaria de una sociedad viva, vibrante que se niega a permanecer en silencio ante el avance de la aplanadora progre del cautivador presidente post-americano.
Miryam Lindberg es asesora política de la Fundación por la Defensa de las Democracias, institución americana dedicada al estudio del terrorismo y del islamismo.
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