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La tragicomedia latinoamericana
por Hana Fischer
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Honoré de Balzac consideraba que la vida era una comedia. Analizando la historia latinoamericana, podríamos decir que es más acertado definirla como una tragedia. Sin embargo, al observar a nuestros gobernantes nos inclinamos a coincidir con Balzac, aunque no deja de ser trágico que ellos asuman actitudes de bufón, cuando tienen el poder para destruir la vida y la propiedad de sus compatriotas.
Uno de los ejemplos más patéticos acaba de ocurrir en Argentina, donde el gobierno decidió estatizar los fondos privados de jubilación. La mandataria, Cristina Fernández de Kirchner, declaró que el objeto de la medida es “proteger a los trabajadores y jubilados”.
En Uruguay, desde que asumió el cargo en el 2005, el presidente del estatal Banco de Previsión Social insiste en "revisar la seguridad social". Nunca ha disimulado su aversión por las administradoras de fondos de pensión y su deseo de eliminarlas, para recobrar el monopolio que ese banco tenía en el pasado. Quiere regresar al sistema que define como “inspirado… por principios de universalidad, redistribución, solidaridad, participación, protección, financiamiento progresivo, aportación tripartita y un sistema cuyo fin esencial no puede ser el lucro”.
Frente a tales declaraciones, uno no sabe si soltar la carcajada o ponerse a llorar. Veamos porqué. A mediados del siglo XIX, con la llegada masiva de inmigrantes, la región rioplatense se transformó en un “hervidero” humano. Eran analfabetos, pero no ignorantes. Ellos sabían que es tan temible la dictadura política como la económica y que para alcanzar una vida digna es fundamental verse libre de la opresión estatal. O sea, libres de impuestos agobiantes y regulaciones que encadenan la iniciativa individual.
Esas personas humildes y trabajadoras se reconocían responsables de sí mismas. Por lo tanto, no dejaban de prever para su vejez. A principios del siglo XX, los obreros uruguayos no sólo eran capaces de levantar su propia vivienda, sino que solían construir otra para alquilar. Así aseguraban su tranquilidad futura y la de su familia.
Luego, los gobernantes resolvieron “proteger” a la gente. Impusieron normas que aumentaron considerablemente la burocracia y, en consecuencia, los impuestos comenzaron a succionar una porción cada vez mayor de los ingresos de la población.
A mediados del siglo XX teníamos un sistema único -estatal y obligatorio- de previsión social, terriblemente ineficiente. Había algunas jubilaciones “privilegiadas”, mientras que la mayoría no tenían relación con los aportes que había hecho el trabajador.
El golpe de gracia lo dieron cuando administradores gubernamentales compraron con esos ahorros bonos de la deuda pública, que terminaron siendo papeles sin valor. Así fue como se despojó a varias generaciones de trabajadores, cuyos ingresos –descontadas las cargas tributarias- ya no alcanzaban para construir ni siquiera su propia casa.
La bancarrota del régimen obligó a buscar alternativas. Por eso, en los años 90 se crearon las administradoras previsionales privadas. Dado los antecedentes, se quiso situarlas fuera del alcance de los políticos, pero estos se las han ingeniado para obligarlas a invertir casi todo su portafolio en títulos públicos nacionales.
Hoy, los mandatarios alegan que buscan “salvaguardar” a los futuros jubilados de la “crisis internacional”. Causa gracia tal aseveración porque lo que está afectando tan gravemente a los fondos de pensiones es el derrumbe del valor de los títulos públicos.
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