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Ciertas oportunas reflexiones
sobre el cambio de estación
por Fernando Pintos
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¿Quién pudiera ser lo suficientemente idiota como para no haber notado, en algún momento, el ciclo de las estaciones? Suele decirse que en invierno, además del frío consabido, «llueve copiosamente»… Más todavía: algunos se atreven a insinuar que, en determinadas ocasiones, «más que llover, diluvia». Y resultará bastante fácil darse cuenta de ello. Sobre todo cuando uno, que es atolondrado de full time, sale dando saltitos hacia la calle sin antes haberse provisto ni de impermeable ni de paraguas. ¡Cuántos inenarrables dramas cotidianos que permanecerán por siempre en el anonimato! Las lluvias han llegado y todos saben bien qué significa eso. Sobre todo, aquéllos infortunados que, diariamente, se ven obligados a cruzar por algunas aceras de la ciudad de Montevideo, una aventura que —gracias a las sabias previsiones de esta ya longeva administración municipal frenteamplista— tan sólo podría emprenderse con cierto grado de seguridad siempre y cuando fuera posible utilizar algún modelo avanzado de vehículo anfibio… ¿Y qué decir acerca de la inundación de algunas calles? (La Municipalidad propuso el traslado de los automóviles, desde una hacia otra orilla (es decir, «acera») en un cómodo trirreme romano… Al no conseguirlo, pretendieron exhumar uno de los bergantines que utilizó Hernán Cortés para sitiar Tenochtitlán, pero el Gobierno de México se negó a prestarlo alegando que se trataba de «una valiosa reliquia histórica». Más adelante, el proyecto languideció en el escritorio de algún burócrata).

He ahí que usted atisba temeroso, desde su ventana, y el cielo parecería mostrarse razonablemente despejado. Entonces, en alas de una confianza tan insolente como desenfrenada, emprende una de sus desordenadas salidas y es justo ahí cuando un inclemente chubasco se desploma con furia sobre su entera humanidad. ¡Ah! Si usted fuera por casualidad uno de esos personajes de Hollywood, de seguro surgiría del entorno una musiquita de Irving Berlin… ¡Y usted podría empezar a bailotear y cantar debajo de la lluvia, acompañándose con un variado repertorio de gestitos remilgados! ¡Y tal vez hasta quisiera hacerlo! (Puede que incluso hasta sea uno de sus deseos celosamente encubiertos… ¡Ejem!). Pero, temeroso ante la insana curiosidad del vecindario, se comporta de una manera bastante diferente: maldice moderadamente y de inmediato echa a correr (yo, que tengo un gran sentido de lo escénico, comienzo a pegar saltos, me desgañito como un vulgar energúmeno y desafío con alaridos lancinantes y groseras gesticulaciones a ese «odioso tipejo» que se divierte desde allá arriba tirando baldes de agua, para que baje a pelear, si es que se atreve).
Usted se habrá mojado hasta los huesos, y a esa desgraciada circunstancia le seguirá una gripe de aquéllas, con todas sus desagradables alternativas y penosas consecuencias. Faltar al trabajo, guardar cama… ¡Y ese televisor que no funciona como usted quisiera! ¿Qué sucederá nueve meses después? ¿Será el momento indicado para pescarse otro catarro? ¡Nada de eso! Un niñito estará llegando al mundo, entre berridos y pataleos. ¿Acaso lo habrá traído la cigüeña? ¿Será que algún misterioso personaje lo envió desde París? ¿O tal vez se apareció, repentinamente, debajo de un gigantesco repollo? ¡Pamplinas y falsedades! Todo lo cual me lleva a pensar que, si verdaderamente queremos limitar la explosión demográfica, alguien debería empezar por suprimir esas molestas lluvias de invierno… ¿O usted no lo piensa así?
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