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Año V Nro. 350 - Uruguay, 07 de agosto del 2009
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El pasado 1 de julio se cumplieron cien años del nacimiento de Juan Carlos Onetti. Tiempo le costó al articulista entender la riqueza de los textos onettianos, y la dificultad que encontró para disfrutar de su lectura no fue obstáculo para alcanzar la comprensión de su complejidad, y para pasar buenos momentos con la prosa del rioplatense. Nacido el 1 de julio de 1909 en Montevideo, fallecido el 30 de mayo de 1994 en Madrid, Juan Carlos Onetti fue recepcionista de un dentista, empleado de una empresa que vendía neumáticos, vendedor de entradas de fútbol en el Estadio Centenario, albañil, vigilante en el Servicio de Semillas del Banco de la República, camarero de la cantina de un ministerio, emigrante en Buenos Aires, empleado en un taller de automóviles y en una empresa que fabricaba silos para cooperativas agrarias. No pisó las aulas universitarias, ni las necesitó: su universidad fue la vida, y en sus agrestes aulas aprendió lo que luego trocó en literatura. Su compromiso con la literatura Hombre de izquierdas, secretario de redacción del prestigioso semanario Marcha, Onetti no practicó la literatura comprometida, y confesó: El único compromiso que acepto es la persistencia en tratar de escribir bien y mejor, y encontrar con sinceridad cómo es la vida que me tocó conocer y cómo es la gente condenada a convertirse en personajes de mis libros. Vargas Llosa escribe que una literatura “nacional” es una contradicción en sí misma, y añade que todo intento de fabricar una literatura “nacionalista” desemboca fatalmente en el género de literatura pintoresca y hueca, literatura de adorno y espectáculo. Y Onetti no hizo una literatura “nacional”, como tampoco hizo una literatura “de izquierdas”: Onetti hizo, simplemente, literatura. Descreía de una literatura que aspira a ponerse al servicio de un partido, o de una ideología política, por más noble que ésta fuera, y aunque en 1936 fue a la Embajada de España en Montevideo con la intención de enrolarse en la defensa de la República, es lo cierto que esos impulsos –tan respetables, tan interesantes en el orden biográfico- no contaminaron su literatura. Un hombre independiente Onetti fue un hombre auténticamente independiente. Se mantuvo a distancia de grupos, capillas y sectarismos. En Dejemos hablar al viento escribió: “Desde muchos años atrás yo había sabido que era necesario meter en la misma bolsa a los católicos, los freudianos, los marxistas y los patriotas. Quiero decir: a cualquiera que tuviese fe, no importa en qué cosa; a cualquiera que opine, sepa o actúe repitiendo pensamientos aprendidos o heredados. Un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre”. Y a pesar de su amistad con el Presidente Luis Batlle –padre de Jorge Batlle, que también fue presidente-, a Onetti no le interesaban los políticos. Sanguinetti le invitó a su toma de posesión, y Onetti declinó la invitación. El país le había humillado, con grave quebranto de su salud: le detuvieron por formar parte de un jurado que había premiado un cuento que contenía una violencia sexual que no gustó a los militares. En la cárcel quiso suicidarse con una cuerda. Lo transfirieron a un psiquiátrico. España se portó bien con él, y en ella encontró su otro país. Cuando se enteró de que estaba en un psiquiátrico, Juan Ignacio Tena Ibarra, director del Instituto de Cultura Hispánica, que había sido embajador en Uruguay, fue a Montevideo, con una invitación para un congreso de literatura, y poco después llegaron por vía oficial dos billetes de avión para el matrimonio Onetti. Abandonó Uruguay, y supo que nunca volvería. Ya en Madrid, escribió Cuando ya no importe, publicada en 1993, un año antes de morir, donde puede leerse: “Ignoraban que quien nació para vintén nunca llega a medio real. Ignoraban que la que nació para provincia nunca llega a ser país”. La evasión de una realidad inhabitable Vargas Llosa acaba de dedicarle un libro, El viaje a la ficción, y en la obra del escritor rioplatense, encuentra un universo en el que los seres humanos construyen una vida paralela, de palabras e imágenes, tan mentirosas como persuasivas, que sirven de refugio para escapar a los desastres y limitaciones que la vida real opone a nuestra libertad y a nuestros sueños. En La vida breve los personajes eluden el mundo real, del que están cansados, y se evaden, en un mundo imaginario: la ciudad de Santa María. En El pozo el protagonista es un fracasado que parece haber elegido la mediocridad en un acto de lucidez –escribe el peruano-, para no corromperse, algo que, según cree, le acontece a la mayoría de los seres humanos. Eladio Linacero –trasunto de Onetti- encuentra un recurso para soportar la neurosis que lo aísla del resto de los mortales: la ficción. Y Vargas Llosa encuentra ahí el tema obsesivo y recurrente de El pozo: “el viaje de los seres humanos a un mundo inventado para liberarse de una realidad que los asquea”. Una metáfora de la decadencia del Uruguay Cuando se cumplen cien años de su nacimiento y quince de su desaparición, Onetti nos deja, una obra que le sobrevive, acaso un símbolo de un país en franca e imparable decadencia. A pesar de su discutible estilo, y de su retórica algo enrevesada, Onetti nos regala en El astillero una sabia y (no consciente) metáfora de la decadencia de su país: el astillero está deshaciéndose –víctima del abandono, la parálisis y las deudas-, pero los personajes siguen manteniendo la ficción de que el astillero existe, y viven una vida de ficción. Los personajes –dice el peruano- “han decidido dar la espalda al mundo real para compartir un espejismo”. Relata Vargas Llosa que Onetti se sorprendió cuando leyó una crítica que aseguraba que la novela podía ser leída como una alegoría de la decadencia del Uruguay. Onetti lo negó, alegando que no le interesaba ese tipo de novela. Él mismo no había entendido su obra. ¿Extraño? No tanto. Veamos por qué. Onetti, desde la teoría estética de Theodor Wiesengrund Adorno Lo que Onetti no sabía es que la realidad a la que pertenecía se colaba en su relato, prescindiendo de la intención de su autor, como acontece en las grandes obras de la literatura: los autores viven en un entorno, y el entorno no puede no comparecer en sus obras. Y eso es, ni más ni menos, alcanzar la obra de arte, que se abre camino a expensas de los intereses del propio autor. Adorno dice que el artista es el lugarteniente de la sociedad, su apoderado, el que la representa, el que dice algo de ella que ella misma no puede decir. El filósofo alemán escribe: “El artista portador de la obra de arte no es el individuo que en cada caso la produce, sino que por su trabajo, por su pasiva actividad, el artista se hace lugarteniente del sujeto social y total” (Teoría estética, 1984: 219). Kafka no supo que alcanzaba con la literatura el mismo trofeo que conseguía Freud con la psicología: éste, con su Psicología de las masas y análisis del yo (1922), anticipó la expansión y la naturaleza de los fascismos de masas en categorías psicológicas, y el genial judío de Praga lo hizo en categorías literarias. Ni Kafka ni Onetti entendieron su obra Adorno aventura algo de interés inusitado: es más que probable que Kafka no entendiera su obra. Nosotros añadimos: consta que Onetti tampoco entendió la suya. No podía entenderla. No era él el que se expresaba, no era el sujeto empírico llamado Onetti el que irrumpía, sino que, por detrás de él, asomaba una realidad más inclusiva, que abarca al emisor y al receptor, y que los funda en el encuentro que protagonizan, y que llamamos lectura. Y es que en las obras de arte habla un nosotros, no un yo. La subjetividad, condición necesaria de la obra de arte, no es en cuanto tal la calidad estética: llega a serlo por medio de la objetivación, en la que la subjetividad se vacía de sí misma, y queda oculta en la obra. Por eso, dice Adorno, es frecuente que el artista no comprenda lo que ha hecho. Y es que el arte supera lo obvio, no es una actividad meramente descriptiva, como el periodismo. El filósofo alemán escribe: “el arte trasciende hacia lo no existente sólo a través de lo existente” (Op cit., 229). Reconocido y admirado por izquierdas y derechas Onetti era depresivo, hacía lo que podía con su neurosis, pero era también un ciudadano que vivió el final de los años felices de su país, y el comienzo de los años oscuros: el estrepitoso e imparable derrumbe de la sociedad uruguaya. Como dice Vargas Llosa, Onetti se impregnó de un cierto estado de ánimo –el de su país-, y lo transmutó en literatura, de manera figurada, alegórica, sin enterarse de lo que estaba haciendo. Era su época y su circunstancia las que se asomaban a sus páginas, sin pedirle permiso. Él no lo supo, pero fue instrumento de su época, cronista no deliberado de una decadencia y de una ficción: la de un astillero llamado Uruguay. Acaso por esa genialidad –no prevista por él-, tuvo el reconocimiento de unos y otros y, como dice Vargas Llosa, “en la reverencia y admiración por su obra, y el cariño por su persona, coincidieron tirios y troyanos, es decir, la izquierda y la derecha”. Un símbolo del fracaso de América Latina Y es que Onetti era hombre de izquierdas, pero no un misionero que vendía la buena nueva. Su patria no podía ser otra que la literatura, y no estaba hecha de hectáreas y de estatuas ecuestres de gusto dudoso y de dudosa pertinencia, que saturan y afean las plazas, sino de textos, personajes, aventuras y desventuras. Ficticias, sí, pero no menos ficticias que las de su entorno, y no menos reales que ellas. A pesar de su desprecio por la literatura comprometida, nos legó el retrato de un país que se hundía en el abismo. Vargas Llosa da un paso más: dice que Onetti construyó un símbolo del fracaso histórico y social de América Latina, de su subdesarrollo político y económico. El peruano dice que, como sus personajes, “América Latina ha preferido también la imaginación a la acción, el delirio a la realidad, y así le ha ido.” Onetti, el lugarteniente de la sociedad, el Kafka de Uruguay, no dejaría de sorprenderse de lo que otros escriben sobre él y sobre su obra. Fuente: Safe Democracy Foundation
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