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Año V Nro. 350 - Uruguay, 07 de agosto del 2009
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Ha sido notoria la discusión que se entabló a partir de nuestra quizás infortunada expresión de que recortaríamos el gasto público "con una motosierra". Durante la larga serie de críticas que desde el Frente Amplio se nos dirigieron, había algo que no encajaba en la lógica de la controversia: no estábamos hablando de lo mismo. Con picardía, nuestros adversarios fueron hacia el flanco de ataque más sensible y pretendieron que nuestras expresiones de ahorro fuerte y decidido, implicaban recorte de planes de alivio a la pobreza y demás medidas que este gobierno ha adoptado en el campo social. Por suerte la "engañifa" era de patas cortas y nadie que conozca nuestro pensamiento y nuestra gestión en el gobierno puede tragarse esa píldora demasiado grande. Si algo hemos hecho desde el ejercicio del poder es preocuparnos por el tema social, aún en medio de tremendas dificultades fiscales y teniendo que atender problemas enormes de inflación, dejando una huella positiva en materia de vivienda, educación, alimentación y salud, que mucho nos enorgullece y que algún día, cuando las pasiones políticas se aplaquen, será reconocida. Cuando se cierra este período de gobierno y se avecina la inexorable hora del balance, más allá de las cifras, hay un concepto que se ha manejado desde las filas oficialistas que es preciso aclarar y rectificar. Se trata de la pretensión fundacional a la que son afectos algunos jerarcas, y que les ha llevado a creer y a afirmar que en nuestro país la obra social, el entramado de leyes e instituciones que procuran aliviar las carencia de nuestros compatriotas, tienen partida de nacimiento fechada el 1º de marzo del 2005. Así lo ha afirmado la Ministro de Desarrollo Social al inicio de su gestión, indicando que nada se había hecho jamás en nuestra patria en ese sentido. Mas allá de la ofensa al buen criterio y a la educación de nuestra gente, esta burda sentencia ha hecho carne en algunos de los jerarcas frentistas, impidiéndoles el simple pero tan saludable acto de reconocer lo que otros gobiernos y otros partidos han hecho a lo largo de cien años de preocupación nacional por los necesitados. Tal preocupación y la frondosa legislación que la convirtió en derecho positivo, son obra de múltiples gobiernos, de distintas autoridades, de centenares de legisladores y de docenas de ministros que nunca vieron que lo que se destinaba a la obra social era un gasto sino una inversión. Y allí es donde está nuestra diferencia con los actuales gobernantes que hablan de estos rubros como integrando aquel concepto presupuestal y no éste. Si profundizamos en el análisis de las diferencias, veremos que los criterios también son divergentes en cuanto a lo que se espera de esos recursos aplicados al mencionado fin. Una cosa es arrojar dinero a los problemas y, muy otra, el mecanismo de buscar -con la aplicación de recursos- eliminar el problema, encontrar una salida a quienes están prisioneros de la carencia y la marginación. Para algunos es un gasto y para nosotros una inversión y, por ello, es preciso medir su eficacia y buscar su eficiencia, tal cual se hace en todo plan de aplicación de recursos buscando un resultado. Nos hemos privado como sociedad de algo que nos reclama la buena administración, que es la medición de la calidad de la inversión social. Es decir, con qué eficacia estamos destinando los recursos, cuántos pobres menos, cuántos niños y adolescentes mejor educados, cuántos más sanos, cuántos más fuera de la droga, cuántos menores reencaminados, cuántos repetidores menos en las aulas. Las espaldas de los contribuyentes, que llevan el peso de estas asignaciones presupuestales, merecen ese análisis. Y también los destinatarios, para quienes la eficacia del servicio es la razón de ser del mismo. Si éste se lleva a cabo con despojamiento de preconceptos y de moldes ideológicos, podremos proceder a hacer la crítica de la ejecución de los programas, de la correcta relación medio-fin que puedan tener y, en caso de que no sea la correcta, buscar otros medios, otros caminos para llegar al mismo destino deseado por la comunidad. ¿Ejecución de políticas públicas mediante asociación con obras privadas de beneficencia? ¿Por qué no? No es conveniente desperdiciar el aporte que tantas y tantas instituciones y personas que lo realizan aun hoy, en forma quizás no coordinada pero de fecundo resultado. Quien da su tiempo de manera desinteresada a una obra social hace donación de lo más valioso que el ser humano posee, lo que nadie le puede devolver, lo que no es otra cosa que la materia prima -fugaz- de la vida. Incorporan también estos voluntarios un ingrediente de especial importancia, sobre todo en materias tan delicadas como minoridad y drogas, que es el amor. No olvidemos que muchos de quienes llegan a esa circunstancia de necesidad quizás no han tenido un entorno familiar en donde el afecto haya sido factor de formación, de transmisión de valores y una forma de sacarles de la situación crítica: la del devolverles el sentido del afecto y de la autoestima. En fin, todos sabemos que en nuestro país, ya sea por motivos religiosos o de ética laica, de generosidad, miles de compatriotas colaboran con obras de bien. Aprovechar este sano impulso parece una buena orientación para la inversión social, la más importante de todas, la que alude nada menos que a la mejora de seres humanos, nuestros compatriotas y hermanos. © Luis Alberto Lacalle Herrera
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