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Año V Nro. 338 - Uruguay, 15 de mayo del 2009
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Entre el 18 de octubre y el 3 de diciembre de 1961, 116.000 personas pasaron por el Museo de Arte Moderno de Nueva York antes de que alguien reparara en que el óleo “Le Bateau” de Henri Matisse había sido colgado patas arriba. Se supone que la modernidad debe “transgredir” los estándares de lo tradicional, lo que es motivo de que Paul Hindemith, mientras ensayaba una de sus disonantes arreglos orquestales, dijera a los músicos, “No, no caballeros -- aunque suena desafinado, aún no suena desafinado”. Los autores de las políticas económicas del mundo al revés de hoy en día afirman que las políticas pueden parecer desencaminadas, pero que lo que sucede es que en realidad son audazmente modernas en su rechazo de los mercados en favor del intervencionismo contundente del gobierno en la vida económica. De ahí que Nueva York, que hasta hace ocho meses era la capital financiera del mundo, ya no sea capital financiera ni de los Estados Unidos. Lo es Washington. Eso afirma Ian Bremmer en “Capitalismo de estado adulto: ¿el fin del mercado libre?” en el presente número de Foreign Affairs. Debería ser leído por los estadounidenses consternados por la desaparición progresiva del límite ente los sectores público y privado. La mayoría de los estadounidenses asumen -- y son inducidos a hacerlo por quienes lo hacen desaparecer -- que el gobierno está haciendo esto a regañadientes y que está impaciente por encontrar una "estrategia de salida" para "deshacer" sus intervenciones. Bremmer, presidente de la consultora Eurasia Group, está seguro de que aunque los gobiernos de muchos países en desarrollo han adoptado "un rechazo estratégico de la doctrina del libre mercado", los gobiernos de los países desarrollados no tienen intención de "gestionar" sus economías "indefinidamente”. Sobre los primeros, está en lo cierto. Con esto último, su deseo puede ser el progenitor de su idea. Entre las innumerables muestras de que muchas naciones están desarrollando sistemas "dentro de los que el estado sirve de actor económico de referencia", Bremmer observa que las 13 petroleras más grandes son propiedad y están operadas por gobiernos, y que los gobiernos del mundo en vías de desarrollo controlan las tres cuartas partes de las reservas energéticas del mundo. Las multinacionales de titularidad privada apenas extraen el 10% del petróleo del mundo y solamente poseen el 3% de sus reservas demostradas. En muchas naciones en vías de desarrollo, las grandes empresas que siguen en manos privadas son sólo privadas de manera nominal: son apéndices del gobierno en el sentido de que dependen de la tutela del gobierno para obtener créditos, contratos y subsidios. Los "fondos soberanos de inversión" -- carteras de inversión propiedad de un estado -- ya suponen la octava parte de la inversión global, el doble de la cifra de hace cinco años. Los mayores fondos de esta clase son los de Abú Dhabi, Arabia Saudí y de China, con el de Rusia cada vez más presente. La única democracia que controla uno de los 10 fondos más grandes es Noruega. Los activos combinados de todos estos fondos superan los activos de todos los fondos de inversión del mundo. Bremmer dice, correctamente, que el capitalismo de estado "ha introducido deficiencias masivas en los mercados globales e inyectado la política populista en el proceso de toma de decisiones económicas", que "la intervención pública más profunda en una economía significa que el derroche burocrático, la ineficacia y la corrupción son más dadas a obstaculizar el crecimiento", y que los políticos tienden a desarrollar paquetes de estímulo con sus electorados en mente, no teniendo presente la distribución de recursos según su mayor rendimiento. Por tanto, dice, el estado debe retirarse con el tiempo. Probablemente se equivoca porque subestima el placer que obtienen los políticos de utilizar la riqueza de su nación como fondo de cobertura para la compra de ventajas políticas. En 1937, el columnista Walter Lippmann, deplorando el ascenso del "colectivismo autoritario", se lamentaba de que para ser tomado en serio, un político o un teórico tenía que disponer de "propuestas destinadas a magnificar el poder de los funcionarios públicos y ampliar y multiplicar su intervención en temas cotidianos”. Paul A. Rahe, historiador y filósofo político del Hillsdale College, observa en su nuevo libro "Despotismo blando, deriva de la democracia" que mucho antes de 1937, estábamos advertidos. En “La democracia en América”, Alexis de Tocqueville pronosticaba que la gente estaría gobernada por "un enorme poder tutelar" decidido a "ocuparse en solitario de garantizar su disfrute y vigilar su destino”. Sería un poder "absoluto, al control del detalle, familiar, previsor y amable", en busca de nuestra felicidad pero deseoso "de ser el único agente y el único árbitro de esa felicidad”. Proporcionaría seguridad a la gente, decía Tocqueville, anticiparía sus necesidades, dirigiría sus industrias y administraría sus herencias. Envolvería a la sociedad dentro de "una maraña de pequeñas regulaciones -- complejas, minuciosas y uniformes”. Pero dulcemente: “No quebrando voluntades; ablandándolas, doblegándolas, y dirigiéndolas" hasta que el pueblo se asemeje "a un rebaño de animales tímidos y laboriosos, de los que el gobierno es el pastor”. De manera que lo que hoy parece tan moderno como lo era Matisse en tiempos en realidad fue anticipado hace 17 décadas. Como la música de Hindemith, lo que está sucediendo parece estar desafinado. Y lo está. © 2009, Washington Post Writers Group
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