América Latina: la negligencia benigna no es suficiente
por Gustav H. Petersen
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I
Generalmente se admite que Estados Unidos no tiene una política latinoamericana, excepto una de “negligencia benigna”. Quizá sea mejor que tener una política equivocada, pero definitivamente es imposible seguir a la deriva de manera indefinida. No queda mucho tiempo para desarrollar nuevas ideas y tomar un nuevo rumbo antes de que los acontecimientos superen y “sorprendan” al Departamento de Estado.
El vacío actual recibió una sanción más o menos oficial con el discurso de “bajo perfil” que el presidente Nixon pronunció el 31 de octubre de 1969, basado, en parte, en la mal concebida y desafortunada misión Rockefeller. El discurso marcó un parteaguas en nuestra posición hacia América Latina. Hasta ese momento, nos habíamos preguntado qué es lo que podíamos hacer para ayudar a los países menos desarrollados, en particular a Latinoamérica, con quien se suponía que manteníamos relaciones especiales. El presidente Nixon expresó la idea de que América Latina no debía seguir buscando ayuda sustancial y ofreció, en cambio, incrementar el comercio. Hizo hincapié en que los países latinoamericanos debían seguir una línea más independiente y que el norte y el sur del hemisferio debían cooperar. Pero ambas regiones tendrían que guiarse básicamente por sus propios intereses.
La política de Nixon, en efecto, tiene reminiscencias del gobierno de Eisenhower, que señaló a América Latina como la reserva de la empresa privada. En realidad, las empresas han hecho un buen trabajo dentro de sus propios marcos de referencia. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, las compañías estadounidenses han contribuido en gran medida al desarrollo industrial de Latinoamérica. A grandes rasgos, las compañías grandes y pequeñas han asumido riesgos considerables en situaciones económica y políticamente inestables y han tratado de crear empresas sólidas a la manera estadounidense. En general, las empresas estadounidenses han pagado mejores salarios que las empresas locales, han reinvertido las ganancias y, en promedio, el rendimiento de sus inversiones ha sido modesto. La política más reciente de los empresarios estadounidenses ha sido muy diferente a la de las grandes compañías con actividades en esos países durante el siglo XIX y principios del siglo XX. En esos períodos, sin duda, se extrajo más riqueza de la que se invirtió, pero ése era el espíritu del momento y se aplicaba tanto a los mercados internos como a los externos. Desafortunadamente, la imagen de explotación que dejaron las compañías petroleras, mineras y comerciales, entre otras, aún pende sobre la situación actual, y las empresas no han logrado establecer una imagen progresista de sí mismas en la mente de los gobiernos y los pueblos de esos países. Además, realmente no se puede esperar que los estadounidenses, en general, y los empresarios, en particular, abandonen su carácter un tanto condescendiente y paternalista; en el análisis final, suelen considerarse seres superiores que tratan con criaturas exóticas y algo raras que, por su propio bien, deben esforzarse por seguir nuestros pasos y finalmente alcanzar los altos estándares de la sociedad estadounidense.
Esta actitud también se ha visto reflejada en la política de nuestro gobierno. Es una de las razones por las que realmente no nos conectamos con América Latina. Ha contribuido parcialmente al fracaso de la Alianza para el Progreso y de la política de la Agencia Internacional de Desarrollo (AID), en general. En resumen, no se puede esperar que el papel que desempeña la empresa sea un sustituto de la política exterior. La empresa no tiene función alguna dentro del marco determinado por las políticas que el gobierno ha establecido y llevado a cabo. En la época de la segunda posguerra, las relaciones con Latinoamérica fueron relegadas a una posición subordinada en la escala de importancia dentro de la política exterior estadounidense. Nuestros intereses de seguridad —centrados en el eje horizontal de Moscú a Pekín— dejaron a Washington con un ánimo extrañamente complaciente hacia los acontecimientos de la parte sur del hemisferio. Era comprensible que, después de la Segunda Guerra Mundial, nos preocupara principalmente la reconstrucción de Europa y quizá de Japón; pero, una vez que se concluyó con éxito el Plan Marshall, debimos haber dirigido toda nuestra atención a América Latina, que estaba muy dispuesta a cooperar con nosotros de una forma en verdad extraordinaria. En ese entonces, el prestigio de Estados Unidos estaba en su apogeo y nuestra influencia pudo haber sido formidable. El Programa del Punto Cuatro del presidente Truman para la asistencia al mundo subdesarrollado era lo suficientemente avanzado y novedoso; sin embargo, agrupar a los países latinoamericanos (con su orgullosa y bien educada clase alta) con el resto de los denominados países subdesarrollados era una medida esencialmente equivocada. Para ilustrar aún más mi argumento de que Latinoamérica es nuestro punto ciego en lo político, basta con consultar la edición del 50º aniversario de Foreign Affairs: no había un solo artículo dedicado a América Latina. Una revisión de nuestra situación política internacional, escrita por George Kennan, menciona las palabras “América del Sur” sólo una vez, y en los siguientes términos: “Queda el problema del llamado ‘tercer mundo’: el grupo de países que va del subcontinente indio, pasando por el África subsahariana hasta la costa occidental de América del Sur”.
Conforme concluimos la guerra más larga que hemos enfrentado en nuestra historia, con el propósito de evitar que la mitad de un pequeño y distante país asiático se “vuelva comunista”, sería sabio examinar más detenidamente los cambios que están ocurriendo en América Latina. Éstos probablemente nos afectarán de una manera mucho más directa que la revolución y la guerra civil en Vietnam. No debe interpretarse como la defensa de una política anticomunista activa hacia Latinoamérica, sino, más bien, como un énfasis en la extraña subversión de prioridades que se ha impuesto sobre nuestra política exterior en la segunda posguerra.
El primer asunto debe ser, por lo tanto, colocar a América Latina en un plano más elevado en nuestra política exterior. Además, con el fin de hacer esto de forma adecuada, debemos centrarnos en la siguiente pregunta: ¿cuál debería ser el concepto básico de nuestra política para Latinoamérica?
II
Quizá sea un truismo psicológico decir que nuestra política exterior y nuestras relaciones con otros países están profundamente arraigadas en nuestra actitud mental y en nuestro desarrollo social interno. Sin embargo, vale la pena aclarar este punto, ya que esta interrelación parece ser mucho más fuerte en Estados Unidos que en otros países. Estados Unidos se hizo presente en el escenario internacional durante la Segunda Guerra Mundial. Nuestra actitud esencialmente anticolonialista coincidió con la extinción de la era colonial, que durante siglos dominó las políticas europeas hacia todos los países considerados inferiores o más débiles.
Siempre hemos tenido un rasgo misionero y hemos creído fervientemente que nuestro orden político y social es el más alto jamás logrado, y que si otros estaban rezagados, con el tiempo madurarían y nos alcanzarían. Además, estaba nuestro extraordinario logro económico, el cual condujo al Programa del Punto Cuatro del presidente Truman.
¿Cómo es que esto se integra, o más bien choca, con las condiciones económicas, políticas y sociales existentes y cambiantes de América Latina que se han desarrollado a lo largo de líneas totalmente diferentes a las de Estados Unidos? Para la mente estadounidense es muy difícil no comparar a Latinoamérica con Estados Unidos y no señalar las condiciones sociales retrógradas, representadas por una clase social alta, feudal y reaccionaria, y por masas muertas de hambre, por una agricultura primitiva y por su aventurismo político, en resumen, nuestra definición de subdesarrollo. Veinte años después de la presentación del Punto Cuatro, debería quedar muy claro que desarrollo y progreso son términos muy cuestionables. Nuestra muy “desarrollada” agricultura, que utiliza cada vez más fertilizantes y pesticidas sintéticos y tecnología sofisticada, también podría estar arrastrándonos al borde del desastre. Con muy poca gente extraemos lo mejor de un campo cada vez más contaminado, mientras que el resto se apiña en nuestras cada vez más congestionadas e inhabitables ciudades. Sin embargo, éste no es el lugar para hablar sobre el muy complejo problema de la contaminación. La pregunta pertinente es, en cambio, ¿qué nos da el derecho de hablar sobre países más o menos desarrollados? Quizá sea mejor dejar en paz a la agricultura “primitiva” con su ecología equilibrada e inalterada. ¿Por qué es mejor producir plásticos y fibras sintéticas, en lugar de usar algodón, lana, cuero, etcétera? Por razones ecológicas, podría ser necesario revertir este proceso. Esto no significa que no se deba ayudar a los amplios distritos rurales pobres, sino poner énfasis en una “tecnología intermedia”, orientada a incrementar la producción, y hacer uso de más mano de obra en lugar de maquinaria costosa. Un buen, aunque hasta ahora pequeño, ejemplo es el trabajo de la Pan American Development Foundation de Washington. ¿Qué tan bueno puede ser establecer grandes industrias que requieren importantes inversiones, por ejemplo, plantas petroquímicas o industriales muy automatizadas, que producen materiales sintéticos, automóviles y electrodomésticos en serie y con relativamente pocos empleados? Como ya no estamos seguros de la respuesta, tenemos buenas razones para replantear nuestra aproximación a todo el concepto de “desarrollo”.
¿Qué pasa con las condiciones políticas y sociales? Exigimos, como si se tratara de un reflejo condicionado, que los pueblos se gobiernen democráticamente y proclamamos que una amplia clase media urbanizada con estándares de vida cada vez más altos es muy deseable. Tal vez, pero ¿quién nos dice que otros países desean vivir según nuestro patrón, o que están dispuestos en lo histórico, geográfico, cultural y material a reorganizarse según esas líneas o que son capaces de hacerlo?
Las colonias españolas contaban con florecientes universidades antes de que los Peregrinos siquiera llegaran a este país. Las clases altas, con los privilegios que tenían, llevaban una vida muy civilizada y, con toda justicia, orgullosas de su herencia española. Ellas consideraban que muchos de los ingenieros u hombres de negocios estadounidenses eran poco civilizados.
Quizá parezca una exageración, pero, para probar mi punto, se podría decir que los estadounidenses de mediados del siglo XX están destruyendo a las viejas civilizaciones de los países iberoamericanos, de forma similar a lo que hicieron los conquistadores españoles con las civilizaciones que encontraron en los países que invadieron.
En vista de lo anterior, los adjetivos “subdesarrollado”, “menos desarrollado” o “en vías de desarrollo” aplicados a los países deben desaparecer de nuestro vocabulario en relación con nuestra política exterior, en general, y con nuestra política hacia América Latina, en particular. Deberíamos hablar de países menos industrializados o, por decirlo sarcásticamente, de países menos contaminados.
A pesar del esfuerzo del presidente Kennedy para reiniciar nuestras relaciones con América Latina mediante la creación de la Alianza para el Progreso, el programa no estuvo a la altura de las grandes expectativas que suscitó. Seguimos sin poder comprender los valores de otras sociedades, representados por sus instituciones culturales y económicas. El presidente Johnson, por supuesto, se involucró demasiado en Vietnam como para realmente prestar atención a Latinoamérica. Pero los problemas son mucho más profundos que el nivel de atención presidencial. Esto nos conduce, de inmediato, al centro de la cuestión. Aunque utilizamos la palabra “alianza”, éste fue un programa iniciado por Estados Unidos y, para el latinoamericano promedio, sólo fue otro plan de los yanquis, dirigido desde Washington, que podía hacer algo de bien, pero que probablemente estaba inspirado en propósitos políticos egoístas o, en la jerga de la izquierda, imperialistas.
Aunque pudiese haber sido bienintencionado, incluso con las mejores intenciones nos enfrentamos con disyuntivas imposibles. La palabra “progreso” no sólo estaba destinada al desarrollo económico; también se aplicaba a los cambios sociales. El gobierno de Kennedy se sentía muy atraído hacia los diversos partidos democristianos de América del Sur, en particular de Chile, durante el régimen del presidente Frei. Favorecimos enérgicamente las reformas de la tenencia de la tierra y, en general, nos inclinamos hacia las economías dirigidas y financiadas por el gobierno. Esto nos granjeó la hostilidad de las clases altas terratenientes y de muchos empresarios, especialmente en Chile, Perú y Bolivia, y contribuyó a que casi desaparecieran dichas clases. Por otro lado, para las clases bajas, los funcionarios y empresarios estadounidenses, que manejaban grandes automóviles, que vivían en las mejores casas y hoteles, que se reunían con el establishment y que, con frecuencia, dirigían las empresas más importantes, eran sólo aliados de las clases ricas y extranjeros que había que expulsar. Los fuertes sentimientos nacionalistas, alimentados por un arraigado complejo de inferioridad, agravaron la hostilidad, particularmente en las clases medias que, con frecuencia, se habían empobrecido. En otras palabras, no podíamos salir bien librados, sin importar los méritos de nuestros esfuerzos. Eso no significa que no se haya logrado nada durante los 20 años de asistencia al exterior. Con el transcurso del tiempo, se reconocerá que en el ámbito de la salud, la educación, el suministro de energía y las comunicaciones se hicieron considerables avances con nuestra ayuda.
Políticamente, también hemos llegado a un callejón sin salida. Lo que se necesita, sobre todo, es dejar que Latinoamérica encuentre su propia imagen, mientras va en pos de su destino. Esto implica, quizá, el doloroso reconocimiento de que la América anglosajona es fundamentalmente distinta a la América latina. Cualquier discurso sobre la unidad del hemisferio occidental, sobre el panamericanismo, sobre la colaboración como socios es una ilusión. Las raíces del norte del hemisferio, al igual que las del sur, están en Europa, aunque, sin duda, la influencia de Estados Unidos ha aumentado, del mismo modo como ha menguado la influencia de la Europa contemporánea.
Sin embargo, a pesar de la existencia de organizaciones como la Unión Panamericana, la Organización de los Estados Americanos (OEA), el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y, más recientemente, el Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso (CIAP), la relación entre las Américas siempre ha sido sólo un esqueleto, sin sustancia alguna.
Estas entidades son congregaciones de diplomáticos, banqueros y funcionarios públicos que tienen sus oficinas centrales en Washington. Para los latinoamericanos, son muy sospechosas pues tienen la marca de los yanquis y, para las grandes masas de América Latina, son poco interesantes. Por otro lado, la América anglosajona sencillamente no tiene interés en América Latina; a excepción de unos cuantos, no saben nada de su historia, de su geografía o de sus condiciones económicas y sociales actuales. Para describirla, utilizan frases como las siguientes: son económicamente atrasados, existe un abrumador contraste entre ricos y pobres, son políticamente inestables, entre otras. Esta ignorancia y falta de interés por parte del público en general, sin lugar a dudas se ven reflejadas en la baja prioridad que tiene América Latina en nuestra política exterior.
III
Los latinoamericanos están conscientes de esto y están comenzando a hablar mucho más de integración y de una política latinoamericana independiente. La reunión de la Comisión Especial para la Coordinación Latinoamericana (CECLA), que se llevó a cabo en Viña del Mar en 1970, fue significativa. Por primera vez en la historia moderna, los países de América Latina se reunieron sin Estados Unidos y trataron de desarrollar una política propia, en concreto para sus relaciones con Estados Unidos. Tuvieron un éxito extraordinario y presentaron una declaración moderada y sensible, aunque se podrían criticar algunos de sus reclamos financieros. Eligieron a Gabriel Valdés, que entonces era el Ministro de Asuntos Exteriores de Chile, para que enviara el programa al presidente Nixon. Quizá América Latina nunca se había expresado con una sola voz desde la época de Bolívar. Esta reunión fue una gran noticia en América Latina, pero apenas se supo de ella en Estados Unidos. El recibimiento del señor Valdés en la Casa Blanca fue, a lo sumo, tibio, y desde entonces no hemos hecho nada por promover la integración latinoamericana.
Por el contrario, seguimos nuestra política tradicional de tratar con diferentes países de manera bilateral, en la creencia de que podemos tener una mayor influencia sobre el continente cuando los países están divididos. Esto remite más a una actitud tradicional del Departamento de Estado que al presidente Nixon, quien, en un comentario diplomáticamente desafortunado, le sugirió al presidente Médici que Brasil tomara el liderazgo de América del Sur. El Presidente de Brasil rechazó de inmediato tal propuesta, pues sabía perfectamente cuál sería la reacción de los latinoamericanos hispanoparlantes. Creo que esta clase de divide et impera es una estrategia obsoleta. Debemos apoyar firmemente la integración de Latinoamérica de la misma forma como contribuimos para promover la formación del mercado común en Europa. Con este propósito, me parece que es necesario instar a América Latina a actuar por su cuenta. Debemos apoyar plenamente el espíritu de Viña del Mar. Para fomentar aún más la integración de la región, debemos animarla a establecer sus propias organizaciones políticas y económicas, que tendrían su sede en uno de los países más pequeños de América Latina. Esto significaría reducir la OEA, si no es que abolirla en su forma actual.
América Latina realmente nunca se ha encontrado a sí misma. La subyugación de la población nativa por parte de los conquistadores, aunque no fue una aniquilación casi total como en el caso de los indios de Estados Unidos, ha dejado profundas cicatrices sociales y psicológicas. Quizá las masas indígenas sólo han aflorado en México, debido a la temprana y larga revolución, y en cierta medida se han fundido con la clase media y la clase gobernante. Las guerras de independencia no produjeron cambios sociales básicos, salvo por la liberación de los criollos del dominio de españoles y portugueses. A pesar de su belleza y alegría, América Latina es una región trágica. Sus masas, en realidad desde la época de los incas y de los aztecas, nunca han tenido oportunidades. La época de la Colonia, sin duda, fue una de esplendor (más que de grandeza), pero los conquistadores veían a la gente y a la tierra como objetos para explotar y enviaban la riqueza a la madre patria. El siglo XIX y el principio del siglo XX pasaron sin cambios importantes, excepto por las interminables y destructivas luchas de diversos grupos por el poder. La economía de estos países conservaba su estructura colonial y dependía en gran medida de la exportación de materias primas. Aunque el pueblo estaba bastante consciente de sus valores espirituales internos, América Latina siguió siendo política y socialmente inferior con respecto a Europa y a Estados Unidos.
Todo esto está cambiando; sin embargo, los estadounidenses apenas nos damos cuenta de ello: se están escribiendo excelentes libros; las artes han comenzado a florecer; para bien o para mal, están ocurriendo cambios sociales. Brasil y México están avanzando a pasos agigantados en el aspecto económico. Pero la integración económica sólo progresa lentamente. Esto se debe, en parte, a que el comercio de América Latina depende de Europa y de Estados Unidos.
Probablemente, menos del 20% de sus exportaciones e importaciones son intrarregionales. En Europa, la proporción es inversa: el 80% se realiza dentro de Europa y el 20%, con otros países. Los países europeos estaban mucho más divididos —política, histórica y lingüísticamente— que los Estados de América Latina. Era lógico, por lo tanto, que Europa iniciara con la integración económica y trabajara lentamente para lograr la unión política. Desafortunadamente, América Latina está tratando de seguir el mismo patrón. El proceso debe ser al revés. Lo que se necesita es una asociación política latinoamericana que, a su vez, comience a trabajar posteriormente por la integración económica.
Esta asociación debe ser una creación totalmente latinoamericana. Depende de los latinoamericanos que dicha organización se construya siguiendo líneas democráticas, socialistas o autoritarias. Probablemente pondría en marcha, entre otras políticas, el programa de Viña del Mar. Con la creación de esta asociación, quizá se disolvería el Comité Interamericano de la Alianza para el Progreso, con el fin de remplazarlo por una organización puramente latinoamericana.
Todo esto podría recibir un fuerte impulso si le damos nuestro apoyo incondicional, ya que no significa necesariamente queWashington esté abandonando a América Latina a su suerte. Por el contrario, cualquier ayuda que deseemos dar debe canalizarse, en la medida de lo posible, a través de una de estas nuevas organizaciones latinoamericanas (además, aconsejo que concentremos nuestros recursos en América Latina). Lo anterior podría darle a la organización un buen impulso, de manera similar a como el Plan Marshall ayudó a la Comunidad Europea. Sin embargo, lo más importante es que América Latina asuma la responsabilidad total por el desarrollo de su propia región, con la ayuda de Estados Unidos, pero de forma independiente.
Esta organización política latinoamericana central también podría ser el foro para discutir políticas económicas, incluidas la nacionalización de propiedades estadounidenses y la firma de acuerdos para nuevas inversiones. En todo caso, debemos evitar involucrarnos en cualquiera de los conflictos sociales y económicos que probablemente ocurrirán en los diferentes países. Ha llegado la hora de que América Latina tome una determinación. Aunque tiene que decidir sobre su propio destino, debemos alentarla y ayudarla, en la medida de lo posible, durante el proceso de integración, y así realizar una tarea histórica para beneficio de América Latina y de Estados Unidos. No repitamos el mismo error que cometimos, primero con Rusia y luego con China, de oponernos a los países de América Latina porque pasan por revoluciones y cambios que nos disgustan. La tentación es grande, especialmente debido a la presión de personas y compañías frustradas y descontentas que han sufrido graves pérdidas, pero, a la larga, tendremos que ceder; mientras tanto, se podría hacer muchísimo daño. Este argumento incluye, implícitamente, que quedaría en manos de los países de América Latina decidir si se admite o no a Cuba en cualquiera de las organizaciones latinoamericanas. En cuanto a nuestras relaciones con ese país, sólo nosotros podemos decidir los cambios que se deben hacer. Yo soy uno de los que creen que el cambio debió haber ocurrido hace mucho tiempo.
Finalmente, presentaré algunas ideas sobre el desarrollo económico. El gobierno de Nixon ha hecho ciertas insinuaciones sobre la posibilidad de establecer un trato preferencial para las exportaciones provenientes de América Latina, en particular de productos manufacturados, si el mercado común europeo no extiende a esa región los mismos privilegios que se han otorgado a países asociados de África y Asia. Si se negociara un acuerdo como ése con una posible organización política latinoamericana, podría servir como presión para ayudar a producir el avance de una organización de ese tipo.
De hecho, yo iría más allá. Creo que ha llegado el momento de continuar con un tratado comercial preferencial para el hemisferio occidental. A grandes rasgos, dicho tratado debería establecer la eliminación o a la marcada reducción de aranceles y otras restricciones para la importación de productos manufacturados y de ciertas materias primas. Dichas concesiones deberían ser recíprocas, y América Latina debería otorgar un trato preferencial a las exportaciones estadounidenses. Sin embargo, reconozco que muchas personas en América Latina, especialmente los jóvenes, se oponen a acuerdos comerciales recíprocos de este tipo, los cuales también se desvían de manera fundamental de la cláusula de nación más favorecida. En este momento, quizá no sea aceptable ningún tipo de relación especial con nosotros, incluso aunque fuera claramente beneficiosa para América Latina.
Un proyecto menos controvertido sería la terminación de la Carretera Panamericana, obra que ha estado inactiva durante décadas, y que probablemente languidece en los escritorios del Cuerpo de Ingenieros de Estados Unidos. Ciertamente, el país que ha producido el sistema de carreteras más elaborado del mundo puede superar los, sin duda, formidables obstáculos geográficos y técnicos que presenta la región, como, por ejemplo, las selvas y las gigantescas corrientes de la Cuenca del Amazonas y las cadenas montañosas de los Andes. Hemos llegado a la luna, pero aún no podemos llegar a América del Sur por tierra. Aunque las razones son más políticas que técnicas, éste es un proyecto que crearía puestos de trabajo para los desempleados de las áreas rurales, como lo ha demostrado en años recientes el principal programa de Brasil. Además, una carretera que rodee todo el subcontinente y se conecte a través de América Central y México con Estados Unidos abriría una nueva era para el turismo y, lo que es más importante aún, contribuiría a la integración del continente.
IV
En el análisis final, las ideas son los principales motores de la historia, aunque hay un largo camino desde la concepción hasta el nacimiento. Con frecuencia, los expertos tienden a descartar las nuevas ideas por utópicas, pero eso implicaría pasar por alto el problema principal. Se debe admitir que la idea de la integración política de América Latina está muy alejada del mundo de los políticos pragmáticos. Cada quien trabaja para su propio beneficio, e incluso el señor Valdés ha dicho que no ha encontrado a nadie en el poder que esté dispuesto a trabajar activamente para poner en práctica las resoluciones de Viña del Mar. La formación del Grupo Andino, cuyos gobiernos incluyen sistemas sociales bastante diferentes, es al menos un principio para demostrar que la cooperación política podría ser posible, en particular en el ámbito de los asuntos exteriores. Podría haber una mayor cooperación política si Estados Unidos le da su apoyo total a una América Latina unida e independiente.
Probablemente se necesite un acontecimiento histórico traumático para catalizar estas ideas, así como la Segunda Guerra Mundial fue necesaria para iniciar el mercado común europeo. Lo que necesitamos, sin embargo, es un nuevo rumbo, una nueva estrella polar, que nos pueda guiar para salir de la indeterminación de nuestra política actual hacia América Latina.
GUSTAV H. PETERSEN fue miembro del Council on Foreign Relations que, desde su fundación en 1921, es la organización privada más importante de Estados Unidos en materia de política exterior.
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Publicado con autorización de Foreign Affairs, volumen 8, número 4 |
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