De avances y retrocesos
por Dr. Marcelo Gioscia Civitate
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A pocas horas del procesamiento con prisión de un comisario y tres policías, el uno por encubrimiento y los otros –sus subalternos- por abuso de autoridad en concurrencia con un delito de homicidio contra un detenido, así como también la eventual responsabilidad del sub-comisario de la Seccional 12 de Montevideo, han causado un gran revuelo.
Estos hechos, que independientemente de ser objeto de tratamiento en la esfera penal, supondrán además, la investigación interna del propio Ministerio del Interior, con el posible resultado de la destitución de los funcionarios responsables, implicados en tamaños desbordes, nos llevan a reflexionar sobre la función pública, el respeto de los derechos, las normas jurídicas y la convivencia social.
Es que vivir en sociedad, en un determinado territorio, supone aceptar reglas jurídicas que establecen derechos, deberes y garantías para cada uno de nosotros. Lamentablemente, la inseguridad que padecemos, nos ha afectado a todos de una u otra manera, modificando nuestra calidad de vida, y ello no resulta menor, cuando esta situación ha puesto en duda incluso, la escala de valores que lleva a algunos ciudadanos a justificar el desborde autoritario para combatir eficazmente la delincuencia.
¿Cuál es el límite? Se trata nada menos que, de respetar la finísima línea que separa lo legal de lo ilegal, y de preservar y saber distinguir en sus respectivas esferas de actuación, la discrecionalidad (lo que la Ley permite) de la arbitrariedad (lo que la Ley condena).
Sabido es que, en un Estado de Derecho, el uso de la fuerza pública está confiado a los integrantes de las fuerzas policiales y militares, sometidos también ellos, en su condición de funcionarios públicos, al imperio de la Constitución, las Leyes y los Reglamentos.
Es de particular aplicación en el caso que nos ocupa, el avance que significó en nuestro ordenamiento jurídico positivo la Ley de Procedimientos Policiales, que regula el “uso legítimo de la fuerza”, y establece a texto expreso la prohibición del trato “cruel, inhumano o degradante” hacia los detenidos sometidos a su custodia, a quienes además, se les garantiza su salud e integridad física. En la misma norma, se establece para los uniformados, la gradación del uso de la fuerza y de las armas, siempre atendiendo al riesgo y al “objetivo legítimo” perseguido.
La detención de David Martins Moreira –tal el nombre del joven de 27 años estrangulado esposado en dependencias policiales- obedeció a un llamado al 911. En el momento de ser detenido, las fuerzas policiales no poseían la información de sus antecedentes, los que se remontan a once años atrás, en que con 16 años, participó del asesinato a puñaladas, de un maestro jubilado en la ciudad de Melo.
Haber conocido tales antecedentes delictivos, de quien a la postre resultaría muerto, no disminuye la responsabilidad del desborde cometido por las fuerzas del “orden público” a quien la sociedad confía a la vez, el uso de la coerción y la garantía de la integridad física de los detenidos. Por el contrario, supone un retroceso, más que en la implementación del “Esquema Integral de Seguridad Ciudadana”, un retroceso en las relaciones sociales que debieran imperar en un Estado democrático y republicano que se precie de tal.
Pues, pese a la grandilocuencia del nombre adoptado por los actuales responsables de la seguridad pública, para recuperar lo perdido, los hechos que comentamos, demuestran grandes carencias de base, que nos preocupan y mucho. Hacen nada menos que al entramado de derechos y libertades formales, cuyo desconocimiento atenta contra el buen funcionamiento del régimen democrático y republicano de gobierno. Recomponer ese entramado social donde prevalezca el goce de derechos, deberes y garantías de sus miembros, será responsabilidad de todos y debiera ser objeto primordial de una política de Estado.
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