Ruta Al Totalitarismo
Invasión de terrenos
por Eduardo García Gaspar
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Cuando usted tiene un problema con su computadora, seguramente acude con algún experto. No va usted a preguntar sobre este tema al experto en filosofía medieval. Cuando tengo un problema de salud, voy con un médico. Jamás se me ocurriría preguntarle sobre una inflamación de mi apéndice a un corredor de automóviles.
Todas esas son conductas lógicas. Obedecen al reconocimiento de especialidades. No se puede comprar discos en una pescadería, ni zapatos en una librería. Si alguien busca un consejo personal, será cuidadoso de seleccionar con quien acude: quizá un sacerdote, o un amigo, o un psiquiatra. Buscamos opciones que consideramos las mejores bajo circunstancias específicas. Resultaría una situación muy sobresaliente la de que para resolver una descompostura del coche, usáramos los servicios de un cantante de música moderna.
Más curiosa aún sería la situación en la que recibiéramos una llamada telefónica de un extraño que nos ofreciera sus consejos sobre los problemas morales que tuviésemos. No sólo no se lo hemos pedido, sino que sin previo aviso nos ofrece sus servicios.
La primera reacción que tendríamos sería de extrañeza. Y si acaso tuviéramos esas dudas morales, preguntaríamos qué califica a la persona para dar esos consejos. No le vamos a preguntar a un doctorado en negocios lo que pensamos sabe mucho mejor quizá un doctor en filosofía moral. Si llegásemos a tener dudas religiosas, no aceptaríamos la ayuda de alguien que ha estudiado zoología, paleontología, otras materias o incluso nada.
Todo esto es razonable. En pocas palabras es ir con el experto que dé el consejo más objetivo. Por esto es que es en extremo llamativa una situación en la que la gente acude con personas que no son expertas en un tema para hablar de ese preciso tema. Una persona expuso esto diciendo que si él quiera hacer una consulta sobre cuestiones éticas jamás se le ocurriría solicitar una cita con Ebrard, el alcalde de la Ciudad de México.
No porque dude de la moral de ese gobernante, sino porque no es especialista en esos menesteres. Si alguien desea hablar de moral o de religión, tampoco se le ocurrirá ir con un sociólogo, ni con un psicólogo. Ellos saben de otras cosas, pero no son especialistas de esos temas.
En el fondo de todo esto hay algo grave, muy propio de nuestros tiempos. Alguien lo ha llamado la conversión del gobierno en un ente capaz de emitir juicios morales. Sobre el tema, se entendería que se pudiese acudir con un teólogo, que se leyeran libros sobre el moral, que se asistiera a conferencias con especialistas, pero no se le ocurriría a nadie ir con, por ejemplo, un legislador del algún partido político.
Si alguien tiene dudas sobre el sentido de la vida, si existe el mundo futuro, si Dios existe, si ciertas acciones son buenas o malas, a muy pocos se les ocurriría hacer una cita con Cristina Kirchner, con Hugo Chávez, o con el presidente de su país. Y, a pesar de eso, en la actualidad se ha sufrido una transformación notable: los gobiernos se han adjudicado la capacidad de emitir juicios morales y éticos.
Ahora, como dijo otra persona, las autoridades gubernamentales sienten tener la capacidad de contestar las mayores preguntas de la vida, ésas que eran dejadas a los filósofos y a los teólogos. No sólo es una invasión indebida de terrenos, igual a las pretensiones de un experto en computadoras que pretendiera operarme del corazón, también es un error de política.
Un error que lleva al totalitarismo. Piense usted en gobiernos queen tiempos pasados determinaron lo que era bueno y lo que era malo, y entenderá el peligro que señalo. Aún para personas que no creen en la moral, que no respetan la ética y que no son religiosas, conviene tener separada a la moral de lo político. Esa separación es crucial para la defensa de la libertad de todos. Dejar que, por ejemplo, la moral sea determinada por una asamblea legislativa es abrir la puerta del totalitarismo.
Pero ese es el camino que se ha iniciado ya, como decía otra persona, dejando que Zapatero en España decida lo que es bueno y lo que es malo. Quien a ese poder de decisión añade la fuerza que todo gobierno tiene, comete un tremendo acto de miopía. Los gobiernos son ya demasiado poderosos como para que también se les añada la capacidad de decidir qué es bueno y qué es malo. Es un problema de demasiado poder en manos de los gobernantes.
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Gentileza de: ContraPeso.info |
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