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Impunidad: El grito del tero
por Aníbal Steffen
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El nido nunca está donde el tero grita. Hoy, el griterío es alrededor de la Ley de Caducidad. Pero el nido de la impunidad no está allí. Por el contrario, es escamoteado permanentemente por razones de conveniencia.
En política, la simplificación es un recurso rendidor y facilongo. Pero la impunidad de quienes violaron la constitución, se apoderaron del país mediante un golpe de Estado y atentaron contra los derechos humanos de los uruguayos, es parte de un proceso que merece el análisis frío y honesto que suele ser sistemáticamente evitado.
El país está dividido entre quienes afirman que la impunidad se pactó en el Club Naval y quienes aseguran que es producto de la Ley de Caducidad. Si bien los primeros tienen más razón que los segundos (aunque los segundos hacen más ruido que los primeros), ambas mitades del país se quedan con la pequeña parte de la historia que resulta útil para pasar la factura a la otra mitad. La verdad siempre es más compleja.
La idea de impunidad está en la lógica de las dictaduras. Nadie da un golpe de Estado para ir preso. Sólo la derrota total y la consecuente rendición incondicional, crean las condiciones para el castigo. Y los militares uruguayos no fueron derrotados ni admitieron jamás una rendición. Por el contrario, se replegaron en orden y fueron delegando el poder en forma paulatina y bajo sus propias condiciones.
Ello fue posible al triunfar la estrategia de la transición no traumática, de la negociación flexible, del “cambio en paz”, cuyos principales operadores fueron el Dr. Julio María Sanguinetti, el General Líber Seregni y el Teniente General Hugo Medina. Y para que esa estrategia triunfara, era imprescindible que fracasara la otra estrategia planteada, la de Wilson.
Ambas estrategias partían de la misma premisa: los militares sabían que no podían eternizarse en el poder y, por lo tanto, querían irse. El asunto era en qué condiciones se iban.
Wilson creía que se caían solos y lo único que había que negociar con ellos era el día y hora que dejarían el gobierno. Sin concesiones. Convicción que se consolidó a partir de la derrota del proyecto de la dictadura en el plebiscito de 1980, del triunfo de los sectores más opositores de los partidos tradicionales, en las elecciones internas del 82, del deterioro económico que incluyó la ruptura de la “tablita” del dólar y el multitudinario acto del Obelisco en 1983, por un país “sin exclusiones”. A ello se agregaba un contexto internacional en el que, con Carter como presidente, Estados Unidos había cambiado su política hacia América Latina y comenzaba a quitarle apoyo a los monstruos que había fabricado en todo el continente.
Sanguinetti, en cambio, pensaba que ya que se querían ir, había que facilitarle las cosas. ¿Cuál era el problema? ¿Qué impedía que los militares abandonaran el poder? Había un solo impedimento: no estaban dispuestos a rendir cuentas por los crímenes cometidos. Así de simple. ¿Qué otra razón podía haber?
Es imposible asegurar que si todos los sectores sociales y políticos se hubieran afiliado monolíticamente a la tesis intransigente de Wilson se hubiera logrado la derrota de la dictadura y se hubieran creado, por lo tanto, las condiciones para juzgar penalmente la conducta de los violadores. Pero parece bastante claro que el diálogo, la negociación y la concesión, no podían desembocar en “juicio y castigo”.
Los asesinatos, la tortura, los desaparecidos, no fueron excesos aislados cometidos por malos oficiales que actuaron por su cuenta. Formaban parte de una metodología de trabajo común a todas las dictaduras del subcontinente. Por lo tanto, las Fuerzas Armadas en su conjunto hubieran salido muy mal paradas de un verdadero juicio.
En la institución castrense había diversas corrientes de opinión, distintos puntos de vista, diferentes intereses corporativos, sin olvidar la existencia de logias masónicas y organizaciones más o menos secretas. Pero, en algo todos los militares estaban de acuerdo: no permitirían ser juzgados penalmente.
Ése y ningún otro, era el obstáculo serio para una retirada pacífica de los militares. Era la primera y última causa por la cual los militares pretendían mantener determinadas parcelas de poder. Era su reaseguro, su póliza contra el revisionismo.
Entonces, ¿quién en su sano juicio puede honestamente creer que los negociadores, distraídos, olvidaron hablar del único tema decisivo, durante los intensos contactos entre los militares y algunos políticos que su sucedieron desde bastante antes de 1980?
En las negociaciones de varios meses que culminaron el 3 de agosto de 1984 con el Pacto del Club Naval, participaron los comandantes del Ejército, la Fuerza Aérea y la Armada Nacional: Hugo Medina, Manuel Buadas y Rodolfo Invidio (respectivamente); los frenteamplistas José Pedro Cardoso y Juan Young, los colorados Julio María Sanguinetti, Enrique Tarigo y José Luis Batlle, y los cívicos Vicente Chiarino y Humberto Ciganda.
Sobre la base del documento allí elaborado, el presidente de facto Gregorio Álvarez convocó a elecciones nacionales el 25 de noviembre de 1984.
No fue más que la concreción pública y formal de una salida que requería la proscripción de Wilson (exiliado o preso), el consecuente triunfo electoral de Sanguinetti, la legitimación del Frente Amplio como fuerza política (aún al precio de tolerar la proscripción de su líder Líber Seregni) y la seguridad de que no se revisarían las violaciones a los derechos humanos cometidas por las Fuerzas Armadas.
El Teniente General Hugo Medina fue muy claro cuando, en medio de los festejos del pacto, declaró a la prensa (y después lo hizo saber oficialmente al Ejército a través de una orden de servicio) que no habría “revisionismo” de los hechos del pasado y que las Fuerzas Armadas no aceptarían “manoseos”, de tipo alguno. Ningún vocero de los pactistas salió a desmentirlo.
Pero lo importante no son las palabras, sino los hechos. Y el más relevante de los hechos, para entender la lógica y la mecánica de la transición, fue que Presidente Sanguinetti, al asumir el Primero de Marzo de 1985 no designó, como es de estilo, a los comandantes en jefe del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, sino que los tres últimos comandantes de la dictadura pasaron automáticamente a ser los primeros tres comandantes de la democracia. En otras palabras, las Fuerzas Armadas mantenían su autonomía frente al poder político. Esa era su verdadera póliza de seguros contra el revisionismo.
Durante toda la dictadura, los comandantes fueron nombrados por la Junta de Oficiales Generales, depositaria del verdadero poder político. Medina, Buadas e Invidio habían sido designados por su pares y a ellos respondían, no al Presidente. Entre el Primer Mandatario y el Comandante del Ejército –en la teórica cadena de mandos- fue convenientemente colocado el pactista Dr. Vicente Chiarino como decorativo Ministro de Defensa. Cuando Medina pasó a retiro militar por razones de edad, reemplazó a Chiarino en el Ministerio de Defensa. El paquete estaba bien atado. La impunidad parecía asegurada. Parecía, pero…
Las torpezas suelen ser fruto del apuro. Y había mucha gente apurada. Los militares apurados por cubrirse las espaldas, Sanguinetti apurado por ser presidente, el Frente Amplio apurado por lograr la legitimación política, todos apurados por arreglar mientras Wilson estuviera preso (única forma).
No llegamos aun a la Ley de Caducidad, tan mencionada en estos días. Pero el lector coincidirá conmigo (espero) en que el fenómeno de la impunidad ya estaba instalado de facto desde mucho antes. Prometo seguir con el tema, porque hay mucho para decir.
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