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Año V Nro. 330 - Uruguay, 20 de marzo del 2009   
 

 
historia paralela
 

Visión Marítima

 
Pablo Martín Pozzoni

La democracia entre la propiedad
privada y la cosa pública VII

por Pablo Martín Pozzoni

 
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Indice de Capítulos
Introducción
1 - El lenguaje político y las formas de gobierno. Poniendo el caos en orden
2 - La diferencia esencial entre sociedad y pueblo
3 - El talón de Aquiles del socialismo democrático y de la socialdemocracia
4 - La dividuación ciudadano-habitante y un ejercicio de imaginación política
5 - Todo poder ejecutivo es autocrático
6 - El despotismo político en las democracias
7 - Las condiciones antidemocráticas de la democracia
a) Tres formas no conciliables de adjetivar la democracia: republicana, democrática y popular
b) La tesis de las libertades orgánicamente contradictorias y el clasismo populista
c) La aporía de un poder público capitalista
Conclusión

Conclusión

         Hemos pasado por un análisis comprensivo de aspectos cruciales de los problemas inherentes a cualquier democracia razonable. La conclusión final expeditiva pero profunda a la que creo podemos llegar es la siguiente: la propiedad como formación natural de la decisión política de un margen social apolítico y como espacio de resistencia al poder hunde sus raíces en los orígenes medievales de Europa, y agrega a la idea clásica de libertad -como participación en un poder público en función de adaptar la sociedad a la voluntad- la idea “moderna” de libertad -como resistencia a un poder público en función de liberar a la sociedad de la voluntad-. (Podemos ver esta última idea de libertad en términos más cercanos a los bienintencionados estereotipos del romanticismo como la resistencia de la voluntad personal a la vida pública. Debemos también tener en cuenta que la antigüedad no ignoraba cierta noción de la existencia de la “libertad individual” -una esfera “de interés personal”- pero la confundía oscuramente con una acción política “civil” que suponía un opuesto amigable en vez de adversativo).

         El feudalismo occidental no hace más que ocupar el vacío de poder que a comienzos de la Baja Edad Media el reinado no puede suplir para la seguridad de las aldeas campesinas, y el medio es una generación privada de defensa y con esta una segmentación plural del poder imposible de unificar por los reinos sin su ayuda[1]. Más allá de los contratos económicos manoriales que derivan de esta organización militar, el eje de la economía sigue siendo el tradicional. Los burgueses artesanos, más allá de la organización gremial corporativista de las relaciones económicas, operan por criterios de lucro personal y su propiedad es privada y personalizada, y continúan una mecánica social que no varía en esencia desde la antigüedad. Pero esta vez la soberanía de las ciudades-Estado se complementa y amplía dentro de un espacio mayor de naturaleza privada. La propiedad feudal no es más que la extensión y cesión de un poder mayor intrínsecamente privado que es parte de las monarquías tradicionales y cuyo origen es también feudal: la propiedad es delegada y hereditaria desde una raíz teocrática, pero sigue siendo privada a título no de nombres sino de apellidos.

         La propiedad burguesa fue una forma mucho más antigua de administración privada de bienes con titularidad personal[2] (cuyo actual contenido por su objeto es la propiedad capitalista), forma que luego se extendería a casi todos los ámbitos. Todos, salvo a aquellos que destruyó pero no intentó reemplazar y que delegó en las burocracias que darían espacio al surgimiento de esas naciones artificiales que son los actuales “Estados-nación”, primero impulsadas bajo la forma a la vez fragmentaria y homogénea de las monarquías absolutas, y luego bajo la forma republicana, tanto en su versión liberal-constitucional como en la democrático-revolucionaria, versiones que luego se complementarían transformándose en una que es la que perduró hasta nuestros días, y que irá desapareciendo con la extinción de la estructura que les da vida: los mismos Estados-nación. La res publica ya no se parece a la antigua. La novedad implícita en el surgimiento de los Estados-nación es que el espacio de la sociedad civil no se confunde con el de la sociedad política. Pero la otra novedad es que la sociedad política puede intervenir en todos los aspectos de la sociedad civil, con lo cual los antiguos problemas del republicanismo clásico pasaron a ser de importancia crucial: la autocracia, la aristocracia, la oclocracia, la democracia. La modernidad occidental trajo, con su elección de la solución democrática, simultáneamente la necesidad de proteger la sociedad civil mediante la solución liberal. Esto generó otros muchos problemas que la ilustración ni siquiera imaginó que iba a provocar. Con un mismo movimiento liberó dos fuerzas contrapuestas: una fue el capitalismo que dormitaba en el seno de la propiedad burguesa y al que ayudó a despertar el renacimiento de nuestras raíces grecolatinas a través de la investigación científica, tan propias de una modernidad cuya autoría es casi únicamente occidental[3]; la otra fue el socialismo que encontró su posibilidad de existencia en dos elementos, una nueva clase con intereses en la organización burocrática ya capaz de transformar en carne de cañón a la población, y un ideario igualitario colectivista que debía compensar el vacío de comunidad de la sociedad individualista. La sociedad política que había sido ocupada por la democracia representativa fiduciaria y limitada para proteger de aquella a la sociedad civil, pasó a verse como una esperanza por masas proletarias que no llegaban a aburguesarse a tiempo y que se sentían traicionadas por elites políticas, aristocráticas de hecho, frente a una sociedad civil que se uniformaba horizontalmente y se polarizaba verticalmente. Este deseo de intervenir la sociedad civil con las armas de la sociedad política convirtió a las nuevas masas apresuradas en víctimas de un problema que había enfrentado a parte del pensamiento político clásico y que en la antigüedad se había encarnado sólo una vez en una curiosidad histórica: Esparta. Pronto esta extraña reliquia política se transformaría en un solo siglo en dos imperios con una diabólica capacidad de industrializar la manipulación y eliminación de decenas de millones de personas. Las agitadas masas de la sociedad industrial habían descubierto el totalitarismo, esto es: la absorción de la sociedad civil por la sociedad política.

         Sólo unas décadas después, sin embargo, todo acabó. Luego de cuatro mil años de historia el mundo pareció ponerse en pausa: los totalitarismos se secaron, las masas se aburguesaron[4], se llegó a un “fin de la historia” en el que las clases políticas intentan agudizar los conflictos entre clases sociales como una triste forma de autopreservar su existencia frente a la erosión. Sin embargo, la democracia sigue siendo una incógnita. Ya nadie niega que la propiedad es el espacio privado de realización segura de la libertad dentro de una sociedad, pero no parece estar tan claro si el poder es el espacio público en el que puede decidirse los límites de ese espacio. ¿Es el Estado democrático de interés necesario para controlar las condiciones sociales de existencia de la propiedad? Esa es la pregunta debajo de todas las discusiones sobre la democracia. Este ensayo es en cierta manera una respuesta y así también una propuesta: buscar una solución evolutiva para modificar el contexto institucional de la propiedad sin recurrir al poder. En última instancia implica unir la sociedad global que parece escapar de los fines propiamente humanos, con el eterno anhelo humano de comunidad y la teleología trascendente que le subyace.

        
         Creo que es desde este horizonte conceptual que debemos rescatar aquel aspecto cultural que anidó en los orígenes de la república y por el cual pudo la democracia considerarse un fin, sin por ello pagar como medio el precio de tomar la cicuta que significó el sacrificio de la libertad.
[1] Cfr., Jacques Le Goff, En busca de la Edad Media, Argentina: Paidós, 2004, pp. 111-113.
[2] Cfr., Richard Pipes, Propiedad y libertad, México: Fondo de Cultura Económica, 2002, pp. 138-140.
[3] Cfr., Alain Finkielkraut, La derrota del pensamiento, España: Anagrama, 1987, pp. 70-90.
[4] Cfr., Max Weber, La ética protestante y el «espíritu» del capitalismo, España: Alianza Editorial, 2001, pp. 233-235.

Publicado con autorización del autor: Propiedad Privada

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