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La democracia entre la propiedad
privada y la cosa pública VI
por Pablo Martín Pozzoni
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Indice de Capítulos |
Cap. 1 |
Introducción
1 - El lenguaje político y las formas de gobierno. Poniendo el caos en orden |
Cap. 2
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2 - La diferencia esencial entre sociedad y pueblo |
Cap. 3 |
3 - El talón de Aquiles del socialismo democrático y de la socialdemocracia |
Cap. 4 |
4 - La dividuación ciudadano-habitante y un ejercicio de imaginación política |
Cap. 5 |
5 - Todo poder ejecutivo es autocrático
6 - El despotismo político en las democracias |
Cap. 6
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7 - Las condiciones antidemocráticas de la democracia |
a) Tres formas no conciliables de adjetivar la democracia: republicana, democrática y popular
b) La tesis de las libertades orgánicamente contradictorias y el clasismo populista
c) La aporía de un poder público capitalista |
Cap. 7 |
Conclusión |
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7. Las condiciones antidemocráticas de la democracia
Como puede fácilmente desprenderse de todo lo anteriormente dicho, la democracia (directa o indirectamente vía una aristocracia elegida democráticamente) tiene sus condiciones de posibilidad en estructuras sociales que no pueden ser democráticas ni tampoco democratizables. Por el contrario, son antidemocráticas. Son sectoriales y no totales, privadas y no públicas, individuales y no colectivas, competitivas y no cooperativas, pluralistas y no monistas. Se requiere de un mercado libre de propuestas que representen conjuntos de ideas, que estas propuestas se puedan organizar en la forma de programas de gobierno, que estas propuestas puedan publicitarse y sean elegidas libremente por cada individuo, que la propaganda pueda ser libremente financiada por quienes tienen interés en dichas propuestas.
No tiene sentido temer al resultado pluralista que esto tiene. No existe un interés general que sea superior o del que emanen los intereses particulares sino que, si existe, el interés general es un interés en el orden social que armoniza intereses particulares diversos y contrapuestos. A su vez las opiniones, tanto sobre los intereses particulares como sobre el interés general, son diversas y falibles. Quienes tomen una decisión y aporten su opinión deben poder elegir libremente entre una pluralidad de opciones propias o ajenas. Esta pluralidad de ideas no divide a una opinión común natural previamente existente con consciencia clara de sus mejores intereses, sino que es resultado de una división que no podía expresarse y que en parte puede reflejar intereses diversos o bien simplemente un disenso sobre intereses comunes. Si la propaganda afectara al individuo contra su voluntad ésta ya podría fabricar sus opiniones y entonces la opinión fabricada sería unánime. Para opinar libremente ya debe existir la posibilidad de poder expresar una opinión diferente. Y es esta completamente personal libertad individual de expresión la que genera la diversidad. La lucha de clases populista necesita convertir a los ciudadanos en sordos al disenso como paradojal condición de opinar “libremente” y enmascara con la unidad del interés general su propio adoctrinamiento único, cerrado y sin competencia posible, muchas veces físicamente compulsivo en un entorno de vulnerabilidad psicológica.
Huntington resume en su ensayo “El sobrio significado de la democracia” las principales definiciones de la condiciones para la democracia representativa fiduciaria que los científicos políticos han heredado de Schumpeter y que hoy preponderan en la Academia:
1) La democracia "está compuesta, al menos, de dos dimensiones:
la controversia pública en las elecciones y el derecho
a participar" (Robert Dahl, 1971).
2) Las democracias son "los gobiernos cuyos líderes son
elegidos en forma periódica, competitiva y por medio de elecciones
no excluyentes" (Jeane J. Kirkpatrick, 1981).
3) La democracia se "caracteriza por contar con elecciones
competitivas en las cuales la mayor parte de los ciudadanos
tiene derecho a participar" (G. Bingham Powell, 1982).
4) Un sistema político "es democrático en la medida
en que sus tomadores de decisiones colectivas más influyentes
sean elegidos por medio de elecciones periódicas, en las cuales
los candidatos compiten libremente por los votos y en las que
virtualmente toda la población adulta tiene derecho a voto"
(Samuel P. Huntington, 1983).
5) La libertad "exige que las personas tengan efectivamente
derecho a cambiar el gobierno por medio de votos políticamente
iguales y que puedan organizar y hacer propaganda
libremente con el objeto de lograr esos cambios" (Raymond
Gastil, 1985).
A cualquiera de estas definiciones se le puede aplicar la misma regla: las condiciones de la democracia procedimental no son democráticamente modificables.
7.a Tres formas no conciliables de adjetivar la
democracia: republicana, democrática y popular
Hay tres formas filosófico-políticas de entender la democracia, a saber: 1) que lo público esté gobernado por el pueblo, 2) que el tamaño de lo que es público sea decidido por el pueblo, 3) que el pueblo se gobierne a sí mismo a través de lo público.
No habría problema con ninguna de las tres si tuviéramos una noción monista y colectivista de pueblo. Si la noción es plural, individualista o corporativista, surgen los problemas, ya que las decisiones mayoritarias o de primera minoría se imponen al resto como opresión.
La definición 1 en tal caso no es problemática: si lo colectivo es grande o chico ya estaría establecido y demarcado constitucionalmente -suponiendo que todos y cada uno pudieran aceptar voluntariamente la constitución-, y mayorías y minorías eventuales de individuos estarían sometidos a la decisión democrática por previa elección de todos -si acaso tal cosa no es posible por derecho a secesión, entonces el espacio de lo público debe reducirse a priori-. El alcance de lo público quedaría prefijado mientras que la forma de ese alcance sería elegida por todos, sea cada cuatro años o todos los días, dependiendo si se trata de una democracia indirecta o una democracia directa.
La definición 2 sí es problemática: la mayoría elige colectivizarse a sí misma en un grado diferente, pero con ella a la minoría que no acordó tal decisión. En tal definición el sentido de una constitución republicana se disuelve. Los ciudadanos deberían acordar ser parte de una constitución por la cual entregarían un cheque en blanco a la mayoría eventual -sobra decir sin saber si serán parte de ella o no- de decidir cuánto espacio de su vida civil y privada se transformará en vida política y sometida a la administración pública. Sucede entonces que, en una democracia representativa, en tanto una mayor porción del individuo se transforma en patrimonio público, el carácter democrático de dicho patrimonio público disminuye, ya que se requiere de los representantes una toma de decisiones mayor que no podría jamás establecerse ni definirse cada cuatro años. La legitimidad democrática se pone así en jaque a sí misma. Una opción es pasar a una diaria democracia directa, cosa imposible en poblaciones numerosas. La otra opción para que se preserve la legitimidad es que se considere que ese espacio colectivo de la acción política dirigida por los funcionarios sea per se democrática. Ahí aparece la organización política popular, el partido único popular, etc., con lo cual nos adelantamos a la definición 3 que está debajo: los funcionarios políticos no serían representativos por haber sido elegidos alguna vez, sino por la estructura de su organización política, que se volvería un canal de la voluntad del pueblo. Esto se lograría con asambleas y soviets menores que comuniquen las bases con la dirigencia, pero esto no puede lograrse si el pueblo es diverso tanto en intereses particulares como diverso en ideas sobre la conciliación de estos mismos, así como en su opinión sobre el carácter de los intereses comunes. Y esto, por ende, sólo sería posible si la organización política popular tiene una idea monista de pueblo. Más fácil se hace todavía racionalizar la democracia popular del partido único si la voluntad se puede identificar con los intereses evidentes de un grupo, sea clase, raza o etnia, ya que la consciencia verdadera de dicho grupo puede obrar indirectamente a través de los funcionarios que “emergerían” del mismo sin necesidad de una deliberación de sus miembros individuales. Pero entonces, si el pueblo ya es algo colectivo y público, si es una entidad política, si no es algo que está fuera sino que es abarcado dentro del movimiento político ¿qué es lo que está afuera? Lo que no es pueblo: la gente. Por un lado sus células individuales a ser gobernadas, y por otro sus enemigos, la otra colectividad (los enemigos del pueblo). Si se entiende por socialdemocracia la definición 2, entonces el paso de 2 a 3 es una tendencia casi general de toda socialdemocracia completa con una población mayormente pobre.
La definición 3 sería la democracia totalitaria propiamente dicha, y la absorción necesaria de la minoría a la mayoría y de la mayoría al todo. Su legitimidad depende de una noción de pueblo como entidad política en el sentido moderno del término: es un organismo único con voluntad única e intereses únicos y autoevidentes (el pueblo chavista, el pueblo bolivariano, el pueblo islamista, el pueblo socialista, etc.). La total subordinación del individuo al Estado sería exigencia de tal democracia si se la supone plena y real. Podría ser que todos los individuos hasta el último estuvieran de acuerdo políticamente en someterse a tal subordinación, pero eso no los haría individualmente libres. Ahora bien, la pregunta regresa ¿no depende la generación de una espontánea y propia voluntad política de la libertad individual y la autonomía privada? En realidad sí y por eso se resucita a Rousseau quien ya tenía coherentemente preparada su noción de voluntad general, que no tiene nada que ver con la voluntad mayoritaria, aunque pudiera -o no- emerger a través de ella. La voluntad de la totalidad no puede tener origen individual sin que el individuo la descubra escondida dentro de sí mismo, pero más allá de sí mismo. No es propiamente su voluntad sino la emergencia a través de la manifestación individual (el hombre de carne y hueso) de la voluntad de un todo que no tiene relación con sus partes salvo como estructura autónoma y superior a las mismas (como hemos visto, finalmente en contradicción con estas).
Prestemos atención y veremos que la definición 1 es la de la democracia republicana, que no es lo mismo que democracia liberal, pero que puede y tiende a ser coincidente. La 2 es la de la democracia social, como la entienden la mayoría de los autores socialdemócratas hoy, aunque no la mayoría de sus políticos. La 3 es la de la democracia popular, como la entienden casi todos los totalitarios de una forma u otra, marxistas o fascistas.
Hugo Chávez se balancea en el camino de la situación 2 a la situación 3. Venezuela tiene una democracia con fraude y persecución a la oposición. Pero más allá de estas ilegitimidades respecto de la democracia y sus prerrequisitos procedimentales, lo que el actual presidente venezolano tiene -y esto lo reconoce abiertamente- es una república constitucional sólo para la mitad de la población, que utiliza los medios representativos de la democracia indirecta poliárquica para luego cercenarlos y apuntalar en el Estado un movimiento totalitario: totalitarismo que el día de mañana se volvería completo y de un partido único (que hoy mismo se promueve en términos rousseaunianos y proto-marxistas), un partido que se arroga ya mismo ser la emanación directa de una democracia participativa pero monista, sencilla de realizar porque sería de un pueblo único con pensamiento único (bolivarianismo primero, luego chavismo a secas). El derecho político a las elecciones libres es despreciado por el mismo poder electo salvo si sirve para apuntalar a la democracia que pasaría a través del partido del propio Chávez, o sea que, además de la violación del principio de igualdad ante la ley y de iguales derechos civiles, prerrequisitos para la democracia en términos republicanos clásicos, sería una pseudodemocracia en el sentido liberal-político del término, donde los derechos políticos de quienes se opongan al partido gobernante son atacados (el pueblo chavista versus el anti-pueblo no-chavista).
7.b La tesis de las libertades orgánicamente
contradictorias y el clasismo populista
El populismo, a la vez colectivista y clasista, presume que sólo son autocracias aquellas que protegen a las empresas privadas (y que sólo éstas tendrían intereses privados). El pueblo no-empresario siempre elegiría estatizarlas. La “libertad” pasa por ser parte democrática de la socialización estatal, y si no es democrático el Estado que socializa, igual es deseable. Esta postura está muy de moda entre la izquierda norteamericana con su rara fusión entre la interpretación socialista de cualquier estatismo y la concepción intervencionista del “modern american liberalism” rawlsiano o pseudo-rawlsiano.
La retórica de documentales como The Corporation se limita a lo que es ya tradicional en el populismo vulgar: la dicotomía Empresarios vs. Pueblo. Una vez estatizadas las empresas no habría amenaza a las libertades individuales porque la libertad de quienes no son capitalistas-empresarios no pasaría por el respeto a la libertad negativa a su propiedad privada (inexistente por culpa de los capitalistas) sino por la realización política de la libertad positiva a la propiedad privada ajena de aquellos empresarios. Es un remix de la vieja dicotomía entre las dos participaciones democráticas automáticas de clase: dictadura del proletariado contra dictadura de la burguesía (si una es políticamente libre la otra debe no serlo), pero en este caso pasada de los términos políticos y colectivos a términos económicos e interindividuales, con lo cual el estatismo se vuelve, a diferencia del marxismo, un ideal perenne. Si el empresario es libre de manejar su empresa y disponer de su dinero como quiera, el obrero no sería libre de disponer de su trabajo y su dinero, y viceversa. Y esto, sin una clara demarcación posible entre ambas libertades contradictorias e interdependientes, implica que la libertad de una parte requiere la esclavitud de la otra, no simplemente su limitación. En pocas palabras: o el Estado regula a las diferentes empresas privadas o el Estado regula a la colectividad del Pueblo (presumiendo la unidad de intereses de clase entre obreros asalariados y su catalogación orgánica de “pueblo”). En el primer caso la regulación pasa por la dirección y planificación estatal sobre las empresas para impedir que estas puedan decidir más libremente, ya que la naturaleza de su libertad sería la explotación. En el segundo caso la “regulación” y la “planificación” estatal pasaría por la represión a los sindicatos obreros y grupos de izquierda para impedir que estos puedan decidir más libremente. ¿Decidir más libremente qué? Pues qué hacer con las empresas que no son suyas, o sea: sacarles su control por la fuerza, ergo regularlas.
Obviamente el punto clave está en que la regulación implica represión (coercitiva) pero la represión (coactiva por lo general) no implica regulación (permanentemente coercitiva). Para poder medianamente seguir el razonamiento a los populistas de izquierda, la empresa privada debería previamente forzar, controlar y regular la vida de los demás como para que se pueda describir como “regulación estatal” el hecho de imponer a los sindicatos obreros -o a quien fuera- el respeto por la ley que incluye la propiedad privada de las empresas. Pero para esto la condición sería que los obreros no podrían resistir ser parte del trabajo asalariado por causas no económicas -sería trabajo forzado; no habría mercado de trabajo- y sólo les quedaría la posibilidad de apropiarse de la empresa para liberarse de aquella. Pero, si es así, el inicio de la fuerza ya lo habría hecho la empresa y no el Estado; luego sería imposible cualquier intento de expropiación sindicalista si la vida del obrero estuviera regulada por la empresa. Dar por cierto tal hecho significaría que la aceptación de la cadena de mando de la organización interna de una empresa no sería parte de un contrato voluntariamente aceptado cuyos límites estarían definidos y de cuyo servicio dependería la dirección interna de su burocracia (servicio que se mantendría a cambio de una remuneración salarial y en tanto esta exista) sino que se extendería al manejo del asalariado sobre su propio dinero, y hasta sobre el uso del mismo. Su dependencia social para con la completa libertad de la empresa privada sería orgánica y reduciría su propia vida privada a cero. Esta versión renovada de la teoría de la explotación ya no tiene basamento económico sino filosófico-político, y transfiere la culpa de la propiedad del capital a la actividad empresarial y/o a la gerencial.
A esto cabe agregar que, suponiendo que tal cosa sucediera, la apropiación obrera del capital no implicaría liberación alguna: no sería la abolición de una forma de explotación, sino la regulación estatal obrero-democrática de una esclavitud insoluble. El trabajador sería coaccionado y explotado por su propia clase, organizada colectivamente a través de un Estado del cual recibiría los beneficios de dicha explotación y la participación democrática en el control de su libertad individual perdida, ya que es la empresa la que llevaría una existencia contradictoria con la del resto de los agentes sociales, y no el empresario el que por sí mismo crearía dicha contradicción.
Hoy ya ha caído el velo democrático del despotismo político con fines anticapitalistas; se ha sincerado que el fin de la acción política populista es el socialismo y que el socialismo, a los ojos de este activismo, es cualquier actividad intervencionista o estatista, incluso cuando es ejercida por gobiernos militares (se llega a hablar de “socialismo militar”) y hasta cuando estos gobiernos son de derecha, ya que según sus representantes más eminentes, estas socializaciones serían concesiones hechas a una opinión pública estatista; estatismo al que se atribuye, para colmo, el éxito económico por crecimiento en condiciones inflacionarias de aumentos insostenibles y mal asignados de un producto bruto interno con un futuro inevitablemente recesivo.
En resumen: una vinculación orgánica de suma cero en las relaciones entre los individuos de una clase social y otra clase social (relación en la que el ámbito privado de unos se reduciría por la ampliación del ámbito privado de otros); vinculación por la cual un espacio de propiedad (de libertad) iría en contra del de otro. Éste es el único dato que si damos por cierto acerca de un sistema económico, implica que la sola protección de la propiedad privada de una clase social conlleva una (socialmente determinada) privación semejante de propiedad privada para la clase social con intereses en contradicción con aquella. Esta determinación social haría que la protección de la propiedad privada socialmente más débil sencillamente no bastara para que la protección de la propiedad privada más fuerte le redujera a aquella sus límites. Sin embargo, si este no es el caso, entonces la dominación de una clase social por otra requeriría necesariamente la intervención del poder público sobre la propiedad privada de la clase dominada.
Si adoptamos la primera hipótesis y además suponemos una soberanía legislativa de facto de la clase social opresora, entonces la posibilidad para la clase social oprimida de liberarse dependería de abolir esa legislación. Si la clase socialmente opresora fuera una aristocracia minoritaria, bastaría con la democracia para que la clase oprimida pudiera abrogar dicha ley. Si la clase socialmente opresora fuera una oclocracia mayoritaria, la clase oprimida necesitaría una aristocracia: en la democracia seguiría casi seguramente preponderando aquella. (Véase que en ningún momento presupongo que la clase mayoritaria esté económicamente por debajo de la minoritaria, ya que si la mayoritaria fuera socialmente opresiva alcanzaría tarde o temprano una prosperidad económica mayor que la minoritaria, a menos que la utilidad social de esta última fuera muy importante: la gallina de los huevos de oro de dicha sociedad).
Si adoptamos la segunda hipótesis, en cambio, sucede que no tiene ninguna importancia cual de las dos clases pudiera tener la soberanía política, o bien cuál de las dos preponderara en una democracia, ya que sus formas privadas de adquisición no serían mutuamente contradictorias. Sólo habría opresión o explotación si existiera expropiación política de la propiedad privada sobre las funciones socioeconómicas que forman una clase, en función del beneficio económico de la propiedad privada sobre las funciones socioeconómicas que forman la otra clase (lo cual además implicaría, a diferencia de la explotación endógena de la primera hipótesis, una desorganización exógena del desenvolvimiento natural del sistema económico). Solamente de existir esta explotación por transferencia de ingresos mediante una socialización económica clasista, sería relevante quien ejerciera la soberanía. De no existir usurpación pública de ninguna de las dos propiedades privadas socialmente diferenciadas, no importa, en términos de dominación, quién detente de facto el poder legislativo, salvo como riesgo potencial. En cuanto al espacio público se refiere, ya es en sí mismo una expropiación. Si éste no varía en tamaño, el beneficio que se haga de su uso es lo único que puede variar si cambian las manos que ejercen la soberanía, pero este beneficio será meramente material y no hará más libres a los beneficiados ni menos libres a los perjudicados, cosa que sucederá si aumenta la esfera de intervención del Estado.
Nuestro modelo de democracia representativa es, como vimos, una aristocracia democráticamente electa. Solemos imaginar que ésta es más vulnerable a este tipo de influencias por parte de sectores sociales que una democracia directa, pero esto no es realmente cierto, y menos respecto de una influencia oclocrática.
7.c La aporía de un poder público capitalista
Cuatro argumentos contradictorios entre sí se han utilizado para condenar a aquellas democracias representativas que no atacan al capitalismo. Ninguno de los cuatro es marxista.
El primero nos dice que el empresariado y los capitalistas como clase organizada ejercen el poder soberano como cualquier otra aristocracia. Partiendo de este supuesto (que más allá de las apariencias no implica per se opresión alguna) se nos explica, acto seguido, que el intervencionismo y la expropiación estatista, que en economía sólo tiene sentido de ejercerse en perjuicio de las grandes empresas y sus capitales, es una decisión política consciente y deliberada para atenuar un libre mercado perjudicial para la clase obrera, sacrificando así sus ganancias en pos del apaciguamiento social que implica un leve mejoramiento de las condiciones de vida generales.
Este primer argumento adolece de una larga lista de inconvenientes: para empezar no se explica cómo es posible que una clase social lo suficientemente organizada como para controlar al Estado -¡mientras éste la interviene y expropia!- no es capaz de hacer estas concesiones estableciendo por sí misma precios y salarios diferentes a los eficientes establecidos por el mercado (si se aduce que el interés de lucro en competir por los mercados rompe las lealtades necesarias de cualquier organización de clase con miras a la conservación del sistema, entonces se está aceptando que los capitalistas no forman ni siquiera una clase). Por otra parte ¿qué mercado? Si se autorregularan mediante el Estado, los empresarios no necesitarían someterse al mercado en ningún caso, o mejor todavía: todo el “mercado” mismo sería algo controlado y pautado por la clase social organizada (lo cual implicaría el contrasentido de un socialismo capitalista[1] ), y en tal caso no habría que recurrir al Estado para hacer el trabajo de Robin Hood. Si incluso tal tarea fuera parte de un gran simulacro para reconciliar al proletariado oprimido con el Estado burgués, entonces debería verse reducido el poder cartelizado de los sindicatos obreros en vez de aumentado. Pero resulta que sucede todo lo contrario. ¿Acaso incluso hasta la coacción extraeconómica de los sindicatos es un simulacro? Si es así las masas obreras estarían psicológicamente bajo control y no habría presión conflictiva que aliviar y ante la cual ceder. De hecho, si existe, esa presión sindical es ya un acto de poder y la regulación de la actividad empresaria no sería una concesión para evitar una crisis futura sino resultado de ese mismo poder. Quienes entonces acaso estarían concediendo algo no serían los grupos empresarios sino las organizaciones sindicales, y lo que estas deliberadamente concederían sería no lanzar masas a la calle para tomarles las empresas o hacer una revolución, a cambio de expropiaciones estatistas. En tal caso el intervencionismo y el redistribucionismo estatal no sería obra de una aristocracia capitalista sino de una oclocracia proletaria (o más probablemente una aristocracia sindical). No sería la clase empresaria la que haría concesiones políticas para impedir la creación sindical de un poder revolucionario en función de seguir parasitando a los asalariados mediante el libre mercado, sino que sería el poder sindical de la clase asalariada el que concedería no hacer una revolución social para seguir parasitando a los empresarios mediante el Estado.
Este primer argumento ya casi no se utiliza. Intentó sostener durante mucho tiempo la idea de una dominación capitalista en una época de economía regulada y estatizada (en la línea de Keynes y Samuelson) explicando las políticas intervencionistas como un intento de evitar demandas socialistas revolucionarias por parte de una población proletaria.
El segundo argumento, en cambio, aplica a los casos de una economía mayormente desregulada y privatizada (en la línea de Hayek y Friedman) el razonamiento anterior puesto de cabeza: utiliza a los programas económicos liberales como prueba para demostrar la existencia de una dominación capitalista contra las supuestas demandas socializantes reformistas por parte de aquel mismo proletariado.
El segundo nos dice que el empresariado y los capitalistas como clase organizada no ejercen el poder soberano más que como un importante grupo de presión. El fin de esta presión sería la de acorralar a la clase política para que no se vuelva representativa de su electorado: un pueblo marginado del capitalismo que se considera siempre deseoso de imponer un Estado redistributivo como el verdadero camino de su bienestar. La idea sería que el Estado sólo puede independizarse de esta alta burguesía mediante regulaciones e intervenciones en el mercado. El argumento, como se puede notar, es circular: el interés en independizar a las burocracias políticas tiene simultáneamente como fin regular e intervenir a las empresas privadas. Véase: “que las empresas no sean libres en el mercado para que no puedan comprar a la democracia, y que no puedan comprar a la democracia para que no sean libres”. A esto se reduce su apología. Nadie osa preguntar qué tiene de malo una libertad que depende de no regular a nadie, y un poder que sólo intenta asegurarse esa libertad. Suele ser la clásica y errónea racionalización de la centroizquierda (tanto socialdemócrata como socialfascista) cuando está en el poder -nunca fuera-, y funciona como una legitimación automática en tono democratista de los modelos económicos basados en la obra pública, los planes sociales, la planificación centralizada y el “corporativismo” de Estado[2] .
Que la motivación de izquierda no preste a confusión. Ninguno de los dos argumentos mencionados es marxista: son mera y simplemente estatistas.
Un tercer argumento, en cierta forma una modificación del primero, nos dice que el libre mercado se ha vuelto parcialmente perjudicial para el capitalismo, o, mejor dicho, que como el empresariado es intrínsecamente perjudicial para el resto de la población, los beneficios “ilimitados” que implicarían la liberación de los mercados llevarían a la destrucción por pauperización de sus esclavos asalariados. La clase dominante (la “elite” en la mala terminología de un Chomsky) decide, por tanto, autolimitarse, cosa que, aparentemente, no puede hacer sola, y deja en manos de las burocracias del Estado la tarea de velar por su seguridad… regulando y expropiando a sus empresas. Prácticamente todo lo malo que se puede decir de este tercer argumento está contenido en la anterior crítica del primero.
Un cuarto argumento, más refinado -y a mi juicio ya algo más interesante-, es aquel que nos plantea la existencia de un problema inherente al mercado libre respecto de la protección de la propiedad privada. El dilema sería más o menos el siguiente: el libre mercado funciona adecuadamente y tiende a asignar los recursos en forma eficiente para los fines de consumo o de la producción (fines que se requieren mutuamente). El sistema capitalista como un todo es un orden de propiedad privada y libre mercado[3] y por ende el mejor interés de cada empresario a largo plazo es la no intervención de este mercado que premiará adecuadamente la eficiencia social en la cual invierte todos sus esfuerzos y recursos por lograr. En tanto propietario y consumidor, al empresario le sigue conviniendo materialmente el sistema de mercado incluso si fracasa, ya que sabe que si todas las empresas se subsidiaran de la misma forma, su beneficio sería el mismo que el de quien intentara hacer un negocio permitido en la ex Unión Soviética: nulo. Pero resultaría ser que los agentes del mercado no cesan de aprovechar y ayudar a ampliar el intervencionismo del Estado compitiendo no por el voto del consumidor sino por privilegios dirigidos contra otras empresas, y la explicación está en que los beneficios de recibir privilegios gubernamentales para sus negocios serían mayores a corto plazo que los de intentar hacer una empresa exitosa. Olvidando el problema de las externalidades, el argumento supone que si los competidores se dieran cuenta de que ganan menos, estos actuarían de diferente forma, y si estos actuaran de diferente forma, el Estado sería cada vez más chico y cada vez menos interventor. Al fin y al cabo, como me discutía un amigo: ¿Quién financia los partidos políticos? ¿Quién paga las coimas? La “consciencia capitalista” es mucho más utópica que la socialista, porque lo único que la competencia estimula en casos de “vida o muerte” es el sálvese quien pueda. “La rebelión de Atlas” no llegará nunca. Pero lo cierto es que la consciencia capitalista[4] no tiene nada de utópica: es un hecho, más allá de que los espacios de mercado hagan imposible su materialización política. Irónicamente la promoción de la descolectivización descansa en la acción colectiva. Las diferentes revoluciones y contrarrevoluciones liberales que se han dado en el siglo XX han dependido principalmente del financiamiento de empresas a fundaciones liberales para que lograran convencer y cambiar el consenso cultural; que políticos nuevos tuvieran margen para reducir el Estado y aplicar en mayor forma un sistema de reglas de juego anónimas y de mercado. Y es muy probable que esas mismas empresas al mismo tiempo hicieran lobby en el Gran Estado para pedir regulaciones a su favor mientras la transformación no se llevara a cabo en su área. Es un caso de tragedia de los comunes. Yo puedo estar a favor de alambrar los campos y saber que eso conviene a todos, pero mientras los demás no se den cuenta de que cazar al ganado sin propiedad sobre la tierra lleva a la extinción, yo voy a tener que hacer lo mismo. Por otra parte la derrota en la competencia de los mercados no es cuestión de “vida o muerte”; no suele significar la exclusión permanente sino una ubicación menor o diferente en los mismos. Con mucho, todo lo oscuro que se pueda achacar al espíritu competitivo tiene un sustrato biológico. El mercado sólo absorbe la agresión y la sublima en beneficio del consumidor, a pesar de que en el proceso -y esto es una gran desgracia- no deje espacio a las comunidades y cuerpos intermedios.
Las reguladas siempre son las empresas. Se ponen precios máximos, no mínimos. Se ponen salarios mínimos, no máximos. Si los empresarios controlaran conjuntamente al Estado el mercado desaparecería. Una regulación total de las empresas por parte de todas las empresas disuelve cualquier necesidad empresaria de encontrar desequilibrios no descubiertos o recursos sin aprovechar. Para los empresarios y capitalistas un dominio eminente de clase más allá del sistema político, sobre el sistema económico que sustenta a dicha clase sobre la base del interés privado, implica la desaparición de estos en cuanto capitalistas[5] .
La mayoría de las medidas de intervención estatal se ejecutan en contra y no a favor de intereses económicos “concentrados”, y a favor de otros grupos de presión: sindicatos, burocracias estatales, empleados públicos, lobbies generalizados de sectores con influencia política dispersa (el agro, las pymes, etc.). Y esos intereses tampoco se benefician de las regulaciones en conjunto, pero dado ese perjuicio conjunto es inevitable que se beneficien si logran sacar la tajada más grande. Para que el sistema capitalista colapse se requiere que todas las empresas sean premiadas independientemente de su fracaso en el mercado, pero los recursos para subsidiar empresas inútiles tienen que salir de empresas útiles. Si estas no existen no hay subsidio posible y la reducción del intercambio a la subsistencia se hace inevitable.
Una variante en negativo de este último argumento predica que el libre mercado sigue siendo beneficioso para cada empresa en particular pero no para el capitalismo como sistema, al que a la larga perjudicaría y del cual estas dependen. Se toma el camino de vuelta a la tesis marxista originaria, pero perpetuando la contradicción de pensar un dominio de clase para un grupo de empresarios capitalistas que no se pueden constituir en clase ni siquiera para evitar vender la soga con la que los van a ahorcar. Vistos como generadores sistémicos de las crisis económicas que los priva de consumidores, resultaría que tampoco pueden evitar ahorcarse a sí mismos. La gran fragilidad de este argumento es que se convierte en una justificación nada marxista de la existencia del Estado como burocracia vigilante contra el delito, garante de hacer cumplir a los soberanos lo pactado: una violencia política que toda clase necesitaría ejercer sobre sí para no caer en una situación de tragedia de los comunes. Si, acaso, se lleva esto al límite de decir que no se trata de un fenómeno de tragedia de los comunes, sino que los empresarios en su mayoría no desean pactar una autolimitación por parte del Estado, lo que se hace es poner al político en autócrata protector autónomo y bonapartista del orden social vigente contra la voluntad de sus beneficiarios, o sea: paternalismo autoritario puro y simple.
La economía no es una cuestión de poder: el dinero no da poder en sí mismo. El poder lo tiene el Estado, el monopolio organizado, y socialmente obedecido, de la violencia. Cuando los agentes del Estado no tienen poder para apropiarse de recursos pero sí para desviarlos o controlarlos, entonces a cambio de un soborno le hacen un favor a un sector u otro. Una vez que una gran porción de esa redistribución permanente es ejercida contra el mercado, las ganancias dependen de cuanto lobby se haga (sea con dinero o con presión social). El lobby se hace algo abierto -¡y hasta comprensible!- cuando las pujas de poder delimitan los intereses. Pero lo ideal es que la eficiencia se mida libremente en el mercado. Todas las asignaciones de recursos por el Estado van a ser ineficientes (incluso cuando se hicieran de la misma forma que en el mercado, ya que como contrapartida no se aporta nada: o se aporta a las burocracias que no aportaron nada).
Con propiedad se puede acceder al poder, pero ese poder será útil si se ejerce sobre otra propiedad. Y ese margen de acción, ese cambio expansivo en la naturaleza del poder no es algo que sea inherente a la fuerza de la propiedad sino al sustento original de todo poder luego de la fuerza, a la popularidad[6] . La popularidad de ideas que tienden a prevalecer hasta que la propiedad privada no se ha democratizado (véase democracia nuevamente en los términos de Tocqueville), es la que, si alcanza a democratizar el poder público antes de que aquella “democratización” de la propiedad se haya efectuado, termina imposibilitándola para siempre, retroalimentándose positivamente como populismo. A la larga, ambas formas de democratización se hacen imposibles, sea por demagogia asistencialista o directamente mediante la instauración de alguna de las posibles variantes de cesarismo plebiscitario.
[1] Véase también al respecto mi artículo “Capitalismo de Estado y socialismo de mercado como atajos ideológicos” acerca de la contradicción entre depender de la utilidad social de un capital y la posibilidad de expropiar la renta de los consumidores.[3]
[2] Cfr., Wolfgang Schivelbusch, Three New Deals: Reflections on Roosevelt's America, Mussolini's Italy, and Hitler's Germany, 1933-1939, United States of America: Picador, 2006, pp. 17-21.
[3] Tengo en cuenta la crítica mutualista a este aserto, pero considero que el intervencionismo estatal para crear privilegios tendría que explicarse, bien sea en términos de violación del derecho de propiedad existente, bien sea en términos de otorgar un derecho de propiedad para ciertos grupos sociales y no para otros. Si un mismo derecho de apropiación es por sí solo capaz de generar desigualdades, entonces el que las generaría sería éste, por los contratos sociales que produce, y no el Estado que sólo protege las relaciones interpersonales posibilitadas por dicho régimen de propiedad. Los delitos contra la propiedad no implican que esta no tenga consenso social entre contratantes, ni que los castigos actúen a manera de coacción social. Incluso quienes propugnan la defensa de la propiedad pueden tener incentivos para violarla si las externalidades del delito no son socialmente internalizadas. Que el delito sea minoritario prueba que existe una espontánea internalización exitosa de los beneficios de respetar la propiedad ajena que reside en el interés de conservar la reputación y con esta una similar propiedad para uno mismo. La sola coacción no puede hacer posible la creación de fines personales para establecer las relaciones sociales necesarias entre propietarios para la coordinación económica que devuelve un orden espontáneo. Por tanto no hay planificación estatal propiamente dicha en el combate al delito contra la propiedad. La mejor condición que encuentro para definir a la propiedad privada que posibilita un mercado libre es que mientras se está cumpliendo las normas que la protegen no se requiera a una autoridad para regular las relaciones interpersonales entre propietarios.
[4] Cfr., Robert Nozick, Anarquía, Estado y utopía, México: Fondo de Cultura Económica, 1991, p. 246.
[5] Cfr., Hans Kelsen, Teoría general del Estado, México: Editora Nacional, 1965, pp. 464-470.
[6] Cfr., Ludwig von Mises, La acción humana, España: Unión Editorial, 1995, pp. 326-327.
Publicado con autorización del autor: Propiedad Privada
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