|
La verdadera caducidad
por Pablo Abdala
|
|
|
El Frente Amplio forzó un pronunciamiento de la Asamblea General con relación a la ley de caducidad, en el contexto de una instancia parlamentaria improcedente e inútil. No caben al respecto otros calificativos, desde el punto de vista político y jurídico.
La competencia exclusiva y originaria, en lo que concierne a la declaración de la inconstitucionalidad de las leyes, corresponde a la Suprema Corte de Justicia. Llamativamente, la máxima jerarquía judicial dio traslado al Poder Legislativo de un trámite que le resulta totalmente ajeno. La solicitud se planteó en una causa penal por vía de excepción y sólo son parte las de ese expediente. En ella, además, el Poder Ejecutivo ya había intervenido, en aplicación de la misma ley de caducidad, lo que describiría, por lo demás, un caso de norma legal definitivamente aplicada, en el concepto de los especialistas en derecho constitucional.
Sin embargo, se dirá que la consulta se produjo, y es verdad. Pero también lo es que el Presidente de la Asamblea General no debió convocar al Cuerpo para pronunciarse; por lo anteriormente expresado y, asimismo, porque tal temperamento le fue sugerido, con acierto, por los servicios jurídicos del organismo, para los cuales el Poder Legislativo carece, en la especie, de legitimación pasiva.
No obstante lo jurídico es inescindible de lo político. Es evidente, obvio e irrefutable, que el artilugio de presunto corte formal e institucional que se pretendió montar, fue meramente instrumental a los objetivos políticos de la izquierda, nítidamente definidos: por un lado, crear un escenario que, a la vez, galvanice a los integrantes de la fuerza política y disimule diferencias entre los mismos, e insatisfacciones provenientes de la gestión de gobierno; por otro, coadyuvar a la campaña de recolección de firmas para la denominada “anulación” de la ley de caducidad a través de una reforma constitucional.
Un solo razonamiento basta para probar cuanto afirmamos. La misma mayoría que apuntaló una censurable declaración, lindante al desborde institucional, se niega –o no se atreve– a derogar la ley. Es la mayoría parlamentaria que responde al gobierno que aplicó, rigurosamente, durante cuatro años, una norma a la que ahora reputa como violatoria de la Constitución. No alcanza con sostener que la derogación es hacia el futuro, y por eso no se procede a ella; es irrelevante, porque se sigue utilizando con relación a asuntos del pasado cuyo trámite judicial se procesa hoy. Tampoco vale el argumento de que van por la anulación y por eso no derogan, como reclamando el todo y no una sola parte; por la muy sencilla razón de que la anulación de las leyes no existe en nuestro sistema jurídico y, por si fuera poco, la ley en cuestión fue ratificada en un referéndum por la soberanía popular.
Es probable que el Frente Amplio procurara, en la instancia, la posibilidad adicional de borronear, o disimular, su responsabilidad histórica proveniente del pacto del Club Naval. No caben dudas –sensatamente, no puede haberlas– que de aquel entendimiento entre las Fuerzas Armadas y algunos partidos políticos –entre ellos, el actual partido de gobierno– surgió la impunidad de los presuntos violadores de los derechos humanos que durante los últimos veintidós años el Frente Amplio, aunque resulte insólito, se dedicó a endilgar a la ley de caducidad.
La referida solución legal no es –nunca podría serlo– un accidente en el camino de la historia, ni un episodio descolgado de la misma. Al decir del Gral. Medina, “nadie da todo a cambio de nada”. El propio Gral. Seregni, por su parte, reconoció que el tema “sobrevoló” o bien, que estuvo “subyacente”.
Más allá del debate histórico –dicho se de paso, bueno sería que de él se ocuparan los historiadores-, la reedición de este asunto, y el volverlo a instalar en el centro del debate político, compromete la unidad nacional y expone a los uruguayos al riesgo de la división. Lo hace con relación a una discusión sobre hechos del pasado, laudada en la consulta popular de 1989 y que, retomada, puede no tener fin. Por eso es inútil y peligrosa.
La gente quiere mirar para adelante, y que en igual sentido actúen sus gobernantes. Demasiados problemas tiene el país como para enfrascarnos en una polémica sobre la historia –aún la reciente– invirtiendo en ella tiempo y energías gubernativas que deberían dedicarse a otras urgencias nacionales. Ello no quiere decir olvidar. Tampoco, cejar en la búsqueda de la verdad, ni aún, dejar de habilitar investigaciones judiciales que concluyan en procesamientos de personas, porque ello también lo admite el mecanismo previsto por la ley tan cuestionada.
La caducidad que se impone, para que el país definitivamente se encuentre con su destino, es la de la irresponsabilidad, el rencor y los pacifistas de mentira.
Comentarios en este artículo |
|
» Arriba
|