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Año I - Nro. 31 - Uruguay, 20 de junio del 2003

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¿Queremos ser como ellos?
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Los imperios del futuro serán los imperios de la mente

¿Queremos ser como ellos?

Cuando leí el artículo "Los imperios del futuro serán los imperios de la mente", quedé fascinado con un análisis, a mi entender, muy certero de como ha evolucionado la economía mundial y en qué se basan algunas naciones para ejercer dominio ante las demás. En una especie de "manual del buen imperialista", es una guía práctica de cual sería el camino para ser un imperio o país "desarrollado", y por mi parte, no me quedan dudas que el camino es ese. Tanto los datos como la conclusión no creo que merezca lugar a dudas, quien aspire a ser o pertenecer al imperio debe seguir estos consejos.
La pregunta que me surge es: ¿queremos ser imperio? ¿Queremos ser imperialistas? ¿Queremos ser como ellos?

Los sueños y las pesadillas están hechos de los mismos materiales, pero esta pesadilla dice ser nuestro único sueño permitido: un modelo de desarrollo que desprecia la vida y adora las cosas.
¿Podemos ser como ellos? Promesa de los políticos, razón de los tecnócratas, fantasía de los desamparados: el tercer mundo se convertirá en Primer Mundo, y será rico y culto y feliz, si se porta bien y si hace lo que le mandan sin chistar ni poner peros. Un destino de prosperidad recompensará la buena conducta de los muertos de hambre, en el capítulo final de la telenovela de la historia. Podemos ser como ellos, anuncia el gigantesco letrero luminoso encendido en el camino del desarrollo de los subdesarrollados y la modernización de los atrasados.
Pero lo que "no puede ser, no puede ser y además es imposible", como bien decía Pedro el Gallo, torero: si los países pobres ascendieran al nivel de producción y derroche de los países ricos, el planeta moriría.
Ya está nuestro desdichado planeta en estado de coma, gravemente intoxicado por la civilización industrial y exprimido hasta la penúltima gota por la sociedad de consumo.
En los últimos 25 años, mientras se triplicaba la humanidad, la erosión asesinó el equivalente de toda la superficie cultivable de los Estados Unidos. El mundo, convertido en mercado y mercancía, está perdiendo quince millones de hectáreas de bosques cada año. De ellas, seis millones se convierten en desiertos. Se envenena la tierra, el agua y el aire para que el dinero genere mas dinero sin que caiga la tasa de ganancia; y bien se sabe que el más eficiente es quien más gana en menos tiempo.
La lluvia ácida de los gases industriales asesina los bosques y los lagos del Norte del mundo, mientras los desechos tóxicos envenenan los ríos y lo mares, y al Sur la agroindustria de exportación avanza arrasando árboles y gente. Al Norte y al Sur, al Este y al Oeste, el hombre serrucha, con delirante entusiasmo, la rama donde está sentado.
En la hoguera incesante de la Amazonia arde media Bélgica por año, quemada por la civilización de la codicia, y en toda América Latina la tierra se está pelando y secando. Hace medio siglo, los árboles cubrían las tres cuartas partes del territorio de Costa Rica: ya son muy pocos los árboles que quedan. Costa Rica exporta carne a los Estados Unidos y de los Estados Unidos importa plaguicidas que los Estados Unidos prohíben aplicar sobre su propio suelo.
Unos pocos países dilapidan los recursos de todos. Crimen y delirio de la sociedad del despilfarro: el 6 por ciento más rico de la humanidad devora un tercio de toda la energía y un tercio de todos los recursos naturales que se consumen en el mundo. Según promedios estadísticos de mediados de los 90', un solo norteamericano consume como cincuenta haitianos. Claro que el promedio no define a un vecino de Harlem, ni a Baby Doc Duvalier, pero vale la pena preguntarse: ¿qué pasaría si los cincuenta haitianos consumieran súbitamente tanto como cincuenta norteamericanos? ¿Qué pasaría si toda la inmensa población del Sur pudiera devorar al mundo con la impune voracidad del Norte? ¿Qué pasaría si se multiplicaran en esa loca medida los artículos suntuarios y los automóviles y las neveras y los televisores y las usinas nucleares y las usinas eléctricas? ¿Qué pasaría con la tierra, con la poca tierra que la erosión nos está dejando? ¿Y con el agua, que ya la cuarta parte de la humanidad bebe contaminada por nitratos y pesticidas y residuos industriales de mercurio y plomo? ¿Qué pasaría? No pasaría. Tendríamos que mudarnos de planeta. Éste que tenemos, ya tan gastadito, no podría bancarlo.
El precario equilibrio del mundo, que rueda al borde del abismo, depende de la perpetuación de la injusticia. Es necesaria la miseria de muchos para que sea posible el derroche de pocos. Para que pocos sigan consumiendo de menos. Y para evitar que nadie se pase de la raya, el sistema multiplica las armas de guerra. Incapaz de combatir contra la pobreza, combate contra los pobres, mientras la cultura dominante, cultura militarizada, bendice la violencia del poder.
El "american way of life", fundado del privilegio del despilfarro, sólo puede ser practicado por las minorías dominantes en los países dominados. Su implantación masiva implicaría el suicidio colectivo de la humanidad.
Posible, no es. Pero, ¿sería deseable?

El "costo social" del Progreso.
Febrero de 1989, Caracas. Sube a las nubes, de golpe, el precio del boleto se multiplica por tres el precio del pan y estalla la furia popular: en las calles quedan tendidos trescientos muertos, o quinientos, o quién sabe.
Febrero de 1991, Lima. La peste del cólera ataca las costas del Perú, se ensaña sobre el puerto de Chimbote y los suburbios miserables de Lima y mata a cien en pocos días. En los hospitales no hay suero ni sal. El ajuste económico del gobierno ha desmantelado lo poco que quedaba de la salud pública y ha duplicado, en un santiamén, la cantidad de peruanos en estado de pobreza crítica, que ganan por debajo del salario mínimo. El salario mínimo es de 45 dólares por mes.
Las guerras de ahora, guerras electrónicas, ocurren en pantallas de videogame. Las víctimas no se oyen ni ven. La economía de laboratorio tampoco escucha ni ve a los hambrientos, ni a la tierra arrasada. Las armas de control remoto matan sin remordimientos. La tecnocracia internacional, que impone al Tercer Mundo sus programas de desarrollo y sus planes de ajuste, también asesina desde afuera y desde lejos.
Hace ya más de un cuarto de siglo que América Latina viene desmantelando los débiles diques opuestos a la prepotencia del dinero. Los banqueros acreedores han bombardeado estas defensas, con las certeras armas de la extorsión, y los militares o políticos gobernantes han ayudado a derrumbarlas, dinamitándolas por dentro. Así van cayendo, una tras otra, las barreras de la protección alzadas, en otros tiempos, desde el Estado. Y ahora el Estado está vendiendo las empresas públicas nacionales a cambio de nada, o peor que nada, porque el que vende paga.
La tecnocracia internacional, que nos enseña a dar inyecciones en patas de palo, dice que el mercado libre es el talismán de la riqueza. ¿Por qué será que los países ricos, que lo predican, no lo practican? El mercado libre, humilladero de los débiles, es el más exitoso producto de exportación de los fuertes. Se fabrica para consumo de los países pobres. Ningún país rico lo ha usado jamás.
Talismán de la riqueza, ¿para cuántos? Datos oficiales de Uruguay y Costa Rica, los países donde menos ardían, antes, las contradicciones sociales: ahora 2 de cada seis uruguayos vive en extrema pobreza y son pobres 2 de cada cinco familias costarricences.
El dudoso matrimonio de la oferta y la demanda, en un mercado libre que sirve al despotismo de los poderosos, castiga a los pobres y genera una economía de especulación. Se desalienta la producción, se desprestigia el trabajo, se diviniza el consumo. Se contemplan las pizarras de las casas de cambio como si fueran pantallas de cine, se habla del dólar como si fuera persona:
- ¿Y cómo está el dólar?
La tragedia se repite como farsa. Desde los tiempos de Cristóbal Colón, América Latina ha sufrido como tragedia propia el desarrollo capitalista ajeno. Ahora lo repite como farsa. Es la caricatura del desarrollo: un enano que simula ser niño.
La tecnocracia ve números y no ve personas, pero sólo ve los números que le conviene mirar. Al cabo de este largo cuarto de siglo, se celebran algunos éxitos de la "modernización". El "milagro boliviano", pongamos por caso, cumplido por obra y gracia de los capitales del narcotráfico: el ciclo del estaño se acabó, y con la caída del estaño se vinieron abajo los centros mineros y los sindicatos obreros más peleones de Bolivia: ahora el pueblo de Llallagua, que no tiene agua potable, cuenta con una antena parabólica de televisión en lo alto del cerro del Calvario.
Las cifras confiesan, pero no se arrepienten. Al fin y al cabo, la dignidad humana depende del cálculo de costos y beneficios, y el sacrificio del pobrerío no es más que el "costo social" del progreso.
¿Cuál sería el valor de ese costo social, si pudiera medirse? A fines de 1990, la revista Stern hizo una cuidadosa estimación de los daños producidos por el desarrollo en la Alemania actual. La revista evaluó, en términos económicos, los perjuicios humanos y materiales derivados de los accidentes de autos, los congestionamientos de tránsito, la contaminación del aire, del agua y de los alimentos, el deterioro de los espacios verdes y otros factores, y llegó a la conclusión de que el valor de los daños equivale a cuarta parte de todo el producto nacional de la economía alemana.
La multiplicación de la miseria no figuraba, obviamente, entre esos daños, porque hace ya unos cuantos siglos que Europa alimenta su riqueza con la pobreza ajena, pero sería interesante saber hasta dónde podría llegar una evaluación semejante, si se aplicara a las catástrofes de la "modernización" en América Latina. Y hay que tener en cuenta que en Alemania el Estado controla y limita, hasta cierto punto, los efectos nocivos del sistema sobre las personas y el medio ambiente.
¿Cuál sería la evaluación del daño en países como los nuestros, que se han creído el cuento del mercado libre y dejan que el dinero se mueva como tigre suelto? ¿El daño que nos hace, y nos hará un sistema que nos aturde de necesidades artificiales para que olvidemos nuestras necesidades reales? ¿Hasta dónde podría medirse? ¿Pueden medirse las mutilaciones del alma humana? ¿La multiplicación de la violencia, el envilecimiento de la vida cotidiana?
El Oeste vive la euforia del triunfo. Tras el derrumbamiento del Este, la coartada está servida: en el Este era peor. ¿Era peor? Más bien, pienso, habría que preguntarse si era esencialmente "diferente". Al Oeste: el sacrificio de la justicia, en nombre de la libertad, en los altares de la diosa Productividad. Al Este: el sacrificio de la libertad, en nombre de la justicia, en los altares de la dios Productividad.
Al Sur, estamos todavía a tiempo de preguntarnos si esa diosa merece nuestras vidas.

Sergio Acosta Sehara
(Datos extraídos del libro Úselo y tírelo de Eduardo Galeano).