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Año V Nro. 293 - Uruguay,  04 de julio del 2008   
 

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“De La Peña, De La Peña, De La Peña,
de bolea, de bolea, de bolea”

por Norberto Garrone

 
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         Cuando la pelota impulsada por la cabeza de Waldemar Victorino partió rumbo al encuentro del pie derecho de Eduardo De la Peña, una tensa expectativa cortaba el aire de la gélida noche montevideana.

         Cuando el pie derecho de Eduardo De la Peña  que a la carrera entraba al área rival, iba al encuentro de la pelota, llevaba consigo el impulso y el calor de cada una de las almas de quienes se encontraban en las tribunas del Estadio Centenario.

         El encuentro fue fugaz y explosivo.

         Como resultado del mismo, la pelota partió queriendo romper la barrera del sonido y la emoción a encontrarse con su destino de gloria, al incrustarse bajo el travesaño para picar moribunda dentro del arco rival, elevarse nuevamente buscando refugio en las redes y volver a caer sobre el césped herida de muerte por el imponente golpe propinado por el empeine del número ocho tricolor.

         Esa noche del dos de julio de 1980 en la víspera de mi séptimo cumpleaños, en mi Carmelo natal junto a mi padre y mi hermano mayor, frente a una estufa que proporcionaba toda la luz y el calor de la sala, seguíamos desde la radio el partido en que Olimpia de Paraguay iba derrotando a Nacional por un gol a cero.

         Faltando menos de diez minutos para el final del encuentro la explosión del grito de gol en la voz de Víctor Hugo Morales despertó nuestro festejo coreando la conquista al unísono con los brazos en alto.

         Pero no fue todo.

         Al apagarse nuestras voces y retomar la audición del relato, la carga emotiva impregnada a cada una de las palabras y la maestría para describir la jugada de ese gol, grabaron en mi mente el recuerdo más profundo y entrañable vivido junto al Club Nacional de Fútbol.

         Puedo jurar que en ese relato que escuché pude ver ese gol que vieron todos quienes se encontraban esa noche en el estadio con excepción del arquero visitante.

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         Esa noche un gol fantástico se encontró con un relato magistral para perpetuarse mutuamente, logrando que sea casi imposible pensar en el uno sin recordar el otro.

         Más allá de lo emocional fue también un gol trascendente en la clasificación a la final de la Copa Libertadores de ese año que un mes después Nacional ganaría al derrotar al Internacional de Porto Alegre.

         Hace un par de meses atrás, mientras volvía junto a mi hijo Nicolás de un cumpleaños de uno de sus compañeritos del jardín de infantes me encontré en el camino con Eduardo.

         Me acerqué a saludarlo y le agradecí por tanta gloria.

         Cuando seguíamos nuestro camino, toda la curiosidad de un niño de cuatro años se transformó en admiración cuando le dije que ese señor al que había saludado fue campeón de América y del Mundo con Nacional.

         Inevitablemente el relato de aquél gol se hizo presente, gustando enormemente a ese niño que tiene como gran incertidumbre la de saber cómo es posible que Nacional que es tan grande pueda caber en su corazón que es tan pequeñito.

         Como pasa con los cuentos que le agradan a los niños, tuve que repetir el relato una y otra, y otra, y otra, y otra vez.

         Escuchaba fascinado sin querer perder detalle de mis palabras o mis gestos. Caminaba de costado, frente a mí, dando pequeños saltos en un movimiento pendular en donde su pierna izquierda chocaba contra la derecha impulsándola. Su constante movimiento contrastaba con la tranquilidad de su hermano que dormía plácidamente en su cochecito de bebé.

         Cada vez que el pase partía de la cabeza del tío de Mauricio rumbo a De la Peña que venía a la carrera, aguardaba nervioso el desenlace de la jugada, esperando el grito de gol y el relato que no tardó en memorizar, para soltar con ellos su alegría y levantar los brazos tan alto como podía.

         Al llegar a casa hubo que pasar de la teoría a la práctica sobre como era pegarle "de bolea". Lo de "meterla en el ángulo" no presentó ningún problema de interpretación.

         Tras esto quiso compartir su alegría con las dos personas que me acompañaban más de veinticinco años atrás en esa noche invernal, a media luz, en la ciudad de Carmelo.

         Llamó primero a su abuelo y luego a su tío, y en cada ocasión tuve que recordarle dos datos, el número que tenía que marcar en el teléfono y el más importante y que no había podido retener, el nombre de pila de esa persona que esa noche se había ganado toda su admiración: Eduardo, le recordé.

         Apenas le respondieron, sin darles tiempo a respirar, les contó que había conocido a un campeón con Nacional que se llamaba Eduardo De la Peña y que había hecho un gol de bolea, de bolea, de bolea que colgó del ángulo.

         Parecía que necesitaba exteriorizar la emoción que internamente lo desbordaba.

        Esa noche mi hijo incorporó para sí ese recuerdo compartido, tan querido y entrañable para mi: ese fantástico gol de Eduardo de la Peña capturado en la voz de Víctor Hugo Morales, que todavía sigue sonando en mi mente y en mi corazón como el estribillo  de una melodía de gloria que se presenta recurrentemente a tocar la puerta de la emoción.
 
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