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Año V Nro. 289 - Uruguay,  06 de junio del 2008   
 

 
historia paralela
 

Visión Marítima

 

El problema es la intervención
por Xavier Sala-i-Martin

 
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         Dicen que lo que separa la civilización de la anarquía son sólo siete comidas: la paz social sólo es posible cuando los ciudadanos tienen cubiertas las necesidades básicas y, cuando falla la comida, empieza la revolución. Ese dicho se está haciendo realidad estas últimas semanas en países como Haití, Kenya, Camboya, India o Vietnam, donde el encarecimiento de los alimentos está generando reacciones violentas.

         ¿Por qué suben los precios? Naturalmente Al Gore y sus seguidores se han apresurado a dar las culpas a las sequías y huracanes presuntamente causados por el cambio climático. Pero esa justificación es simplista e interesada ya que también están subiendo el petróleo, el carbón o el acero, y eso no tiene nada que ver con el clima.

         ¿Cuáles son, pues, las razones de verdad? Por el lado de la demanda, el crecimiento de países como China, India y el resto de Asia hace que miles de millones de ciudadanos quieran comer más y mejor. Comer mejor quiere decir comer carne y ya se sabe que para producir un kilo de carne se necesitan 6 kilos de cereales. Es decir, cereales que antes iban al consumo humano directo ahora van al consumo de vacas, cerdos o pollos y eso aumenta su demanda y, por ende, su precio. El crecimiento de esos países también aumenta la demanda y el precio de acero, petróleo, gas natural, carbón, energía, o madera. Esto genera mayores costos de producción, costos que son traspasados a los precios finales de los alimentos.

         Por el lado de la oferta, existen dos fenómenos curiosos causados por los políticos occidentales. En Estados Unidos, la obsesión por los biocombustibles (causada a partes iguales por la histeria del cambio climático—y la creencia que el biodiesel emite menos CO2 que los combustibles fósiles—y por la búsqueda de la independencia energética de Oriente Medio) ha hecho que el gobierno diera importantes incentivos fiscales a la producción de biocombustibles. Cerca del 30% de las tierras que antes se dedicaban a producir comida para personas, ahora producen para los automóviles. Consecuencia: los precios de los alimentos se han disparado.

         Europa no está (todavía) tan obsesionada por los biocombustibles aunque tenemos otro tipo de obsesión: la aversión a los transgénicos. Ésta ha causado reducciones importantes de la oferta mundial de alimentos. Y no me refiero a la oferta europea. Me refiero a la oferta de países africanos que, al tener miedo de no poder exportar algún día sus productos agrícolas a Europa, se niegan a adoptar maíz, trigo o arroz transgénicos que les permitiría obtener productividades superiores.

         A estos factores de oferta y de demanda, se han sumado últimamente algunos especuladores que, al ver que los precios subían, se han dedicado a comprar esperando vender más caro y algunos gobiernos, como el de Argentina, cuyas barreras a la exportación no han hecho más que reducir la oferta mundial de alimentos y contribuir a su encarecimiento.

         ¿Qué se puede hacer para mitigar las consecuencias del encarecimiento de los alimentos? A corto plazo, hay que enviar comida a los 100 millones de ciudadanos que la ONU estima que van a pasar hambre. Se podrían utilizar, por ejemplo, los excedentes que generan los subsidios de los países ricos, empezando por las 400.000 toneladas de arroz que el gobierno de Japón compra a sus agricultores a precio subsidiado y que acaba tirando al mar.

         A medio y largo plazo, la solución pasa por aumentar la oferta ya que la reducción de la demanda sería una inmoralidad (aunque estoy seguro que algún burócrata pensará que lo mejor que pueden hacer los chinos es introducir una “nueva cultura de la alimentación” y dejar de comer carne).

         Para fomentar la oferta se pueden hacer diferentes cosas. Primera: dedicar recursos a la investigación con el objetivo de aumentar la productividad agrícola en países de climatología complicada. La revolución verde de los años cuarenta y cincuenta (financiada por las fundaciones Ford y Rockefeller) permitió aumentar la productividad agrícola y alimentar a miles de millones de ciudadanos. Se necesita una nueva revolución verde para los países africanos. Una posibilidad sería redirigir una parte de la ayuda pública al desarrollo (que ahora se está perdiendo en los profundos bolsillos de corruptos africanos) al I&D agrario.

         Segunda, seguir el ejemplo de Brasil y promocionar la creación de medianas y grandes empresas agrícolas. Si, ya sé que desde Europa tenemos la imagen idílica de las aldeas pobres del tercer mundo pobladas por familias felices que producen sus propios alimentos y que la venta de éstos en los mercados mundiales no es más que una explotación comercial. Esa imagen idílica es falsa. Los productores familiares son ineficientes y para aumentar su productividad, tendrían que aumentar su escala, adoptar tecnologías modernas y exportar a los mercados mundiales.

         Tercera, impedir que los países como Argentina penalicen a los exportadores. Si los agricultores son forzados a vender en los mercados locales a precios reducidos, no tendrán incentivos a hacer lo que es necesario: aumentar la oferta. Y finalmente, abandonar inmediatamente la locura de los subsidios a los biocombustibles y las prohibiciones de transgénicos. Como pasa tan a menudo en economía, la solución de los problemas no es la intervención del sector público. Al contrario. El problema es la intervención.


Fuente: Cato Institute
 
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