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Una revolución está en marcha…
por Fernando Pintos
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¿Qué es una revolución? En términos tradicionales, el fenómeno responde a definiciones tales como la siguiente: «…Cambio violento de las instituciones políticas de una nación…». O como esta otra: «…Nueva forma o cambio en el Estado o Gobierno de las cosas». A la primera definición responden las revoluciones clásicas que solemos estudiar en libros de historia, tales como fueron: la Inglesa (1642), la Americana (1776), la Francesa (1789), la Hispanoamericana (1810), la Mexicana (1910), la Rusa (1917), la Guatemalteca (1944), la Boliviana (1952) y la Cubana (1959), citadas por estricto orden cronológico. O sea, todas aquellas que resultan exageradamente visibles y definitivamente convencionales, hasta el punto de acreditarse la representatividad del término.
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Pero las revoluciones más crueles, profundas y duraderas, son aquellas otras que responden a la segunda de las definiciones. Podemos citar, entre ellas, a la Revolución Burguesa (conjunto de procesos no sólo históricos, sino principalmente socio-culturales, que arrancan del siglo XV y culminan en el XIX); la Revolución Industrial (de los siglos XVIII y XIX)… Y otras más cercanas en el tiempo, por ejemplo, lo que ahora conocemos como Globalización (con lo cual todo el mundo se llena la boca), así como ese insidioso proceso paralelo que se podría definir como Súper Gobierno Mundial (acerca del cual nadie dice ni tan siquiera «esta boca es mía»). Para facilitar el tema deberíamos denominar a unos y otros procesos como «Revoluciones de Clase A» (serían las correspondientes al primer ejemplo) y «Revoluciones de Clase B» (las del segundo ejemplo). Y nadie debería ignorar que cualquier sismo perteneciente a la primera categoría llegará, siempre, antecedido por una sucesión de movimientos que pertenecen a la segunda. En lenguaje de aula, esto debería expresarse así: «…Cualquier Revolución que pertenezca a la Clase A, será siempre precedida y en cierta medida conformada por algunas Revoluciones pertenecientes a la Clase B».
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Ciertamente, las revoluciones de Clase A se fraguan con bastante lentitud y tardan un tiempo determinado en madurar, al igual que determinadas frutas, pues ése habrá de ser el período de la proliferación y crecimiento graduales para las respectivas revoluciones de Clase B. Cuando por fin les ha llegado su tiempo de madurez, las revoluciones convencionales estallan sin aviso previo y salpican, con violencia indiscriminada y en todas las direcciones imaginables. Como fenómeno paralelo y harto frecuente anotemos que, en tanto se gesta una convulsión social de primerísima magnitud, la mayoría de quienes conviven con los síntomas debajo de sus narices dejen pasar el asunto absolutamente inadvertido, lo cual se explica por el hecho de que abrumadora mayoría de las personas, en cualquier época y sociedad pertenecientes a este mundo, sólo se ha preocupado y seguirá haciéndolo apenas por aquellos asuntos que pudiesen concernirle directamente.
Hace ya tiempo, entre las cartas de los lectores que habitualmente publica el matutino «Siglo Veintiuno» de Guatemala se incluyó una, firmada por Patricia de Vásquez (cédula A-1 692211), bajo el título de «Qué Injusticia». La señora de Vásquez refería el inesperado despido de su esposo, tras ocho años de trabajo en un banco del sistema, y agregaba lo siguiente:
«…Pero ahora lo que nos preocupa es que por su edad le es imposible encontrar otro empleo. Qué triste es pasar de los 26 años, ya que le cierran las puertas de muchas empresas, sobre todo en bancos del sistema, pues no vale de nada la experiencia sino la edad. Y si por suerte le dan una mínima esperanza sólo ofrecen un contrato por dos meses que si quieren lo renuevan y si no le dicen adiós y se terminó. Además, tampoco puede aspirar a un mejor puesto, ya que su edad se lo impide.
Señores encargados de Recursos Humanos: Por favor piensen un poco más en estas personas, ya que el hecho de tener 33 años no quiere decir que no tenga sus necesidades. Y sobre todo una familia que mantener, ya que tenemos hijos los cuales estudian, se visten, comen y también se enferman. Pero con tan mala suerte tienen un padre de 33 años, como que cumplir años fuera un pecado. Por favor valoren más a las personas desempleadas por su experiencia y su valor humano, no por su edad…». |
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Hasta ahí, la carta de aquella sufrida mujer guatemalteca que, como tantas otras, debió afrontar una situación de incertidumbre y angustia seriamente agravada con la presencia de unos niños a quienes se hacía preciso mantener con un nivel de mínimo decoro.
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Aquella carta eximiría de mayores comentarios sí no fuese por el hecho de abrir la puerta a muchos interrogantes de mediano y largo plazo. Y enumero algunos de los que hice, por entonces, en mi columna «Trinchera» (que se publicaba en el mismo rotativo): ¿cuántas personas estarán viviendo, en este mismo momento, una situación similar? ¿De qué maneras podría verse afectada la sociedad con una repetición viciosa e intermitente de casos como el expresado? ¿Se estaría engendrando, en aquel preciso instante, de manera tan imperceptible como segura, una revolución con características impensadas, en la cual el motor principal pudiese haber sido la desesperación de una enorme cantidad de personas por haber llegado —fatalmente— a determinada edad, en lugar de las tradicionales motivaciones y formulaciones ideológicas? ¿Se estaría agregando un nuevo factor —el de la edad— a los tantos otros que ya por entonces dividían y radicalizaban a la sociedad guatemalteca?
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Por supuesto que había algunos otros interrogantes de parecida dimensión, y el principal era de qué maneras una sociedad, que estaba en vías de desarrollo, podía darse el lujo de tirar a la basura tanta capacidad personal, tanta inversión en formación y capacitación individuales, tantísima acumulación de Know How y tamañas cantidades de energía de primer nivel (por tanto, más que utilísima imprescindible), sólo porque a determinados empresarios les resultaba mucho más fácil, más cómodo y más simpático contratar por menos dinero a gente que, debido a su escasa experiencia, resultaba mucho más dócil y maleable que aquella otra, de mayor edad, a la cual llega a sustituir… (En lo personal, todo ello no sólo me parecía estúpido, sino también criminal. Y tales calificativos derivaban del hecho de que observaba tales fenómenos no como sociólogo ni como humanista, sino antes bien como empresario responsable).
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Pero existía ya entonces algo mucho peor que lo antes expresado y ello era la factibilidad de que tal fenómeno generase, en muy corto plazo, unas convulsiones sociales que podrían ser de pronóstico reservado… Lo cual parecía más que plausible cuando, en aras de aquellas dos revoluciones de moda, léanse «Reingeniería» y «Globalización», de buen seguro habrían de verse condenadas a pobreza de solemnidad o miseria superlativa millares de personas muy jóvenes —ya fueran de 27, 33, 48 o más años—, quienes en la práctica conservarían la plenitud de sus facultades y permanecerían repletas de vitalidad, amén de encontrarse saturadas con altas y en cierta medida envidiables dosis de Know How, Personas en la cumbre de su potencial, que al mismo tiempo se encontrarían arrinconadas entre la espada y la pared,
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Personas que habrán de permanecer, a tiempo completo, absolutamente desesperadas por la incertidumbre de un futuro inmediato, en tanto que experimentarán la inevitable amargura —y, como consecuencia de ella, resentimiento profundo— por haber sufrido en carne propia una radical e irremediable pérdida de estatus. Y la pregunta fundamental que debe seguir a todas estas especulaciones, tenía que ser: ¿Permitirían, todos ellos, que se les despojase tan fácilmente de lo que por derecho natural les correspondía, o lucharían con uñas y dientes contra esa sociedad que les estaba segregando de manera tan insensible? La conclusión, en aquel momento —estoy hablando de una década atrás—, era que tan sólo Dios podía saberlo… En la actualidad, ya sea en Uruguay, Colombia, Guatemala o México, prácticamente tenemos un poco más de certeza con respecto a aquellas interrogantes: la revolución silenciosa que tritura las vidas de tantas personas por el delito de haber sobrepasado las tres décadas y las convierte en cuasi parias del mercado laboral globalizado, ha continuado impertérrita su curso malévolo. Y lo ha hecho, por igual, tanto en los países desarrollados del Primer Mundo como en los que están en vías de desarrollo (o impenitentemente hundidos) del Tercero. Por el momento, las reacciones que hubieran podido esperarse por parte de la legión de víctimas y sacrificados no aflora por ninguna parte. Cuando menos, en apariencia. Pero recuérdese que toda revolución se incuba. Y ésta, en particular, lo viene haciendo ya por varios años. Demasiados, para mi gusto.
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