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Año I - Nro. 28 - Uruguay, 30 de mayo del 2003

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EL INDIO
Escondido entre la maleza, siempre desconfiando de aquellos hombres blancos que habían invadido sus territorios y que se habían burlado de sus creencias y sus dioses,
aquel joven veía pasar la caravana, con racimos de niños riendo, llorando, algunos saltando desde los incómodos lugares que les habían sido asignados en aquella huida voluntaria. Aquellos niños parecían alegres, pero tan flacos como él, solo el color de su piel, denunciaba a ese grupo que desfilaba ante sus ojos, denunciaba que pertenecían al odiado hombre blanco. Malas experiencias habían vivido las tolderías, cuando el hombre blanco se sentía dueño y señor de sus mujeres, sus pertenencias. Aun el ganado que pacía en gran numero, sin limites de alambradas y todo tipo de obstáculos, había sido arrebatado a sus habituales dueños.. Alimento del cual habían disfrutado por siglos y que se podía decir, era el único. De esos vacunos sacaban todo lo que necesitaban para vivir con holgura. La abundancia de esos animales, que pastaban por todos los rincones de ese ilimitado territorio, les servia de alimento, su piel de abrigo en las frías épocas en que el viento del Sur, traía aquellas lluvias interminables, aquellas olas de frió, que solo permitía salir de esa especie de carpa, que también los cueros de aquellos útiles animales, proveían a toda la tribu. Los excrementos secos de aquellos animales mezclados con algunas ramas, eran la materia que usaban para cocinar sus poco variadas y austeras comidas. En aquellos días fríos, solo cuando el hambre apretaba, alguno de los miembros mas jóvenes, se atrevía a salir para traer algún alimento. Y eso significaba usar sus flechas para cazar algún ternero, que inmediatamente era descuartizado y traía la alegría a todo esa majada de niños que siempre encontraban algún motivo para sentir el placer de vivir.
Ahora esta allí el joven, silencioso, su curiosidad y su hambre jugaban un contrapunto para ver quien ganaba, no atreviéndose a dejar su escondrijo, para saciar su estomago vacío.
¿Quién era aquel joven temeroso?. Su piel cetrina, sus cabellos mostrando un manojo de pelos en desorden y que nunca habían visto ni necesitado un peine, sus pies descalzos, sus ojos que había sido un reflejo de su libertad y fiereza, ahora se mostraban temerosos. Había aprendido a temer al hombre blanco. Había visto destruir su eterno hábitat. Había sido convertido en un paria. Ellos le habían puesto un nombre. Decían que se llamaban Indios. Hasta que habían aparecido aquellos hombres arrogantes, agresivos, todo era alegría. Si el sol brillaba, si por las noches aquel pedacito de luz, se iba agrandando cada noche, ¿qué podía ser más hermoso?. Todo era motivo para festejar. Los mas ancianos contando algún cuento de sus pasadas aventuras, de sus peleas con alguna tribu enemiga, de su lucha con algún animal que se arrimaba a las tolderías y de la cual todavía mostraban alguna cicatriz. Entonces todo ese pequeño grupo formaba una rueda alrededor del fuego y revivía junto al narrador, sus experiencias.
Los extensos campos, el pequeño arroyuelo que les servia no solo para humedecer sus sudorosos cuerpos y que siempre era una fiesta para los niños. También era la fuente donde apagaban su sed. Aquellos hombres blancos todo lo cambiaron. No respetaban a viejos ni mujeres. Todo les pertenecía. Se habían adueñado de su comida, de su territorio. Habían traído enfermedades que habían diezmado a las poblaciones indígenas. Aquel palo tronante que sus hombres portaban, les daba autoridad y prepotencia.
El Dios que adoraban no era respetado. Ellos traían otro Dios y lo imponían a su sufrido pueblo. Habían sido recibidos como seres superiores. Ya el relato de sus antepasados, que se iba trasmitiendo de generación en generación, hablaba con respeto y adoración de aquellos que vendrían un día luminoso para traer nueva alegrías y sabiduría a toda la tierra.
Ahora esta allí. Solo, remanente único de lo que quedaba del exterminio de las enfermedades y el hambre que había traído aquella horda de 'salvadores" a su toldería.
Aquellos que desfilaban delante de sus temerosos ojos, no parecían los triunfadores de siempre. Algo demostraba una huida. Sus pobres y haraposas vestimentas, algún llanto que no era de niño, alguien mirando para atrás, como para ver si no eran perseguidos.
Si hasta le pareció ver algún "indio" entre esa gente que marchaba sin cantar, sin alegría, con el miedo que da la desesperación.
Aquellos cuerpos cetrinos que participaban de aquella marcha, le hicieron abandonar su desconfianza y se decidió a correr el riesgo de salir de su escondite. El hambre ayudaba a tomar una decisión.
No fue una gran sorpresa para los participantes de la caravana. Aquel joven, flaco, temeroso no inspiraba miedo. Mas bien lastima. Ya otros indios se habían unido a aquel
grupo que huía.
Así, otro miembro se unía a la caravana que más tarde y con todo orgullo se llamo
"EL EXODO DEL PUEBLO ORIENTAL"
León Mileris
Mayo 2003