Protegerse del proteccionismo
por Milagros Avedillo Carretero
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Tras el Crack de 1929, EEUU aplicó una dura política proteccionista como medio para preservar el empleo y la actividad económica nacional. Ello se demostró como uno de los grandes errores de política económica, que profundizaron y alargaron la recesión. A pesar de las lecciones del pasado, en las últimas semanas se han vuelto a oír voces en favor del proteccionismo como respuesta a la severa caída de la demanda mundial y la dificultad de aplicar políticas fiscales expansivas en una economía abierta. La coordinación de los países y el refuerzo de las instituciones internacionales son esenciales para hacer frente a este movimiento.
El proteccionismo en la
Gran Depresión de los años 30
El mundo se encuentra inmerso en una de las peores crisis que ha conocido desde los años 30. Economistas y académicos reconocen en los episodios del Crack de 1929 y en los posteriores años de la Gran Depresión varios elementos de coincidencia que recomiendan atender a las lecciones que nos ha dejado la historia económica. Si no lo hacemos, caeremos en los mismos errores que llevaron al colapso económico que entre 1930 y 1932, en tan sólo tres años, contrajo la economía americana en más de un 23%.
Existe un amplio consenso acerca de las causas que agravaron y alargaron la Gran Depresión del período de entreguerras, y el proteccionismo aparece en uno de los primeros lugares de la lista. EEUU fue siempre un país con una fuerte inclinación a proteger el comercio. En la década de los 20 el deterioro de la economía europea había presionado a la baja los costes de sus productos. Ante la amenaza de una pérdida de competitividad, las autoridades americanas habían entrado en una espiral proteccionista con sucesivos aumentos en los aranceles que llegaron a alcanzar tarifas de hasta un 400%, conforme los congresistas de cada estado americano proponían nuevas tarifas para proteger a los productores de sus correspondientes circunscripciones. No obstante, esta política no desinfló la economía americana, que siguió siendo próspera gracias al fuerte crecimiento de Wall Street y de la industria.
Cuando Herbert Hoover llegó a la Presidencia en marzo de 1929 propuso al Congreso un nuevo esquema arancelario para endurecer el comercio, que volvió a revisarse en plena crisis, durante junio de 1930, con la Smoot-Hawley Tariff Act. Ignorando las diversas recomendaciones de expertos económicos, la nueva ley permitió aumentar los aranceles en más de 20.000 productos en los niveles más altos de la historia americana. Hoover estaba convencido de que el proteccionismo había sido la salvaguarda de la economía americana en la década de los 20 y constituiría también el fin de los problemas que asolaban a los americanos tras el colapso financiero. La medida, diseñada para ayudar a los agricultores y sectores industriales más perjudicados, se ha constatado como uno de los peores errores de política económica que agravó y profundizó la Gran Depresión de los años posteriores.
En primer lugar, la medida se interpretó como una declaración de guerra económica en el resto del mundo y 25 países reaccionaron simétricamente, de forma que las exportaciones cayeron entre 1929 y 1932 de 5.200 millones de dólares a tan sólo 1.600 millones. Jacob B. Madse estimó en 2002 que la caída del comercio internacional fue del 33% y tuvo como consecuencia una caída inducida del 14% en el PIB de cada país.
El efecto del proteccionismo sobre la actividad económica se entiende rápidamente si nos ponemos en la piel del consumidor. Tras el cierre de fronteras los ciudadanos se ven forzados a pagar precios más elevados por el mismo producto, lo que inmediatamente supone un empobrecimiento. El consumidor, o no accede a algunos bienes, o restringe la demanda en otros artículos. Los productores, sometidos a una menor competencia exterior, empeoran la capacidad productiva del país, pierden competitividad y no pueden buscar nuevos mercados en el exterior. La economía global se estrecha, arrastra a todos los países, se reducen los recursos, hay menos inversión, se pierden mercados, se retrasa la innovación, todos se empobrecen, se reduce la demanda y empeora la actividad y el empleo. Poniéndolo en términos muy simples, el proteccionismo en EEUU obligaría a los americanos a pagar los electrodomésticos que antes se hacían en China más caros y destinar capacidad productiva que antes dedicaba a tecnología punta a hacer televisores. Evidentemente, el consumidor americano sería más pobre y la productividad americana se deterioraría, lo que reduciría los salarios reales de los trabajadores, haciendo caer la demanda, reduciendo la actividad y, por tanto, también el empleo, justo aquello que quería proteger el proteccionismo.
Tras el New Deal, en 1934, cuatro calamitosos años después de iniciarse la recesión, los líderes del Capitolio no se decidieron a revisar los mecanismos para fijar la política comercial americana. Se aprobó la Reciprocal Trade Agrement Act, permitiendo al entonces presidente, Franklin D. Roosevelt, negociar reducciones de aranceles bilaterales. De esta forma el Congreso, incapaz de representar el interés nacional, renunció a aprobar cada recorte en los aranceles y le dio libertad al presidente para reducirlos bajo el supuesto de reciprocidad. El resultado fue inmediato y el comercio internacional se reactivó rápidamente. En los siguientes 13 años se llegó a acuerdos con 29 países, con una reducción media en los aranceles del 48% al 25%. Después de la Segunda Guerra Mundial, con los acuerdos de Bretton Woods de 1944, se institucionalizó esta visión global, que pasó a ser una de las piedras angulares del GATT. Así, se construía un mecanismo que situaba los intereses generales por encima de los particulares y permitía preservar la gran fuente de riqueza que supone el comercio internacional.
La crisis de 2009: resurge el proteccionismo
Hoy, de nuevo, inmersos en una grave crisis similar a la de entonces y haciendo honor al refrán, a lo largo de los últimos meses los economistas estamos advirtiendo con consternación cómo el mundo vuelve a tropezar con la misma piedra: el proteccionismo. Algunos aseguran que se trata de retórica de la que poco hay que preocuparse, pero la cuestión ha resurgido en el discurso y en las acciones de algunos líderes políticos.
Todo empezó con sonadas recapitalizaciones del Estado para rescatar bancos en dificultades. Sin duda, estas intervenciones eran necesarias para evitar un pánico bancario a corto plazo. No obstante, además de garantizar la viabilidad de las entidades de crédito, estas actuaciones también están devolviendo al sector público su capacidad de intervención en el sector financiero al servicio de la nación. La cláusula Buy American en el plan de rescate de Obama ha sido la más llamativa, pero desde luego no ha sido la única proclama proteccionista. Los británicos asombraron con una manifestación reclamando British jobs for British workers, que tuvo eco en la sociedad y la política del país. Desde los gobiernos europeos se están lanzando paquetes de ayudas al sector del automóvil en Suecia, el Reino Unido y Francia para garantizar la viabilidad de proyectos de inversión en su territorio. En algunos casos se están comprometiendo miles de millones de euros en avales soberanos para que proyectos nacionales compitan en mejores condiciones a la financiación del Banco Europeo de Inversiones, cuya misión, paradójicamente, es preservar la unidad de mercado.
¿Cómo es posible? ¿Qué conduce a los países, incluso a aquellos que más han ganado con el comercio internacional, a refugiarse en el proteccionismo como respuesta a una recesión de esta magnitud? Desatendiendo las advertencias no sólo de los expertos, sino de la propia historia...
La respuesta se centra en la contracción de la demanda agregada, que a su vez conlleva una reducción de la actividad y del empleo a escala mundial. En situaciones de crisis previas, las tentaciones se habían contenido, porque justamente la solución provenía del propio comercio internacional. De esta forma, las crisis experimentadas en algunas regiones del mundo se han podido resolver gracias a la prosperidad de economías en regiones diferentes, lo que ha permitido compensar la caída en la demanda doméstica con la contribución del sector exterior. Así sucedió, por ejemplo, en el año 1993 en España. En aquella ocasión se devaluó la moneda, se recuperó la posición competitiva de la economía española y el comercio internacional volvió a insuflar crecimiento a nuestra economía. La crisis se supero en poco más de un año.
Desgraciadamente, la crisis actual es mucho más profunda y complicada, ya que la caída de la demanda acontece simultáneamente en todo el mundo. Por una parte, las economías más endeudadas, aquellas que más tiraban del consumo mundial como EEUU, el Reino Unido y España, sufren las consecuencias del endurecimiento del crédito y el deterioro de su riqueza por la fuerte la caída en el precio de los activos financieros. Los países productores de materias primas, como los de Oriente Medio, Venezuela y Rusia, asisten a una caída de sus ingresos por exportaciones, tras el desplome de los precios del petróleo derivado de una caída en la demanda mundial. Ello revierte en la demanda de los países estructuralmente exportadores como China, Alemania y Japón, que ven contraerse el comercio con los países de esas zonas del mundo y sufren la recesión de sus economías que, lejos de estar endeudadas, arrojaban superávit. En definitiva, la tarta del consumo mundial ha entrado en una espiral de contracción que está atrapando a las economías de todas las partes del mundo. Nadie se libra de la recesión mundial, independientemente del punto de partida y de la salud de su economía.
Esta situación crea unas expectativas sobre la economía negativas, y tensiona aún más los mercados crediticios fuertemente dañados ya por la crisis de confianza. No hay crédito para nadie, ni familias ni empresas, porque como señalaban los banqueros en 1930 “cómo prestar a alguien que está tan loco como para invertir ante semejante panorama”. De nuevo, la incapacidad del sistema financiero de hacer su labor de intermediación, aunque no cause el inicio de la recesión, la puede hacer más profunda y más duradera. Los bancos en una actuación excesivamente prudente dejan de suministrar crédito a empresas y familias para proyectos a largo plazo, paralizando el crédito hipotecario o de inversión, lo que retroalimenta el declive económico.
Aún a riesgo de abrumar con demasiados datos, veamos como se ilustra esta situación con algunos indicadores. En EEUU el panorama económico sigue sin despejarse y, según las encuestas, la economía estadounidense se contraerá un 2% en 2009. La tasa de paro no deja de aumentar y en enero alcanzó el 7,6%, con una pérdida de 598.000 puestos, las más alta desde 1945. En el Reino Unido, según datos provisionales, el PIB del cuarto trimestre de 2008 registró un crecimiento negativo del 1,5% respecto al tercero. No se producía una recesión de tal índole en la economía británica desde el segundo trimestre de 1992, cuando se registró una caída del PIB trimestral de dos décimas. En Japón, el PIB se ha contraído un 3,3% en tasa trimestral, equivalente al 12,7% en tasa anualizada, un descenso inédito desde la primera crisis energética en 1974, fundamentalmente como consecuencia del hundimiento de la demanda externa. En China, las exportaciones descendieron en enero un 17,5% interanual, la mayor caída en casi 13 años, y las importaciones descendieron un récord de 43,1%. Como resultado de la contracción mundial, la ONU prevé que en 2009 se pierdan 51 millones de puestos de trabajo y se alcance una tasa de paro mundial del 7,1% frente al 6% de 2008.
En definitiva, estamos entrando en una espiral de desconfianza que ya no solamente está instalada en el sistema financiero sino también en la economía real. El papel del Estado es hoy más que nunca determinante para romper este peligroso círculo vicioso y devolver a las economías a una senda de crecimiento creíble con políticas monetarias y fiscales expansivas.
La coordinación frente al proteccionismo
Una vez agotada la política monetaria, los políticos se enfrentan a la difícil decisión de aplicar medidas de reactivación fiscales con importantes consecuencias en la salud de las cuentas públicas. La decisión es difícil porque en una economía abierta la política fiscal expansiva puede suponer un drenaje de demanda hacia el exterior con pocas repercusiones sobre la actividad nacional. Así es, ¿de qué serviría un plan de recuperación en un único país pequeño muy abierto al exterior? Sin duda, el efecto multiplicador de las medidas sería muy reducido, beneficiando seguramente más a los importadores que a los productores domésticos, al tiempo que el sector público aumentaría su endeudamiento, empeorando la estabilidad macroeconómica y sus posibilidades de recuperación. Del mismo modo, un pequeño país podría aprovechar un estimulo fiscal en un país mucho más grande sin poner ni un euro encima de la mesa, saliendo reforzado de la crisis, con una salud impecable en sus cuentas públicas que le permitiría, además, ser más competitivo en el futuro.
La estrategia para los países a la hora de utilizar su política fiscal es, bien usarla y cerrar las fronteras, bien no utilizarla y mantener las fronteras abiertas. Para el mundo, no obstante, a la luz de las lecciones del pasado, lo mejor es una política fiscal expansiva en todas partes y mantener al mismo tiempo las fronteras abiertas.
Se trata de un problema de acción colectiva, similar a la decisión de constituir un cártel, en el cual los agentes obtienen mayor bienestar si actúan cooperando que si deciden entrar en rabiosa competencia. En el primer caso, obtienen el beneficio del monopolista repartido entre los participantes del cartel; en el segundo caso, sus beneficios son nulos. A grandes rasgos, ¿cuándo tiene éxito la constitución de un cártel? En primer lugar, cuando hay pocos participantes. Más de cuatro participantes se suele decir que son demasiados. En segundo lugar, el cártel prospera si la interacción se repite muchas veces y es fácil identificar rápidamente al agente que se desvía del acuerdo. Finalmente, el cártel es más sólido si hay mecanismos de penalización cuando un participante incumple el acuerdo. Veamos si nuestro “cártel” de políticas fiscales simultáneas cumple las condiciones de éxito: el número de participantes es altísimo, solo se juega una vez, no es fácil identificar al que no cumple sus compromisos –porque las políticas domésticas en países pequeños son difícilmente verificables a corto plazo– y, por último, no existe un sistema consensuado de sanciones para el “tramposo”.
Pues bien, quizá esta grave dificultad, la dificultad de “coludir” en políticas fiscales, es la que lleva también a algunos políticos nacionales a reclamar una vuelta al proteccionismo, aunque sea a corto plazo, como medio para mantener los privilegios de los productores domésticos más vulnerables y proteger sus puestos de trabajo. Es una reclamación lícita, y es importante entender de dónde provienen estas tentaciones, porque eso nos permite frenarlas y ponerles remedio. En un mundo con poca demanda, abrir las fronteras ya no supone aumentar la demanda nacional, sino dejar escapar una parte de la tarta a los países vecinos generando, por tanto, una sensación muy fuerte de empobrecimiento. Y esto no sólo en lo que se refiere al mercado de bienes y servicios, sino también a los mercados de capital. Los recursos financieros son cada vez más escasos y la política de avales soberanos, o bancos nacionalizados que asignen crédito con criterios “nacionalistas”, son una fuerte tentación para políticas dispuestas a defender la actividad y el empleo a nivel nacional. Finalmente, algunos alertan sobre la posibilidad de iniciar una espiral de devaluaciones entre las distintas divisas que permitiría alterar de un plumazo la competitividad de unos y otros, anulando cualquier intento de desplegar políticas fiscales expansionistas en el mundo.
Sin bien no es exactamente idéntica, se trata de una situación similar a la creada en 1930 y la guerra arancelaria que desató la Smoot-Hawley Tariff Act en un intento de protección mal entendida a los sectores más desfavorecidos. La batalla de los congresistas por proteger a sus productores estatales desatendía el interés general de la nación norteamericana y la condujo al desastre. Hoy son las presiones nacionales las que nos pueden conducir a la misma situación y necesitamos un actor que vele por el interés general.
La buena noticia es que, gracias al esfuerzo de los últimos años, disfrutamos de instituciones internacionales sólidas que pueden jugar un papel crucial en esta batalla. Los políticos son conscientes de los peligros que entraña el proteccionismo, pero necesitan algún mecanismo que les permita comprometerse con el libre comercio. Es crucial que en las próximas reuniones del G20 se cedan poderes a las instituciones internacionales para gestionar esta crisis, como los congresistas cedieron poderes tras la Reciprocal Trade Agreement Act. Tenemos instituciones especializadas para ello y hemos desarrollado instrumentos muy valiosos de comunicación entre los países. Sólo hay que utilizarlos, otorgarles mayor legitimidad y darles las competencias suficientes para que velen por el interés general de las naciones, de forma que puedan contrarrestar las presiones nacionales que sufren los líderes al regresar a sus casas.
Conclusión: Las próximas cumbres internacionales deberían reforzar el papel de las instituciones internacionales no sólo para evitar situaciones como las actuales, sino especialmente para coordinar las soluciones globales que nos protejan del proteccionismo y eviten que caigamos de nuevo en los errores del pasado. La globalización tiene muchas ventajas –acerca a los países y promueve la prosperidad– pero también hace que los problemas sean cada vez más globales. Podemos resolver los problemas y aprovechar las ventajas con un compromiso a favor de las instituciones internacionales para que velen por una buena y larga vida a la globalización.
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Fuente: Real Instituto El Cano |
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