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Socialismo y Nación
por Fernando A. Iglesias
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Pocas ideas han logrado, a lo largo del entero siglo XX, más adhesión y simpatía que las de socialismo y nación. Y nada ha causado mayores desastres en la Historia que el intento de mancomunarlas en un solo proyecto político.
Es fácil señalar varias coincidencias significativas entre el socialismo en un solo país ruso-chino-cubano-vietnamita, el nacional-socialismo italo-germano-japonés y el socialismo nacional latinoamericano, en particular: su común desprecio por la democracia, la república, las instituciones, el parlamento, el liberalismo, el individualismo, la economía, el capitalismo, la Modernidad, el reformismo, el gradualismo, los partidos, los extranjeros, las formas económicas no industriales, la cultura clásica, la tradición occidental iluminista e ilustrada, la civilización burguesa, la política basada en la búsqueda de consensos, el cosmopolitismo, el universalismo y toda forma económica, política o cultural considerada por ellos degenerada o amenazante para la identidad nacional. Más profundo y radicado aún ha sido el desprecio que los stalinistas, los nazifascistas y los partidarios del socialismo nacional han demostrado hacia los tibios e imbéciles que se han atrevido a sostener, durante las épocas de la alianza entre socialismo y nación, que de aquellos principios por ellos aborrecidos y sólo de aquellos principios podía provenir un mundo mejor.
La enumeración de los resultados catastróficos de las alianzas entre el socialismo y el nacionalismo, equivalentes en su inmoderado estatismo, tornan aún menos racional la pretensión setentista de asimilar el estatismo al progresismo y la izquierda, en cuyo caso Hitler, Stalin, Mussolini, Perón, Fidel Castro, Chávez y Kirchner deberían ser considerados jugadores de un mismo equipo. Para decirlo en términos teóricos, en el amplio espectro que va del estatismo reivindicado por todas las formas del “socialismo + nacionalismo” y el estado mínimo neoliberista han estado ausentes en la Argentina las dos grandes fuerzas progresistas de la Modernidad: el liberalismo progresista y la socialdemocracia.
A la conjunción entre socialismo y nación la conocida frase de Minogue sobre el nacionalismo: es un cuento que inicia como la Bella Durmiente y termina como el monstruo del Dr. Frankeinstein. El relato de las catástrofes originadas cada vez que la conjunción alquímica entre nación y socialismo ha sido intentada como eje propositivo de una intervención política en la Historia arranca cuando las ideas universalistas e internacionalistas de socialdemócratas reformistas como Berstein, Bauer y Kautsky, fueron abandonadas como corpus central de la izquierda después de la claudicación de las socialdemocracias europeas al nacionalismo (lo que las llevó a votar los famosos créditos de guerra) y el triunfo de la revolución rusa. Así, el marxismo, que sostenía que la revolución socialista sólo podía ser mundial y tener origen en los países avanzados a partir del pleno desarrollo de las fuerzas capitalistas (es decir: era esencialmente una doctrina internacionalista y antinacionalista, por un lado, y post-capitalista, por el otro) se transformó en el leninismo-stalinismo, una teoría y una praxis política nacionalista y anticapitalista que sostenían que la revolución socialista podía iniciarse en los países atrasados (según la tesis leninista del eslabón más débil de la cadena capitalista) y que el nacionalismo de los países atrasados era esencialmente diferente del nacionalismo de los países avanzados (según las teorías leninistas del imperialismo como etapa superior del capitalismo y la de la autodeterminación de los pueblos). La teoría del socialismo como destrucción del capitalismo y del nacionalismo de los países atrasados como elemento catalizador de la liberación de sus pueblos tuvo inmediatamente su primera gran expresión con el estalinismo. La conjunción entre socialismo y nación desembocó en el “socialismo en un solo país”, el de la “revolución triunfante”, con la consecuencia práctica de someter una revolución inicialmente postulada como liberadora y universalista a los dictados del nacionalismo ruso y los intereses de la Nomenklatura soviética. El resultado era previsible: guerra y genocidio. Y cuando digo “guerra” no aludo al innegable rol liberador que tuvo la participación de la U.R.S.S. en la derrota del nazifascismo sino a la temprana alianza entre Stalin y Hitler que permitió a éste iniciar las hostilidades en 1939 bien protegido por el pacto germano-ruso firmado por Ribentrop y Molotov en Moscú ante la presencia del mismísmo Stalin. No está de más recordar que el acuerdo entre los partidarios rusos del socialismo en un solo país y los nacional-socialistas alemanes establecía una precisa repartija de Europa entre ambos bandos, que precedió en apenas un mes la invasión de Polonia por la blitzkrieg nazi, y que sólo fue roto cuando un Hitler sediento de petróleo y mareado con su propio éxito terminó atacando a la U.R.S.S. en junio de 1941.
Lo que nos lleva directamente al segundo gran episodio trágico del romance entre el socialismo y el nacionalismo en el siglo XX: el nacionalsocialismo. Difícilmente los nombres mienten, y el elegido por Hitler y sus jerarcas para bautizar a su partido (Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, es decir: Partido Nacional-socialista Obrero Alemán o Partido Nacional-socialista Alemán de los Trabajadores) no es la excepción a la regla. De igual manera que el stalinismo, el fascismo primero y el nazismo después constituyeron una suerte de marxismo mal digerido que terminó cambiando, desvirtuando y hasta contraponiendo los principios y valores del marxismo original. En los temas que aquí nos ocupan, socialismo y nación, la lucha de clases concebida por Marx como un conflicto transnacional y universal entre burguesía y proletariado se transformó con Mussolini en la lucha por la hegemonía entre las naciones proletarias y las naciones plutócratas, y la socialización de los medios de producción fue entendida y aplicada en términos de su nacionalización y estatización. Las naciones avanzadas y en especial Inglaterra, a la que Marx reconocía un fundamental rol progresista en la Historia (hasta el punto de que eligió pasar casi toda su vida en Londres, notoria capital del Imperio Británico) fueron execradas. Nació así una nueva derecha, el fascismo, una derecha ya no conservadora sino pseudorevolucionaria, no elitista sino populista, no racionalista sino adepta a las mitologías y las pestes emocionales, no quietista sino movilizadora y movimientista, no libremercadista sino estatista, no defensora de los países más poderosos sino dispuesta a disputarles la hegemonía mundial en una suerte de lucha de clases interpretada en clave nacional. La suma de nacionalismo y socialismo que constituía su programa esencial dio origen al nacional-socialismo. Su resultado fue el habitual: guerra y genocidio.
El Setentismo, etapa superior del Socialismo + Nacionalismo
En “El modernismo reaccionario”, su obra maestra, Jeffrey Herf identificó los valores centrales de la ideología nacional-socialista: desprecio por lo anglosajón; anti-americanismo; anti-capitalismo; antiliberalismo; anti-parlamentarismo; devoción a los procesos revolucionarios capaces de reestablecer la primacía de la política sobre la economía y del estado sobre el mercado; desprecio por el comercio y los partidos políticos; orientación interna; desarrollo industrial sin simultáneo desarrollo de una revolución democrática; reemplazo de las instituciones por líderes carismáticos; exaltación de los intereses nacionales supuestamente altruistas sobre los intereses individuales descalificados por egoístas; adhesión a la nación como una unidad redentora; renovación mística de la identidad nacional; alianza ideológica entre el socialismo y el nacionalismo; desprecio por la civilización burguesa; aceptación y promoción de violencia como medio legítimo de la acción política; militarismo y militantismo; nostalgia de una comunidad genuina de sangre, lenguaje y tradiciones; proyectos de construir un hombre nuevo; entronización de la cultura nacional como paradigma cultural central; reclamos a favor de la unidad espiritual de la nación contra la decadencia promovida por los capitalistas y los extranjeros; opción a favor de la cultura contra la civilización; reivindicación de los “pueblos jóvenes” contra la decadencia de la civilización occidental; sensación de caída inminente de la propia nación y de la necesidad consecuente de una acción revolucionaria dirigida a su salvación; protesta en contra de los parásitos extranjeros; negación de la realidad a través de formas de “realismo mágico” (sic), heroísmo romántico; denuncia de la obsolescencia y falsedad de la cultura universalista; movilización popular; autoritarismo; rechazo por el cosmopolitismo; sentimientos de inferioridad nacional compensados por proyectos delirantes acerca de la misión histórica de la propia nación. Un rosario de calamidades que nos lleva directamente a la versión débil que la alianza entre socialismo y nación ha tenido en nuestro país: el proyecto setentista del socialismo nacional.
Las trazas históricas de este conglomerado ideológicopolítico que incluyó a figuras tan disímiles como Abelardo Ramos y Mario Firmenich son múltiples. Existían, desde luego, variados aportes teóricos y prácticos que los nombres de Hernández Arregui y John William Cooke ponen en evidencia. Pero sin dudas el espaldarazo decisivo que llevó al proyecto político-militar del socialismo nacional provino del triunfo en Cuba de una versión barbada y caribeña del socialismo en un solo país. A través de su figura emblemática y argentina, el Che Guevara, y de su trágica aventura en tierras bolivianas, llegó a nuestro país no sólo el proyecto de una nueva conjunción entre socialismo y nacionalismo sino el método destinado a imponerlo: el foquismo guerrillero. El destino de una Argentina que desconocía y despreciaba los mecanismos institucionales y coincidía en considerar a la democracia como una mera forma quedó entonces atrapado entre dos posibles tragedias: la del triunfo de la guerrilla o la de su derrota por medios sangrientos. Es difícil no ver en esta secuencia la repetición de la deriva histórica que llevó del bolchevismo al nazismo. Sin caer en el revisionismo histórico alemán que ha pretendido ver en ello una razón de causa y consecuencia, ¿cómo no reparar en que el carácter agónico que el nazismo logró imprimirle a su acción política y su capacidad de encolumnar detrás de un proyecto criminal a la mayor parte de la burguesía alemana sólo fueron posibles en el marco establecido por la amenaza bolchevique? ¿De dónde, sino del bolchevismo leninista, tomó el nazismo la idea de que un grupo mesiánico semiclandestino liderado por una personalidad carismática al borde de una crisis de nervios podía, mediante una serie de acciones políticas dirigidas a la toma del poder en un estado nacional y en las que la violencia jugaba un rol central, imponer una nueva dirección a la historia del mundo? Similarmente, sin igualar las culpas bien distintas de terroristas y genocidas, ¿cómo no ver que el carácter agónico que la dictadura argentina logró imprimirle a su acción y su capacidad de encolumnar detrás de un proyecto criminal a la mayor parte de la población sólo fueron posibles en el marco de violencia establecido por los atentados organizados por la guerrilla en el marco de un gobierno constitucional?
Para decirlo en términos de racionalidad aristotélica, Lenin y la guerrilla argentina no fueron causa suficiente de Hitler ni de Videla, repectivamente, pero sí fueron factores necesarios sin los cuales ni Hitler ni Videla hubieran podido hacer lo que finalmente hicieron. No necesariamente la guerrilla montonera-erpiana llevaba a Videla (en efecto, pudo haber sido combatida con las armas de la ley, como en Alemania e Italia, y también hubiera podido detenerse el crimen genocida en la aniquilación operativa de la guerrilla sin necesidad de extenderse hacia los miles de perejiles que fueron sacrificados en las mazmorras de la dictadura), pero era imposible el amplio genocidio videliano sin el clima de época proporcionado por la sistemática irresponsabilidad del foquismo guerrillero, que fue inclusive incapaz de proteger a sus propios compañeros.
En todos los casos, es fácil señalar varias coincidencias significativas entre el socialismo en un solo país ruso-chino-cubano-vietnamita, el nacionalsocialismo italo-germano-japonés y el socialismo nacional latinoamericano, en particular: su común desprecio por la democracia, la república, las instituciones, el parlamento, el liberalismo, el individualismo, la economía, el capitalismo, la Modernidad, el reformismo, el gradualismo, los partidos, los extranjeros, las formas económicas no industriales, la cultura clásica, la tradición occidental iluminista e ilustrada, la civilización burguesa, la política basada en la búsqueda de consensos, el cosmopolitismo, el universalismo y toda forma económica, política o cultural considerada por ellos degenerada o amenazante para la identidad nacional. Más profundo y radicado aún ha sido el desprecio que los stalinistas, los nazifascistas y los partidarios del socialismo nacional han demostrado hacia los tibios e imbéciles que se han atrevido a sostener, durante las épocas de la alianza entre socialismo y nación, que de aquellos principios por ellos aborrecidos y sólo de aquellos principios podía provenir un mundo mejor. En cambio, a pesar de sus enormes diferencias con el nazifascismo, también el proyecto de fundir en un mismo proyecto el socialismo y el nacionalismo concluyó aquí en una guerra y un genocidio, que tuvieron la peculiaridad de no haber tenido a sus protagonistas como impulsores, sino como sus principales víctimas.
El Estatismo, etapa superior del Setentismo
El análisis de los resultados aportados por la alianza entre socialismo y nacionalismo a la Historia es especialmente importante en momentos en que en el país se ensaya nuevamente la entronización reificada del estado nacional. Así como la debacle del alfonsinismo y la caída vertical del prestigio de que gozaban en la Argentina las empresas estatales llevó a la furia privatizadora del menemismo, la catástrofe en que terminó la epopeya neoliberal de los Noventa impulsó el péndulo irracional que caracteriza las concepciones políticas en la Argentina hacia su extremo opuesto: la demonización de la iniciativa privada y del capitalismo de libre mercado. Una nueva oleada estatista, impulsada –paradójicamente- por el mismo partido que había impuesto la agenda neoliberal y por buena parte de los mismos dirigentes que tan buenos negocios económicos y políticos habían hecho durante el ahora vituperado Consenso de Washington, intenta consagrar al estado nacional como campeón indiscutible de la igualdad social y la redistribución de la riqueza, consagrando toda intervención del estado en la economía como un bien en sí misma y repudiando todo principio capitalista – desde la productividad y la eficiencia hasta la asignación de recursos según los mecanismos de mercado- como expresión desenfadada de la rapacidad individualista.
La enumeración de los resultados catastróficos de las alianzas entre el socialismo y el nacionalismo, equivalentes en su inmoderado estatismo, tornan aún menos racional la pretensión setentista de asimilar el estatismo al progresismo y la izquierda, en cuyo caso Hitler, Stalin, Mussolini, Perón, Fidel Castro, Chávez y Kirchner deberían ser considerados jugadores de un mismo equipo. Para decirlo en términos teóricos, en el amplio espectro que va del estatismo reivindicado por todas las formas del “socialismo + nacionalismo” y el estado mínimo neoliberista han estado ausentes en la Argentina las dos grandes fuerzas progresistas de la Modernidad: el liberalismo progresista y la socialdemocracia, reemplazadas aquí tristemente por un pseudoliberalismo al que la única libertad que le importó fue la de hacer buenos negocios (y que jugó sistemáticamente como ala política del partido militar) y un populismo estatista que aún hoy intenta justificar sesenta años de patrimonialismo corrupto y capitalismo de amigos en los cuatro primeros años del gobierno del general Perón, los únicos en los que puede mostrar una redistribución de la riqueza y una ampliación de los derechos sociales que exceda el margen de sus discursos de autoalabanza.
Para comprender el carácter complementario del péndulo neoliberista-neopopulista resulta útil rescatar las categorías del sociólogo alemán Ulrich Beck, para quien la etapa pretérita de la Modernidad nacional-industrial se caracterizaba por la estructura lógica “o esto o aquello”, en tanto la emergente Modernidad mundial se distingue por combinar y amalgamar principios que aparentan ser contradictorios bajo la fórmula lógica de “esto y aquello”. Visto así, la aburrida polémica entre estatistas y privatistas argentinos es el producto inevitable de aplicar la lógica de “o esto o aquello” (o la economía o la política, o el mercado o el estado, o el capitalismo o la democracia), modesta polémica en la cual los noventistas se pronuncian por el primer término y los setentistas por el segundo. Y bien, si algunos de estos bandos tuviera razón, si la innegable tensión entre los términos de cada uno de estos binomios fuera irresoluble, entonces habría países en los que reinaría una economía capitalista de mercado avanzada y poderosa pero en los que no existirían las instituciones republicanas ni la democracia; y por el otro lado existirían (o habrían existido) sociedades profundamente democráticas, con plena vigencia de las libertades individuales y las instituciones democrático-republicanas, en países cuyo régimen económico fuera otro que el capitalista. Basta ver el mapa real del mundo y verificar la historia efectivamente ocurrida para comprender que ha sucedido exactamente lo contrario: todos los países con economías capitalistas avanzadas se rigen por un sistema político democrático, y viceversa, no existen sistemas políticos democráticos sino en sociedades cuyo sistema económico se basa en el mercado y la propiedad privada.
De lo anterior se deduce que las contradicciones entre estado y mercado, política y economía, capitalismo y democracia, evidentes e innegables en el corto plazo, se resuelven favorablemente en el largo plazo, hasta el punto de que cada uno de los términos de los binomios parece ser la condición necesaria de la existencia del otro. “Esto y aquello”, según la idea de Beck, que se manifiesta con potencia en el marco político por la existencia de dos grandes fuerzas progresistas que desde siempre han insistido en este carácter complementario. Hablo del liberalismo progresista y la izquierda democrática, o socialdemocracia, dos aliados históricos que ponen un énfasis sin duda diferente en el rol del estado en los procesos económicos y en su capacidad redistribuidora, que confían más o menos en cada uno de los términos de los binomios estado-mercado / política-economía / democracia-capitalismo, pero que jamás han sostenido que la abolición de unos llevara al florecimiento de los otros, sino todo lo contrario.
En un primer momento, la tensión entre estado y mercado, política y economía, democracia y capitalismo no se resuelve pues simplemente en el eje derecha-izquierda sino como tensión entre dos polos, uno de los cuales ha comprendido las abundantes lecciones brindadas por la Historia sobre la complementariedad de ambos términos, y otro irracional y fundamentalista que en su variante noventista-neoliberista sigue creyendo que achicar el estado es agrandar la nación y que en su variante setentista-populista piensa que destruir al capitalismo es la tarea fundamental de todo régimen verdaderamente democrático. En un segundo momento, sólo cuando el fundamentalismo de mercado y su cara complementaria y asociada, el fundamentalismo de estado, son superados mediante la creación de instituciones republicano-parlamentarias, entonces y sólo entonces, en el ámbito de la Modernidad y del rechazo al populismo y a las mistificaciones, la cuestión se ubica en el eje derecha-izquierda, con un liberalismo progresista que concede la primacía a los mecanismos de la economía, de la sociedad civil y del mercado (pero que no intenta negar el estado, ni la política ni la democracia), y una izquierda socialdemócrata que se pronuncia por la viceversa.
Por el contrario, el intento de definir a la izquierda como estatismo robesperriano lleva directamente a la reedición de los peligros asociados al intento de conjugar el binomio socialismo y nación. Que los intelectuales kirchneristas se reconozcan hoy discípulos del matrimonio civil e ideológico entre Ernesto Laclau y Chantal Mouffe -el uno, reconocido discípulo de Abelardo Ramos, la otra, reivindicadora de la obra del jurista nazi Carl Schmitt- es una confirmación más de las asonancias entre el socialismo en un solo país, el nacionalsocialismo y el socialismo nacional. Hoy, ni el socialismo entendido como estatismo ni el nacionalismo entendido como autarquía paranoica son ya paradigmas válidos para el desarrollo libre e igualitario de una sociedad nacional.
Así como la debacle a la que llevó el menemismo noventista ha dejado al menos el saldo positivo de borrar del mapa político argentino toda forma aplicable de fundamentalismo de mercado, la incapacidad del kirchnerismo de aprovechar la más extraordinaria oportunidad histórica de la que ha gozado la Argentina quizás cancele también al estatismo setentista y el nacionalismo autista del mapa de las opciones políticas argentinas, ojalá que sin necesidad de llegar a una catástrofe como la de 2001. De las fuerzas opositoras al estatismo populista y al neoliberismo elitista dependerá entonces la capacidad de generar una fuerza liberal de centroderecha y otra socialdemócrata de centroizquierda, igualmente republicanas, racionales y ajenas a la corrupción estructural que ha caracterizado igualmente al privatismo menemista y al estatismo kirchnerista, ambos comúnmente pejotistas. Acaso esto permita poner fin al penoso siglo XX argentino y consagre la caducidad del programa nacionalista-industrialista que tantas desgracias ha causado, lo que sólo será posible en la medida de que la República Argentina se transforme finalmente en una verdadera república y su Parlamento, en un verdadero parlamento.
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