|
La herencia – cultura y atraso
por Marcos Cantera Carlomagno
|
|
|
Aviso al lector
Hace más de dos milenios, la filosofía griega defendía un ideal de sociedad que en su vértice tenía a los filósofos, pero también a los guerreros, los sacerdotes y los campesinos propietarios de sus tierras. Venían más abajo los comerciantes y los altos funcionarios. Y más abajo aún estaba la gente considerada de menor calidad. Esa visión tripartita fue heredada por Roma, que ubicaba a los patricios en la cima del prestigio social y condenaba a los plebeyos a la base de la pirámide, con un confuso entramado de comerciantes, artesanos y funcionarios en el medio.
En ese ambiente aristocrático se ensalzaba el ocio. El ocio, aclaro, entendido como actividad contemplativa, como libertad creadora, como fuente inagotable de conocimientos y como único camino posible al pleno desarrollo del potencial humano que se poseía. Ese ocio —ese ejercicio de humanidad— era el “otium cum dignitate” que anhelaba Cicerón, muy a su pesar siempre tan atareado en odiosas tareas prácticas.
José Enrique Rodó subrayó en su obra Ariel estas características, resaltando que el ocio, para los antiguos, era “el más elevado empleo de una existencia verdaderamente racional (…), la libertad del pensamiento emancipado de todo innoble yugo. El ocio noble era la inversión del tiempo que oponían, como expresión de la vida superior, a la actividad económica”. Tenía razón Rodó, pues lo opuesto al ocio era, justamente, su negación: el neg-ocio. Pero el negocio no significaba solamente la actividad económica, como se entiende hoy, sino que implicaba todo el universo del trabajo práctico, del trabajo manual, de las ocupaciones viles. Es decir, el conjunto de las actividades indignas para los hombres libres.
El ocio era un ideal reservado a la elite, el negocio era la cruda necesidad a la cual estaba condenada la enorme mayoría de la población. Esa dicotomía entre actividades dignificantes y actividades denigrantes fue heredada por la iglesia cristiana de los primeros tiempos, que anteponía la actividad mental y espiritual a la física, de la misma manera que anteponía el cuidado del alma al del cuerpo y que loaba la huída del mundo propia de la vida monástica como algo supremo y santificador.
La caída del Imperio romano occidental y el surgimiento de esa larga fase histórica conocida como Edad Media no cambiaron este esquema de ideales y la sociedad feudal se caracterizó por una nueva división en tres estamentos: la nobleza, el clero y el llamado Tercer Estado o Estado llano, es decir el pueblo raso. La nobleza guerreaba, el clero oraba y el resto laboraba. O por lo menos eso se suponía que debían hacer.
La condena cristiana a la usura forma un hilo conducente en la Biblia y ha estado en la agenda de casi todos los concilios religiosos, sirviendo para demonizar las labores comerciales y financieras al sancionar que este tipo de actividades eran impropias de gente digna. “¿Qué diferencia hay”, se preguntaba Gregorio de Nisa a mediados del siglo IV, “entre apropiarse de bienes ajenos mediante el robo de manera secreta o como bandolero mediante el asesinato (…) y apoderarse de lo que no le pertenece a uno mediante la obligación que es inherente a los intereses?”. Por eso, para preservar a los buenos cristianos de tales males, el comercio y el préstamo financiero quedaron durante siglos reservados a los judíos, gente de sangre impura. Pero algo sucedió en algún momento, que cambió radicalmente las cosas. Es decir: formalmente, el discurso siguió siendo el mismo, pero la práctica no. Entre la dura ética cristiana medieval que condenaba la ganancia de intereses y la desenfrenada calesita que pasó a regir los cánones sociales en la España de la Conquista —en la cual hasta los monasterios vivían de la usura— había un abismo. Algo sucedió, pues, que transformó a un pueblo de labradores, de guerreros y de creyentes en una nación de cómodos rentistas y fríos especuladores en bonos e hipotecas.
Con fecha de 28 de noviembre de 1581, un obispo francés de visita en España le transmitió a la reina en París su asombro de que “abunde tanto la vanidad entre las gentes de este país, que pasa hambre con tal de darse aires de nobleza y de poder vestirse y de aparentar como si fuesen nobles”. No es un testimonio aislado, como tendremos oportunidad de ver. Esas gentes veleidosas eran los famosos “labriegos con talante de señores” que pueblan los poemas castellanos de Antonio Machado, antepasados directos de los labriegos de Lope de Vega, de Calderón de la Barca, de Góngora y de tantas otras plumas del Siglo de Oro español.
La manía de aparentar (pues de una manía se trata) no es exclusividad hispana, sino que mancomuna todo el arco mediterráneo del continente europeo. Pero fue en España donde el mal alcanzó niveles excepcionales. En una pequeña ciudad fronteriza con Portugal, a fines del siglo XVI, las familias hidalgas eran más de setecientas. Al parecer, sin embargo, sólo unas trescientas tenían los papeles en orden. El resto caía en la categoría caballero de mohatra, es decir un falso caballero, alguien que se titulaba caballero sin derecho a serlo (mohatra proviene del árabe y significa fraude o engaño). Muchos otros de esos vecinos debían ser hidalgos de gotera, llamados así porque su prestigio estaba limitado al pueblo donde vivían. Y seguramente no faltaban entre esa masa de nobles, verdaderos o fingidos, los hidalgos de bragueta: recios valentones que obtenían su glorioso rango no en las sangrientas batallas campales contra el enemigo sino que en el fervor del lecho conyugal, al producir, con la esposa legal, siete hijos varones sin interrupción de mujeres.
La pertenencia a la nobleza no implicaba, sin embargo, sólo una cuestión de prestigio social. Traía también aparejada, y no era un detalle menor, la exención de cargas fiscales, de castigos físicos, de pérdida de bienes por ejecución y de otros malestares que constituían un triste privilegio de quienes no tenían la suerte de tener “sangre azul” o de vestir ropajes eclesiásticos y estaban, por ello, sujetos a todas las cargas y castigos existentes. No es de extrañar, entonces, que el “vivir noblemente” fuera lo más apetecible para el español de todas las clases; ese español “de capa negra” que incansable y orondo paseaba su orgullo por la Plaza Mayor de su pueblo o su ciudad. A partir del primer viaje de Colón, ese universo de ideas y valores se trasladó a las Indias, en donde —seguramente que favorecido por las abundantes lluvias y el cálido clima tropical— pronto echó profundas raíces e inmenso follaje.
Es un mundo extraño y fascinante el que estamos a punto de comenzar a recorrer. Es un mundo tan extraño y tan fascinante que por momentos nos puede llegar a parecer completamente irreal (o virtual, como decimos hoy). Pero nos equivocamos grandemente: el mundo cuyos senderos nos esperan es el nuestro. Es nuestro mundo cotidiano. Ese mundo en el cual nacemos, vivimos y morimos.
Comentarios en este artículo |
|
» Arriba
|