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No preguntes lo que tu país te puede dar, sino lo que tú puedes darle a él.
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Año V Nro. 395 - Uruguay, 18 de junio del 2010 |
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El domingo 25 de abril pp., cuando llegué al aeropuerto de Carrasco, por la primera vez no vi aquel rostro fornido, de cabello blanco abundante y con ojos castaños gentiles, pero siempre observadores, de mi padre César Guimaraens Bonifacio, que invariablemente iba a esperarme. Uruguayo y sorianense de pura cepa, tocando los 90 años con la punta de sus dedos, constituía uno de sus orgullos ir a buscar al hijo conduciendo su auto y mostrarle de esa manera que continuaba en forma. Al volver al Brasil, su hijo, no menos orgulloso, contaba a sus amigos atónitos que su padre, una vez más, lo había ido a esperar en auto.
El sábado 24 de abril había tenido un fuerte infarto y estaba en la CTI de la Asociación Española, en Montevideo. Del aeropuerto me fui a casa a darle un beso a mi madre Alba Acquistapace, con la cual él acababa de cumplir 57 años de casado, y a abrazar a mi sobrino Juan Andrés, a quien papá siempre consideró como un hijo. Por esas cosas imprevisibles de la vida mi hermana Eleonora, siempre tan unida a él, estaba en el lejano salar de Uyuni, en lo más alto de las montañas de Bolivia, sin comunicación telefónica. Corrí a la Española. Papá ya estaba inconsciente. Había recibido la Unción de los Enfermos. Alcancé a estar una hora con él. Refresqué su frente, sus mejillas y su pecho con agua de Lourdes. Poco después falleció. Esta vez no me fue a buscar, pero tuvo el paternal gesto de esperarme antes de que él mismo emprendiese viaje. Su vida fue la de un cargador y aliviador de dificultades de los más próximos, familiares y amigos. Cuando el ya lejano golpe de Estado de 1933 llevó a su padre Juan Florentino Guimaraens, legislador y miembro del gobierno de Brum, a pasar a la clandestinidad, siendo un chiquilín de 12 años papá comenzó a vender productos porcinos para ayudar a su madre y a sus cinco hermanos. Al mismo tiempo, en sus bolsillos llevaba y traía papelitos con mensajes de integrantes del gobierno depuesto, pues a los guardias no se les ocurría revisar al pequeño vendedor de chorizos. Durante toda su vida continuó cargando y ayudando. Hasta que, faltando pocos días para cumplir los 90, el viejo cargador, sintiendo que estaba llegando la hora de comenzar a ser cargado, tuvo tal vez un gesto interior de inconformidad y las fuerzas lo abandonaron súbitamente. De los recuerdos íntimos de Mercedes, rescato los paseos vespertinos al Hipódromo, yo con unos cuatro años, pedaleando con esfuerzo el triciclo y él colocando su mano en mis espaldas, ayudándome en los repechos; los paseos en bote por el Río Negro; las caminatas por la Rambla y la pesca de mojarritas en la Isla del Puerto. Rescato, con una pincelada, sus cuarenta años de servicio público en la Junta Departamental de Soriano, donde se sacaba su camiseta de Colorado para acoger y asesorar a los representantes de todos los Partidos, con invariable equidistancia e imparcialidad.
Luego de las últimas elecciones nacionales, lo llamé para ver cómo se sentía. Y me respondió: "Estoy tranquilo, releyendo la historia del Partido Colorado". No en vano su querida cuñada María Mercedes "Mecha" Acquistapace, de tiendas gubernamentales, escogió para llevarle como último homenaje y muestra de afecto tres rosas bien coloradas. La regla de que cada hijo considera a su propio padre como el mejor de los padres es tal vez una de las pocas reglas sin excepciones. Puede parecer paradójico. Pero lo que considero tal vez su mejor herencia fue el reconocimiento efectuado, cuando mi hermana y yo éramos adolescentes, de aquello que hizo en su vida y no debía haber hecho, y de aquello que no hizo y debió haber realizado. En sus postreros instantes de lucidez pidió para ser llevado a su tierra natal junto con sus padres, al antiguo panteón de la familia materna Bonifacio, en el cementerio de Dolores, a orillas del Río San Salvador. Es lo que acabamos de hacer con mi hermana Eleonora, cumpliendo su última voluntad. Gonzalo Guimaraens Acquistapace es periodista.
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