Soldados de Salamina
Por Esteban Valenti (*)
"A nosotros, como a las generaciones que nos precedieron, nos ha sido dada una débil fuerza mesiánica, sobre la cual el pasado tiene un derecho".
Walter Benjamin (Segunda Tesis de filosofía de la historia)
Aún la más apasionada crónica de lo diario, de lo cotidiano, termina por aburrir. Necesitamos mirar más lejos. Es cierto, los grandes relatos que abarcaban todo y respondían a las principales interrogantes y pasiones de los seres humanos están en crisis. Pero no debemos resignarnos a una crónica sin historia y sin promesas.
Cuando algún ingenioso pintor nocturno raspó en una pared "basta de realidades queremos promesas", lanzó un mensaje que tiene muchas lecturas y destinatarios. Puede ser una crítica feroz contra esos mensajes electorales que no contienen otra cosa que papilla masticada y dejan poco espacio para el sueño y la imaginación. Peor aún, puede ser una crítica para esas comparsas que luego de los terremotos quieren reparar las grietas con el mismo barro de siempre, como un parche grotesco y grosero. ¿Y el futuro? ¿Y nuestra inteligencia?
La interpretación que más me gusta de ese graffiti es que para construir realidades que tengan futuro, que tengan vida, que eleven la mirada, que nos convoquen y nos hagan exigentes, debemos conocer, indagar en la inteligencia, la imaginación y en el nivel de las promesas. Mirar el mundo con los pies en la tierra no nos obliga a poner la cabeza a la altura de los pies.
Por ello voy a tratar de evadirme de la crónica y hablar de promesas. Promesas y pasado. Aunque parezca contradictorio. ¿Y qué mayor promesa que el arte, que la literatura, que un buen libro? Un libro que leí hace unos meses y me quedó atragantado. No se si este artículo me ayudará a digerirlo. Más que al libro a digerir la realidad.
"Soldados de Salamina" de Javier Cercas es un libro curioso que me atrapó despacio, me arrastró por sus primeros capítulos con desconcierto y muchas veces tuve que mirar a los ojos al miliciano republicano cuya fotografía aparece en la tapa para seguir adelante. Está muy bien escrito, pero sólo al final nos arroba y cambia el estilo, la puntuación y sobre todo las promesas y la memoria.
La historia inicial tiene que ver con el fusilamiento fallido por parte de las tropas republicanas - ya en su retirada final -, del ideólogo intelectual de la Falange Sánchez Mazas en Collel un pequeño pueblo de Cataluña, próximo a la frontera con Francia. Incluso en algunos pasajes parece una justificación de Mazas que impacienta y desconcierta. Pero no es un libro que admita muchos adjetivos y menos solemnidades. La realidad y la ficción, el peso de los personajes - desde los humildes desertores republicanos a las novias del escritor - son tan reales que se transforman en una larga carta de un amigo contándonos anécdotas y vidas compartidas.
Pero es al final, cuando casi nos hemos resignado a la superficialidad de una crónica y de las "realidades", donde el libro nos sacude. Es el reconocimiento a esos "otros caídos por España", que son todos aquellos que murieron por la libertad y contra la barbarie - hoy sepultados en la desmemoria de los vencedores - con los que conversamos en un refugio para ancianos de Dijon. Para que no nos olvidemos de eso medio millón de españoles cruzaron la frontera para sobrevivir a los "nacionales". No para recordar con rencor, sino con justicia. Y no para recordar sólo a aquellos héroes ajenos sino a los nuestros. Todos los días, en este país, se libra un combate implacable contra el olvido y para defender nuestro derecho a las promesas, las que trascienden, las que duelen.
"Durante esos años de hierro, Sánchez Mazas pronunció discursos, diseñó estrategias y programas, redactó ponencias, inventó consignas, aconsejó a su jefe y, sobre todo, a través de F.E., el semanario oficial de la Falange -donde se encargaba de una sección titulada "Consignas y normas de estilo"-, difundió en artículos los anónimos firmados por él mismo o José Antonio (Primo de Rivera) unas ideas y un estilo de vida que con el tiempo y sin que nadie pudiera sospecharlo -y menos que nadie el propio Sánchez Mazas- acabarían convertidos en el estilo de vida y las ideas que, primero adoptadas como revolucionaria ideología de choque ante las urgencias de la guerra y más tarde rebajadas a la categoría de ornamento ideológico por el militar gordezuelo (Franco), afeminado, incompetente, astuto y conservador que las usurpó, acabarían convertidas en la parafernalia cada vez más podrida y huérfana de significado con la que un puñado de patanes luchó durante cuarenta años de pesadumbre por justificar su régimen de mierda". Aunque Sánchez Mazas es sólo un pretexto bien diseñado, una vida sin caricaturas, pero sólo es eso, el pie de una historia.
Cercas el autor, cita varias veces la frase de Oswald Spengler: "a la civilización occidental la salvan siempre, en última instancia, un pelotón de soldados." Y la paradoja es que el soldado que salva su historia es Miralles un miliciano republicano, exiliado, enrolado en la Legión Extranjera bajo las ordenes del General Leclerc, que entró en Paris luego de la liberación de la ocupación nazi y que termina sus días solitario en un asilo de ancianos en Francia.
La amistad entre el autor y Miralles es esa reconstrucción de los héroes anónimos, de los que se han quedado en los asilos de la memoria, sin calles, sin monumentos, lo que no sería tan grave si los lográramos mantener vivos en el recuerdo.
La paradoja que Cercas detecta es que Sánchez Mazas estaba lejos de ser un héroe pero que Miralles sí que lo era.
Y es Miralles que dice: "Desde que terminó la guerra no ha pasado un sólo día sin que piense en ellos. Eran tan jóvenes...Murieron todos. Todos muertos. Muertos, muertos. Todos. Ninguno probó las cosas buenas de la vida, ninguno tuvo una mujer para él solo, ninguno conoció la maravilla de tener un hijo y de que su hijo con tres o cuatro años se metiera en su cama, entre su mujer y él, un domingo por la mañana, en una habitación con mucho sol...- " En algún momento Miralles había empezado a llorar: su cara y su voz no habían cambiado, pero una lagrimas sin consuelo rodaban veloces por la lisura de su cicatriz, más lentas por sus mejillas sucias de barba. A veces, sueño con ellos, y entonces, me siento culpable: les veo a todos, intactos saludándome entre bromas, igual de jóvenes que entonces, porque el tiempo no corre para ellos, igual de jóvenes y preguntándome por qué no estoy con ellos, como si los hubiera traicionado..." El nombre de la tercera y última parte del libro es -Stockton- la ciudad inventada por Huston para su película Fat City, y este nombre será la clave secreta de la historia y de la relación entre un escritor chileno exiliado y el viejo soldado Miralles. Stockton era una ciudad donde acababan los marginados.
Los que no nos resignamos a que la memoria, los personajes y sus tensiones vitales terminen marginadas deberíamos leer y releer este libro. Es una trinchera. No mucho más. La historia termina - como tantas veces - rescatada por un buen artista, que la saca de la crónica gris y la proyecta en nuestras emociones y en nuestra vida.
Mirar con esa sensibilidad nuestro pasado, en estos tiempos rugientes y de escasa memoria, navegar contra las corrientes de un olvido interesado y sin épica, volver a ser aún en el recuerdo soldados de Salamina no es una batalla nueva. Es una constante de la civilización. Y las promesas sólo son serias y posibles cuando toman en cuenta la historia y se aventuran a prometernos y a convocarnos a ser soldados de las nuevas historias. No es un problema de armas es y seguirá siendo sobre todo un combate de ideas.
(*) Periodista, Coordinador de Bitácora. Uruguay.