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El «tigre latino» y el subdesarrollo latinoamericano
por Fernando Pintos
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En la edición del diario «elPeriódico» correspondiente al sábado 10 de mayo de 2008, se publicó un artículo de Carlos Alberto Montaner titulado «El tigre semita». El título y gran parte del texto se refieren a ese increíble éxito de seis décadas al cual se conoce como Estado de Israel. Con sobrada razón, Montaner explica allí que, aunque se viene hablando por dos o tres décadas acerca de «tigres» que protagonizan milagros económicos, se suele guardar un silencio hermético acerca de Israel. Tal parecería —la reflexión es mía— que existe en todas partes un excesivo pudor que impide elogiar a Israel… Pero bien sabemos a qué responde tan pertinaz silencio. En parte, a la cobardía pusilánime de quienes experimentar horror ante la simple posibilidad de molestar a esos fundamentalistas musulmanes de quienes Osama Bin Laden es personaje emblemático. En parte, también, la omisión es hija de la ignorancia, el cretinismo congénito, la estupidez reiterada y la condición ideológica afectada por las taras endémicas del izquierdismo.
Ahora bien, me gustaría transcribir el párrafo inicial del escrito de Montaner, donde se dice: «…Primero se habló de los “tigres asiáticos”: Taiwán, Singapur, Corea del Sur y Hong-Kong. Países que en el curso de una generación saltaron de la miseria al desarrollo. Les siguieron Nueva Zelanda (el tigre anglo), Irlanda (el tigre celta), e incluso Chile, al que comienzan a llamar el “tigre latino”. Lo curioso es que entre estas historias de éxito nadie cita la más impresionante de todas: Israel ». ¿Lo leyeron bien? Pues lo que pretendo enfocar aquí no es la gigantesca historia de éxito y heroísmo protagonizada por Israel, sino otra mucho más cercana a las fronteras de Uruguay: la de Chile.
La historia de Chile y su insólito ejemplo socio-económico no parecen muy propios de América Latina. En un subcontinente donde lo usual, lo común y lo corriente oscila entre los extremos del fracaso, la aberración (en términos sociales y económicos), el desorden, la corruptela, el despilfarro, los nepotismos, el abuso, la demagogia, la malversación y, por sobre todas las cosas, «Su Majestad» el populismo izquierdista, esta realidad chilena parecería algo tan exótico e inapropiado como encontrarse con un oso polar vagando en pleno desierto del Sahara. Donde todos los demás trashumantes latinoamericanos prosiguen andando a los tumbos, renqueando con patética reiteración, imitando las carreritas laterales del cangrejo o arrastrándose con enfermiza parsimonia, el corredor plusmarquista chileno demuestra no sólo una velocidad envidiable, sino además un rumbo claramente definido. Es por ello que los productos chilenos se venden por todo el mundo sin restricciones, y que si a Chile le ofrecen la oportunidad de un Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos la toma sin vacilaciones ni estúpidas objeciones bizantinas. Ciertamente, los chilenos mantienen un rumbo fijo, sea cual fuere el signo ideológico del Gobierno en turno, y ello está por convertirlos en uno de los países desarrollados del mundo, muy por encima de sus vecinos latinoamericanos, incluidos los tres gigantes en territorio y población: Brasil, México y Argentina. Hay que felicitar a los chilenos por su éxito y prosperidad… Pero, haré una pregunta retórica: ¿cómo es posible que, teniendo ese ejemplo tan flagrante y cercano, los otros países latinoamericanos se nieguen a seguirlo con tamaña persistencia?
Se niegan, como resulta evidente con solo echar una mirada sobre este confuso carnaval de paisitos —difícilmente merecerían ser llamados «países»—, gracias a esa sobrecarga de retraso mental, intelectual y espiritual que, a estas alturas, cuando se están acercando a los dos siglos de vida independiente con botas de siete leguas, resulta imposible de negar. El subdesarrollo está en la mente, y en la mayor parte de los países latinoamericanos los subnormales parecen encontrarse en mayoría. Véase, si no se me quiere creer, el panorama ideológico de la región, en la actualidad casi acaparado por una izquierda tan penosamente retrógrada que, en cuanto a procesos mentales, no parece haber avanzado siquiera pocos meses más allá de la Revolución Rusa. Pero, por supuesto: ¡es mucho más fácil creer en las fantasías delirantes de tipos que idolatran a Fidel Castro! ¡Con lo atractivas que suelen ser las patrañas e idioteces más desorbitadas! Por el contrario, los planteos serios, decentes, realistas, razonables y enfocados hacia un verdadero desarrollo, parecerían carecer del tropical encanto de las megafalacias populistas… A los latinoamericanos les fascina soñar con el Primer Mundo, e incluso adoran protagonizar la limitada farsa de que viven como los ciudadanos de los países desarrollados. Pero en absoluto les gustaría pasar por el camino que es imprescindible para alcanzar tales reales objetivos, el cual no es otro que adaptar de alguna manera esas recetas que han dado tanto éxito entre los «tigres», ya sean asiáticos, anglos, celtas o latinos. Y no les gusta porque, para acceder a ello, se debería manejar los respectivos países con seriedad, con sentido común, con reglas claras, sin corruptelas y con una gran creatividad para adaptarse a las circunstancias variantes del mercado mundial. En todo caso, a los latinoamericanos siempre les sonarán mucho más atractivas las cretinadas de un Evo Morales, las patrañas de un Hugo Chávez o los delirios sicóticos de un Fidel Castro, que los planteos coherentes y racionales de un Bill Gates. No sé si será la de Malinche, la de Atahualpa, la de Moctezuma o la de Yandinoca… Pero, de que es una maldición, no me cabe la más mínima duda.
En los años 70, a los chilenos tampoco parecían gustarles mayormente los planteamientos liberales que podían conducir, en un futuro no muy lejano, su economía y su nivel de vida hasta donde los conocemos hoy día. En aquellos tiempos, Chile estaba emergiendo de la locura desenfrenada en que había sido sumergido por el desgobierno del «socialista» Salvador Allende. En la práctica, la economía del país trasandino estaba prácticamente en quiebra. Sin embargo, gracias a la inteligencia y agallas del General Augusto Pinochet, Chile puso con rapidez los cimientos para una economía agresiva de prosperidad y desarrollo. Y que no venga, ahora, algún boca abierta de esos que tanto abundan, a cacarear las falacias de costumbre: que «dictador», que «genocida», que «tirano sanguinario», que «blá-blá-blá», porque aquí no hay cacareo que valga. Si la economía de Chile despegó con rumbo al Primer Mundo, y si en la actualidad ese país disfruta de una bonanza y un prestigio que son ajenos al resto de América Latina, ello se debe, exclusivamente, al General Augusto Pinochet, de la misma manera que esa prosperidad que disfrutan hoy los españoles —quienes en 1939, al final de la Guerra Civil, estaban en trapos de cucaracha peo ahora son potencia económica del mundo— se debió a la mano firme de Francisco Franco.
¿Dictador? ¿Tirano? ¡Vaya! Si mal no recuerdo, en 1988, Augusto Pinochet sometió su permanencia en el poder a una consulta popular, y cuando la votación se inclinó por el «No», hizo sus maletos, celebró elecciones en un año, entregó el poder en 1990 y se transformó en un ciudadano más. Estuvo en el poder durante 17 años, había recibido un país arruinado y lo entregó como el más próspero y pujante de toda la región… ¡Casi nada! En consecuencia, ahora pregunto: ¿será ése, por casualidad, el comportamiento de un dictador, de un tirano? No me lo parece en absoluto. El que sí lo es (tirano, delincuente, dictadorzuelo tropicoide, megalómano de tiempo completo) es el tan venerado como bienamado Fidel Castro. Ése sí, tomó a Cuba como una potencia económica y la llevó a pelear los últimos lugares del continente con Haití. Ése sí, se aferró al poder con veinte uñas y toda la dentadura, durante casi medio siglo, y ha seguido en las mismas incluso hasta después de muerto, como a cualquiera que tenga dos dedos de frente le resultará claro. Ése sí, se colgó del poder absoluto pretextando, entre otras cosas, que lo hacía porque Cuba era un prostíbulo para los americanos (de USA), pero en pocas décadas transformó su país en un prostíbulo para el mundo entero. Pero, ¡cuidadito que nadie lo critique! (a ése)… Y, por el contrario, a Pinochet habrá que cubrirlo de insultos e infamias, y cuando tal no se hace, es obligado guardar un tan conveniente como hipócrita silencio acerca de todo lo bueno y perdurable que hizo para Chile.
Lo que acabo de describir, es decir, el culto demencial por un Fidel Castro confrontado con el odio vesánico contra un Augusto Pinochet, sirve para retratar, de cuerpo entero, el subdesarrollo mental, intelectual y moral que sigue teniendo a Latinoamérica sumergida, hasta las sienes, en el fango pestífero del subdesarrollo. Sencillamente: se tiene aquello que se merece.
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