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Año V Nro. 342 - Uruguay, 12 de junio del 2009   
 
 
 
 
historia paralela
 

Visión Marítima

 

Los hombres grises (bolche tupa)
Comunistas y Tupamaros en Uruguay
Capítulo IV
por Prof. Antonio Romero Piriz (Perfil)

 
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Memorias de un joven comunista uruguayo integrante de la “Orquesta Roja”, clandestino, preso y exiliado durante la dictadura cívico-militar de 1973 a 1985. La militancia clandestina, la tortura, los cuarteles, el penal de Libertad, el exilio en Suecia, el accionar de las fuerzas de choque. ¿Qué sabe Ud. Sobre la Orquesta Roja y el aparato arpado del Partido Comunista Uruguayo?

Introducción - La Orqueta Roja
- De 1951 a 1967
Capítulo 1 - Años 1967 Y 1968
- El 69
Capítulo 2 - Magisterio y la UJC
- El Frente Amplio
Capítulo 3 - El Movimiento de Independientes 26 de Marzo
- Las elecciones de 1971
Capítulo 4 - Guerra y prisión en el 72
Capítulo 5 - La detención
- El 6º de Caballería
Capítulo 6 - La caballeriza de los encapuchados
- La barraca del Sexto
Capítulo 7 - Punta Rieles
- Libertad: El 5º piso
Capítulo 8 - Libertad: Las barracas
Capítulo 9 - Comunista Clandestino
Capítulo 10 - El exilio: Brasil
Capítulo 11 - El exilio: Moheda
Capítulo 12 - El exilio: Estocolmo
- Epílogo

La detención

         Cuando salí de mi dormitorio había una hilera de soldados con fusiles en la mano a lo largo del patio y en la escalera que va hacia el altillo. Mi madre estaba frente a ellos y llorando decía: “Mi hijo, lo van a martirizar”. Los soldados se veían incómodos ante esta afirmación reiterada una y otra vez. Mi padre estaba detrás de ella, y mi esposa detrás de mí, pálida como una sábana. Pedí para ir al baño. Un soldado me acompañó y observó atentamente el inodoro mientras orinaba. Seguramente para que no destruyera documentación. Mi padre me dio su sobretodo marrón (hacía mucho frio). Salí al corredor, y a lo largo de él hasta la calle había más soldados. En la puerta estaban dos camionetas y un camión. Meses más tarde sabría que uno de los “soldados” con capote y casco que estaban en la camioneta era Jorge Seines, que había sido llevado para que señalara mi casa, vestido así por una posible emboscada tupamara. Entré a la otra camioneta y me pusieron una capucha que no me abandonaría en los meses siguientes. Entonces no lo sabía, pero el presentimiento de un destino incierto y peligroso hizo que mis rodillas empezaran a temblar sin poder controlarlas. Mis custodios rieron al verlo.

         La camioneta anduvo lo que me pareció un trayecto larguísimo. Horas y horas. Al fin entró en un lugar en el que se sentían voces de mando y pisadas de botas. Me hicieron bajar y empecé un largo trayecto en el que me hacían doblar a izquierda y derecha y agacharme, obviamente para desorientarme. Entré a una habitación en la que sentí que había otras personas paradas al lado mío. Me hicieron quedar ahí un rato, y detrás nuestro algún militar jugaba incesantemente con el cerrojo de su arma, lo cual obviamente nos ponía nerviosos. Les preguntaron a dos o tres que estaban junto a mí sus nombres y uno era mi compañero Carlos Percovich. De nuevo me sacaron y me llevaron de aquí para allá, hasta que entré a un lugar en el que había gente, y una voz ronca me dijo: “Hola, Ismael”.

El 6º. de Caballería

         Luego de ese saludo me di cuenta de que sabían mi “nombre de guerra”. Sólo acerté a responder: “me llamo Antonio Romero y soy del Frente Amplio” a lo que la voz grave contestó: “mirá si te vamos a traer por pegar carteles”. y prosiguió: “vos estabas con Carlos Percovich, Julio Sande, Ana Travieso y Jorge Seines en un CAT”.

         Me detalló los seudónimos de todos ellos, detalló todas nuestras actividades tupas y agregó: “tenés dos alternativas: aceptás todo o te cagamos a palos.” Observé que no sabían que habíamos puesto banderas del MLN en diversos lugares ni de nuestra vigilancia al diputado Carrere Sapriza para emplumarlo, amén de algunos atentados, por lo que pensé que si sabían lo que me había dicho era inútil negarlo, y lo acepté. Se permitió burlarse: “Viste, gil, les estamos ganando.”

         No sabía que para mí era una victoria que no supieran quien me había ayudado en la vigilancia de vehículos militares, quien me había dado asilo en su casa cuando estaba clandestino, ni varias de las cosas más gruesas que habíamos hecho. En sucesivos interrogatorios no me sacarían una palabra más de lo que me habían dicho, pese a plantones y la amenaza (no concretada) de meterme en el “tacho”, el “submarino”. Luego de ese primer encuentro con los interrogadores, me llevaron a otra parte. Volví a hacer un recorrido con innumerables curvas y agachadas. Pregunté a mi custodio qué pena tendría por eso y me dijo 6 años. ¡Seis años! El resto del camino y luego de que me dejaran en algún lugar acostado en el piso, la cifra, de una enormidad inconcebible siguió rondando en mi cabeza. ¡6 años separado de mi esposa, de mis padres, de la vida a la que estaba acostumbrado! De pronto alguien levantó mi capucha, y mostrándome la cédula de Carlos Percovich me preguntó si era “Federico”. Los “seis años” y la duda de que Carlos no estuviera aceptando se sumaron y grité: “No lo conozco y lo que declaré fue bajo amenaza de tortura”.

         Me llevaron en un vuelo a un lugar escaleras arriba. Entré a una habitación y dos hombres comenzaron a golpearme y a putearme. Les grité: “cobardes, le pegan a un hombre encapuchado.” De pronto me sacaron la capucha y vi frente a mi dos oficiales uniformados, uno rubio y otro morocho, ambos con bigote y con caras de enojados. El rubio y más gordo me dijo: “¿sabés quien soy yo? El hijo del coronel Alvarez. Si querés pelear, peleá”. ¡El hijo del coronel Alvarez! Su padre había sido asesinado por la espalda por un comando tupamaro cuando salía del garage de su casa.

         Comprendí que estaba con alguien que no tendría piedad alguna ante un tupamaro. Dije que no quería pelear sino volver a mi hogar. Los golpes siguieron un buen rato y cuando resolvieron llevarme al submarino (el tacho de agua en el que se semi-ahogaba a los prisioneros) acepté confesar nuevamente. Esta vez me lo hicieron poner por escrito. Cuando entregué el papel al oficial morocho éste me preguntó: “¿por qué te metiste en esto?”.”Porque quiero justicia”, le repliqué. Reflexionó un momento y me dijo: “Nosotros también, pero no queremos un ejército paralelo.” Lo que no sabrían hasta el día de hoy es que además yo era un comunista con la tarea de infiltrarme en la guerrilla guevarista.

En la próxima edición:
- Punta Rieles
- Libertad: El 5º piso

 

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© Prof. Antonio Romero Piriz

 
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