DEJANDO GRANADA
‘Llora como una mujer lo que no supiste defender como un hombre’
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por Graciela Vera
Periodista independiente
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Estamos sobre finales del mes de enero del año 2004 y en una tarde de domingo dejo Granada rumbo a Motril.
Aún tengo los sentidos empapados de historia y los ojos embelesados de tanto zocos y callejas empedradas y angostas y de las tan irregulares del barrio moro del Albaycín, y de tantos edificios donde los siglos han incrustado silencios que se gritan revelando episodios, atrapando leyendas y disfrutando realidades.
Es la hora en que el día no quiere aún dar paso a la noche. Es la hora de los bermejos y las formas que se mimetizan cuando estamos cruzando por el Puerto del Suspiro del Moro; más allá de sus 865 metros sobre el nivel del mar, el lugar ofrece todo el esplendor que amerita el final de este día.
Paisajística e históricamente me atrapa.
Quizás El Veleta con su traje blanco de invierno y su forma tan característica que impacta y subyuga, envíe una invisible atracción que rebasando los pueblos que se desparraman por las laderas de la Sierra Nevada se incruste precisamente en ese punto, en esa altura desde la cual el paisaje se hace impresionante, tal vez sea ese magnetismo lo que retrae el pensamiento a otro mes de enero.
Un mes de enero ya lejano, cuando no había autovías, ni edificios, ni automóviles, ni una ciudad de más de trescientos mil habitantes visitada por miles de turistas del mundo entero, pero que no por ello resultaba más tranquilo.
Corría el año 1492 y hacía pocos días que Boabdil ‘El Chico’ capitulaba ante los Reyes Católicos Isabel y Fernando.
Hijo mayor de Muley Hacén y de la princesa Fátima había sido proclamado rey de los granadinos diez años antes cuando su madre, celosa de los favores que Muley prodigaba a la nueva favorita, la cautiva cristiana Isabel de Solís, le instó a sublevarse contra su propio padre.
Boabdil y su corte dejaban Granada en aquel invierno de hace quinientos doce años y dicen los romanceros que al llegar a aquella altura, el desdichado monarca volvió su cabeza para ver por última vez la ciudad que había perdido sin poder contener sus lágrimas y cantan los romances que su madre, la princesa Fátima le recriminó así:
‘Llora como una mujer lo que no supiste defender como un hombre’.
¿Y quién no lloraría si tuviera que abandonar por siempre Granada?
A mi no me importa hacerlo porque ya planifico mi próxima visita. ¿Cuántas serán necesarias para saturar mis sentidos?; ¿Cuántos inviernos con el marco de la nieve en los picos más altos de la Sierra?; ¿Cuántos veranos con perfumes a azahares?
LAS PÁGINAS EN BLANCO
Lo cierto es que cada visita a Granada va dejando una página a medio escribir y en ellas van quedando un fraile franciscano que nació en el pueblo malagueño de Alpandeire en el año 1864 y que por bueno quieren hacer santo y es venerado por milagroso.
Y queda el asombro de los zocos y de los edificios que acumulan tanta historia como la misma América y queda la Alhambra de la que surgen tantas leyendas como verdades se ocultan entre sus muros.
Cuando visité este palacio por primera vez me sentí impulsada a trasmitir lo que acababa de captar con mis ojos y es posible que hacerlo no me hubiera resultado difícil, pero sí frustrante.
Hablar de la Alhambra ajustando la verdad a uno solo de los sentidos es arrogarse el derecho de frustrar y frustrarse; como resulta inhacedero pasar por la Alhambra sin despertar además de la vista, el olfato, el oído, el tacto e incluso el gusto, sin excluir aquellos otros sentidos que tienen que ver más con los sueños que con lo substancial.
Aún no me he atrevido a interpretar los rumores de las fuentes, ni los aromas de los jardines, ni ese sentimiento que embarga el oído y llega al corazón cuando cerrando los ojos se oyen pasos de pies calzados con zapatillas de terciopelo y levedad de espectros.
Pero las hojas a medio escribir son un permanente desafío que sólo vencemos si las rompemos en trozos tan pequeños, que no haya espacio para una palabra o las enchastramos de letras e ideas.
Hasta ahora el murmullo del agua en la insonoridad de los ambientes vacíos de ese palacio de paredes que parecen esculpidas en encaje, se ha transformado en un torrente que impide distinguir la asonancia necesaria para fotografiar en palabras una cultura que durante diez siglos creció, floreció, vivió y por último fue derrotada, pero que ha dejado profundas huellas en los reinos de entonces y en la moderna España de hoy.
UNA JOYA COMO MAUSOLEO
La Gran Vía pierde el ajetreo de la semana cuando en domingo los granadinos dejan la ciudad, casi casi en manos de los turistas.
Arremolinándose alrededor de los guías turísticos, en forma individual o en parejas que estudian planos de calles y portan diccionarios que intentan traducir su idioma a una lengua española tan rica, que difícilmente llegamos los propios hispanoparlantes a resaber, hoy se distinguen más de los nativos y de quienes nos consideramos ‘turistas locales’.
Sin saber que voy a encontrarme con una parte de la historia del viejo mundo unida a la de un mundo nuevo, espero a mi marido que compra las entradas para visitar la Capilla Real.
La Capilla Real forma, junto con la Catedral, el Sagrario y la Lonja, el grupo de cuatro edificios que se levantan en el terreno que ocupara hace tantísimos siglos la Mezquita Mayor del reino nazarí.
Fue la última iglesia gótica que se edificó en España. Por encargo de los Reyes Católicos se construyó entre 1505 y 1521 para su propio mausoleo.
Frente al retablo el escultor toscano Domico Fancelli inmortalizó en mármol blanco de Macael (Almería) las tumbas de cuatro reyes: Isabel y Fernando (los ‘Reyes Católicos’), Juana (conocida como ‘la Loca’) y Felipe (de sobrenombre ‘el Hermoso’).
Los primeros, gestores de la obra, fallecieron antes de su conclusión por lo que sus cadáveres fueron traslados al término de la misma, desde el Monasterio de San Francisco en la Alhambra y reposan junto al de su desdichada hija y su yerno. La idea inicial fue que en la Capilla Real se enterraran todos los reyes sucesivos, lo cual quedó sin efecto cuando se comenzó a utilizar para ello, el monasterio de El Escorial.
La belleza arquitectónica nos detiene antes de entrar. El mismo entorno resulta fascinante… un mahometano que ofrece escribir tu nombre en árabe, dos músicos que tocan una melodía extranjera, un grupo de gitanas que ofrecen una ramita de romero para la buena suerte, alguna vez un mimo preparándose para convertirse en una estatua viviente, una tienda de cuya puerta cuelgan vestidos flamencos con lunares verdes, lunares rojos, lunares amarillos… y en cuyo interior se venden castañuelas, porcelanas, llaveros, postales y todo lo que al turista se le ocurra como recuerdo de su paso por ese barrio de la Alcaicería.
Los techos. Nunca olviden mirar los techos de estos edificios centenarios. ¿Dónde brilla más la joya? ¿En ese cielo de mampostería, en las rejas que hablan contando su verdad, en el dorado del altar principal, en el trabajado púlpito o en el frío del mármol?
Una escalera nos desciende hasta la cripta. Está situada debajo de las figuras inmóviles de dos generaciones de reyes. Los féretros de negro zinc sellado, yacentes con su forma de prismas pentagonales guardan los restos de los cuatro monarcas y algunos de sus infantes, y allí el recogimiento se hace patente en una corona sin brillo y las voces de los visitantes casi susurrantes.
MUNDO VIEJO QUE SE INMORTALIZA EN NUEVO MUNDO
Cruzamos una puerta creyendo que vamos a ver un museo más y nos encontramos ante parte de la historia misma de nuestra raza.
Pertenencias de Isabel, de la reina que vendió sus joyas para que Cristóbal Colón tuviera sus naves para emprender un viaje a lo desconocido.
Objetos personales de culto. Cálices y cruces en oro, el tríptico oratorio en marfil policromado, el rosario personal de la soberana, los pendones reales con sus colores aún nítidos, el arte religioso de los pintores de su época… cartas, vestimentas.
No hay duda de que estamos en un museo. Pero este museo tiene corazón propio. Un corazón que palpita en dos objetos que atraen mi atención.
Quizás porque nací en América.
Quizás porque aún tengo mucho que aprender sobre los hechos que se escribieron como ciertos y más que descubrir sobre los que se callaron como historia.
Quizás porque en este mes de enero del 2004 el hombre, unificado como comunidad científica, ha podido observar que en el cuarto planeta del sistema solar hay agua en estado sólido.
Quizás simplemente porque el eje de mi mundo se ha ensanchado para dejar hablar a los historiadores de allá y a los de acá y he aprendido a respetar las verdades de acá y las de allá.
O quizás tan sólo porque esos objetos son especiales, me detengo ante la corona de oro de Isabel, su cetro y la espada de Fernando y me identifico con una reina que cree en un marinero que dice que hacia occidente se llegará a las Indias.
Isabel no ambicionaba a América pero América estaba allí, hacia el oeste. A mi cada día me parece que está más cerca de Europa. Puede ser que sea una impresión propia del siglo en que vivimos o, porque en el diario de ayer se publicaron las fotos tomadas en un planeta Marte, que se encuentra setenta y ocho millones trescientos cuarenta mil kilómetros más alejado del sol, que ésta Tierra que habitamos, que es su cercana vecina.
El cetro, la corona y la espada… la espada, el cetro y la corona… la corona, el cetro y la espada… y a pocos metros del lugar un espejo de tocador de la reina formando parte de la Custodia.
Pero ni esa corona, ni ese cetro, ni esa espada que tanto poder tuvieron, me impresionaron tanto como el cofre, propiedad de la soberana de Castilla y Aragón en cuyo nombre tomó don Cristóbal posesión de las tierras del nuevo mundo.
Observo la pieza tallada en oro y creo verla a ella con sus manos delgadas levantando la tapa, cogiendo en sus manos las joyas de la Corona y entregándoselas al sueño de un marinero.
¿Cuántas veces los libros de historia me contaron esto mismo?
¿Se dan cuenta porqué pienso que la verdad dicha a través de lo que capta un solo sentido puede ser frustrante? Los libros de historia nunca me mostraron a la mujer hermosa que esculpieron los artistas de su época, ni a un rey joven con cara, casi de adolescente.
Están allí, en actitud orante, tan vivos como muertos se encuentran sobre la losa de mármol que hay en la capilla.
Y porque en esta otra habitación los recrearon vivos, yo puedo dejar libres mis otros sentidos y llamar a los duendes de la imaginación que me traen una reina que se coloca su corona, deja su cetro junto al cofre donde guarda sus joyas y con un guiño me dice: ‘Esto es mi primer tributo por tu tierra americana’.
Almería (el sur del norte) 26 de enero 2004