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Año V Nro. 345 - Uruguay, 03 de julio del 2009
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Libertad: Las barracas En cada barraca convivíamos unos 40 o 50 presos en cuchetas dobles. En invierno teníamos una quematutti que debíamos alimentar toda la noche y nos turnábamos para ello. Había más espacio para moverse que en las celdas, obviamente. Me gustaba caminar por el pasillo y dada mi velocidad algunos me decían “bip bip correcaminos”. Hacía mucho ejercicio, a veces en compañía del “negro” Delbono, un miembro de FARO (Fuerzas Armadas Revolucionarias Orientales brazo armado del MRO), muy propenso a la discusión ideológica. Defendía las tesis del trotskista argentino Abelardo Ramos. Otro FARO era el “viejo” Víctor Hugo, que tenía algo que me interesaba mucho: proclamaba a quien deseara oírlo que era comunista y partidario de la URSS. También conocí a los hermanos Harari Dubinsky. A uno ya lo conocía de la Facultad de Derecho. También a Edmundo Canalda, que como los Harari terminó siendo directivo de una gran editorial. Otro era el “gordo” Quartino, economista fallecido luego de ser diputado tupamaro. El encargado de la biblioteca, “Castrito” distribuía literatura marxista con las tapas cambiadas. Se formaban grupos de estudio de marxismo y leninismo por todos lados. Los comunistas llevábamos la voz cantante en ellos. Se hizo un festival, y en presencia de los oficiales se interpretaban canciones de los chilenos Quilapayún. En una de ellas (“la muralla”) al llegar a la parte que decía “el sable del coronel” era cambiada por “el sable de quien-yo-sé”. Todos aplaudíamos interiormente esta burla a la ignorancia de la oficialidad militar que no conocía las canciones revolucionarias. Su formación como cuadros contrarrevolucionarios consistía en un pequeño barniz de conocimientos de marxismo y de guerra revolucionaria, pero no conocían a fondo el pensamiento y el estado de alma de quienes creían en la revolución socialista. Un día apareció el subdirector de la cárcel preguntándole a quien se le cruzara si era maoísta o pro-soviético. Por supuesto que nadie le contestó. Otro día un oficialito me encontró solo (los demás estaban en el recreo) y me preguntó qué estaba leyendo. Se trataba de Neruda y una serie de poemas elogiando a Stalin, de profundo contenido comunista y pro-soviético. Le dije que era poesía y no averiguó más. Luego me preguntó qué delito había cometido. Estuve tentado de decirle que ninguno porque era un preso político, pero me aguanté, porque sin testigos sólo serviría para que me sancionaran, y le contesté con los cargos que me habían dado: Atentado contra la Constitución en el grado de conspiración, asistencia a la asociación subversiva y Ataque a la Fuerza Moral del Ejército y la Marina (no sé por qué se olvidaron de la Fuerza Aérea). Una mañana, luego de la hora de levantarse, estaba recostado en la cama leyendo. Entró un oficial y nos dijo que saliéramos a mí y otro compañero que también estaba recostado. Se trataba de un paisano buenote llamado Barreto que había sido detenido no sé cómo (el que mató una tarántula en la quinta y le dijo “cagaste batracio” para demostrar que estaba estudiando zoología). Nos llevaron a una carpa y un “viejo” (oficial superior) lo rezongó severamente (una “meada” en la jerga miliquera) y luego a mí. Barreto estaba muy asustado. Yo escuché inmutable. Resolvió enviarnos sancionados a la “isla” de castigo. Era un celdario de condiciones tétricas. Allí marchamos. Cuando salimos de la barraca con los colchones al hombro fue emocionante. Los demás compañeros a cada lado del pasillo batían palmas y gritaban dándonos ánimo. En la “isla” quedé tapiado. La celda era sin ventanas, muy oscuro, y mi único contacto con seres humanos era cuando dejaban la comida detrás de una doble reja. El agua salía un par de veces al día de un cañito y había que estar alerta para aprovecharla. Por suerte estuve sólo un par de días y luego me pasaron al segundo piso. Allí estaban los “pesados” del MLN, que al enterarse de que era primo de Gonzalo y Fernando Romero Bassanta se desvivieron por ayudarme. Me trajeron cosas de comer y un libro de Huberman y Sweezy, marxistas norteamericanos, sobre el imperialismo. Desfilaban por mi ventanilla a saludarme todos los que estaban condenados a decenas de años por matar policías y militares, secuestrar políticos y embajadores, y poner bombas diversas. Para mí eran compañeros guerrilleros, como yo construyendo el ejército popular para la liberación del Uruguay. De vuelta en la barraca, la mañana del golpe de estado, 27 de junio de 1973 nos despertaron marchas militares. Uno de los milicos de guardia había puesto su radio a todo volumen para que oyéramos los comunicados que informaban de la disolución del parlamento. Comprendimos que ahora sí estábamos desamparados, sin ningún respaldo jurídico, si es que alguna vez lo habíamos tenido, y que nuestros conciudadanos ahora empezaban a vivir el mismo sistema antidemocrático que nosotros estábamos padeciendo hacía años. Conseguimos “El Diario” a cambio de una cebadura de yerba, y nos enteramos de que la CNT estaba haciendo una huelga general. Nos mordíamos por estar en la calle junto a nuestro pueblo en lucha, y yo junto a mi partido dirigiendo la resistencia antifascista. Esa noche hubo guitarreadas con canciones revolucionarias más o menos disimuladas. Se destacaba por su producción de letras tupamaras el “Tito” Pereira. Años después sería “seispuntista”. En una de las barracas conocí a Pedro Dubra (según he oído hoy fallecido) de cuerpo atlético y que hacía “lagartijas” con un pucho en la boca. Un día entró un oficial de inteligencia, vio a Dubra leyendo “El día del chacal” y le preguntó si estaba aprendiendo a hacer atentados. En las navidades preparaban un licor casero que llamaban “escabio” que ante la guardia se hacía pasar por té. Las visitas eran cada dos semanas, por teléfono y con un vidrio en el medio. En la fila me tocaba estar detrás de Rodrigo Arocena, el actual rector de la Universidad. A veces había maniobras y los soldados corrían alrededor de las barracas y se oían disparos y tableteo de ametralladoras. Nos hacían tirar al piso, y alguien comentaba sarcásticamente: “ahí viene Bidegain con los perros cimarrones”, haciendo referencia a un dirigente tupamaro que no había sido capturado. Todo lo que salía del penal, incluso las bolsas de basura era perforado con largos pinchos por si había alguien adentro. Una tarde me dijeron que iba al juzgado. Antes de salir nos hicieron desnudar y nos abrieron las nalgas para ver si teníamos escondido algo en el ano como Papillón. Este tipo de revisación se sentía como particularmente humillante. Iba con nosotros un coronel tupamaro que por la cara de miedo que tenía se notaba que le habían hecho de todo. Ya en el juzgado había parados varios civiles custodiados por “tiras” (agentes de inteligencia policial). Nos pusimos a entonar canciones de la Guerra Civil Española (republicanas y comunistas) para darles ánimo. Con nosotros iban los hermanos Mármol. Me comunicaron que se había decretado mi libertad y la de Julio Sande (¿los que mejor habíamos declarado del grupo?). Pero fui conducido de nuevo a la cárcel. Fue peor que me lo dijeran, porque la mente empezó a llenarse de fantasías de reencuentro con mi esposa, mis padres, mi partido ahora en la clandestinidad, con las calles y lugares casi olvidados. Empezó una angustiosa espera. Una tarde nos sacaron a cortar árboles a un monte cercano. Ya antes habíamos ido a palear arena a camiones. Aceptábamos estos trabajos, lo mismo que la quinta, porque era una forma de salir y hacer ejercicio. Nos custodiaba la Guardia Metropolitana, mirándonos con odio. Me tocó serruchar un árbol con otro “liberado” que tenía los nervios destrozados. Demostraba un temor tremendo a los milicos. De pronto un oficial de la Metro con una metralleta en sus manos se acercó a nosotros a preguntarnos de qué estábamos hablando. Le dijimos que era sobre nuestra pronta libertad. Se rió y dijo que seguramente nos íbamos a ir a Alemania a entrenarnos para la guerrilla como otros, y que éramos unos vagos para trabajar. Que si nos agarraba Fidel nos iba a tirar al Caribe para que nos comieran los tiburones. Regresamos entre una doble hilera de la Metro apuntándonos con caras feroces. Al llegar los dos fuimos llevados al celdario sancionados. El oficial había dicho que nos habíamos negado a trabajar. Mientras esperábamos para subir vimos una escena escalofriante. Un compañero en una fila dijo que se sentía mal y el oficial le ordenó ponerse de piernas abiertas delante de todos y con la cabeza entre los barrotes. Fue muy desagradable tener que estar ahí viendo esa humillación de corte fascista. Por fin un día de 1974 me dijeron que preparara mis cosas, que iba para la “isla”, paso previo a salir. En la celda estaba Julio Sande. Pasamos la noche sin dormir, charlando. Julio me preguntó que iba a hacer. Le contesté que me iba a incorporar al partido comunista en cuanto pudiera, ilegal después del golpe, pues la aventura tupamara había sido un fracaso. No le dije que en realidad nunca había dejado de ser del partido. A la mañana siguiente marchamos con nuestras cosas hacia la salida. Al pasar frente al celdario todos nos despedían desde las ventanas con gritos de ánimo. Del otro lado me esperaban mi esposa y mis padres. Los abracé y partimos en la camioneta de mi padre rumbo a Montevideo. Al mirar hacia atrás vi el celdario rojo y pensé en los compañeros. Iba a luchar contra el fascismo por su libertad.
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